Tom Engelhardt
TomDispatch
¿Guerra de precisión? No me hagáis reír
El
lector lo recuerda. Supuestamente, la guerra del siglo XXI al estilo
estadounidense estaba más allá de lo imaginable en cuanto a precisión:
bombas inteligentes, drones capaces de eliminar a un ser humano
cuidadosamente identificado y rastreado allí donde estuviese en la
Tierra; operaciones especiales tan exactas que constituían un triunfo de
la ciencia militar moderna. Todo “interconectado”. Prometía ser un
glorioso sueño de destrucción acotada junto con un ilimitado poder y
éxito. En realidad, se comprobaría que se trataba de una pesadilla de
primer orden.
Si el lector quiere una palabra que sintetice el
quehacer bélico de Estados Unidos en la última década y media le sugiero
esta: escombros. Duele decirlo, pero desde el 11 de septiembre de 2001,
este es el término adecuado. Además, para atrapar la esencia de esta
guerra en lo que va del siglo, hay otra expresión que podría ser útil:
‘reducir a escombros’. Permítame que le explique qué quiero decir.
En
las últimas semanas, otra ciudad iraquí ha sido oficialmente “liberada”
(o casi) de los combatientes del Daesh. Sin embargo, los resultados de
la campaña del ejército de Iraq –respaldado por EEUU– para retomar Mosul
(por su tamaño la segunda ciudad de este país) de ninguna manera
encajan con lo que normalmente se endiente por triunfo o victoria. La
campaña comenzó en octubre de 2016; con los meses que han pasado desde
entonces, ya ha durado más que la batalla de Stalingrado de la Segunda
Guerra Mundial. Semana tras semana, en una lucha calle por calle, con
repetidos ataques aéreos estadounidenses contra los barrios habitados
aún por muchos mosultíes, ha muerto un número ignorado pero seguramente
significativo de civiles. Más de un millón de personas –sí, ha leído
bien: un millón– fueron arrancadas de su casa e importantes zonas de la
mitad occidental de la ciudad de la que huyeron, incluyendo partes del
casco antiguo, han sido reducidas a escombros.
Esta debería ser
la definición de victoria en tanto derrota, de éxito en tonto desastre.
También es una pauta. Ésta ha sido la esencia de la historia de las
guerras de Estados Unidos contra el terror desde que, en el mes
siguiente a los ataques del 11-S, el presidente George W. Bush lanzara
su poder aéreo contra Afganistán. Esa primera campaña aérea fue el
inicio de lo que cada vez más llegó a parecerse a la demolición a gran
escala de importantes zonas del Gran Oriente Medio.
Debido a que
no se trató solo de ir tras quienes habían perpetrado esos ataque sino
que se decidiría acabar con el Taliban, ocupar Afganistán y –en 2003–
invadir Iraq, la administración Bush abrió la proverbial caja de
Pandora. El impulso imperial de derribar al gobernante iraquí Saddam
Hussein, quien una vez había sido esbirro de Washington en Oriente Medio
antes de convertirse en su enemigo mortal (quien, por otra parte, nada
tenía que ver con el 11-S) resultó ser un funesto error de cálculo
imperial.
También lo fue la profundamente arraigada fantasía que
tenían los funcionarios de la administración Bush acerca de su capacidad
de controlar a unas fuerzas armadas que manejaban la precisión de las
tecnologías de punta, una precisión capaz de proyectar poder en unas
formas que ningún otro país del planeta o de la historia lo había hecho
jamás; unas fuerzas armadas que serían, según lo dijo el propio
presidente, “la más maravillosa fuerza de liberación humana que el mundo
ha conocido nunca”. Con Iraq ocupado y convertido en un cuartel (al
estilo de Corea) durante generaciones, sus principales funcionarios
supusieron que derribarían el fundamentalista Irán (¿suena conocido?) y
otros regímenes hostiles de la región, creando allí una
Pax Americana
(de ahí, lo peculiarmente irónico del actual ascendiente iraní en
Iraq). Efectivamente, en procura de hacer realidad esta fantasía de
poder mundial, la administración Bush produjo un devastador agujero en
las tierras petrolíferas de Oriente Medio. En la mordaz imaginería de
Abu Mussa, líder de la Liga Árabe en ese entonces, Estados Unidos eligió
directamente atravesar “la puertas del infierno”.
Voladura del Gran Oriente Medio
En
los más de 15 años que han pasado desde el 11-S, partes importantes de
una porción cada vez mayor del planeta –desde la zona fronteriza de
Pakistán, en el sur de Asia, hasta Libia, en el norte de África– se han
desestabilizado catastróficamente. Los pequeños grupos de terroristas
islámicos se han multiplicado exponencialmente tanto en el entorno local
como en el internacional, diseminándose gracias a la guerra de
‘precisión’ estadounidense y la ira que esta despierta en las
poblaciones civiles afectadas. Algunos países empiezan tambalearse o a
fracasar. Hay países que literalmente se han venido abajo provocando
oleadas de refugiados en el mundo a medida que año tras año, las fuerzas
armadas de Estaos Unidos, sus fuerzas de operaciones especiales y la
CIA han aumentado su despliegue de una manera u otra en un país tras
otro.
Aunque los casos se suceden y, en unos y otros, los
resultados son visiblemente adversos, las tres administraciones con sede
en Washington posteriores al 11-S han parecido incapaces de extraer las
conclusiones más obvias; en cambio, continuaron haciendo más de lo
mismo (con ajustes mínimos de un tipo u otro). De ningún modo debe
sorprender que los resultados fueran igualmente decepcionantes o
infaustos.
A pesar de las dudas sobre esta forma de hacer la
guerra en el mundo planteadas por el candidato Trump durante su campaña
electoral en 2016, todo esto no ha hecho más que aumentar en los
primeros meses de su presidencia. Da la impresión de que Washington es
incapaz de ayudarse a sí mismo en relación con su afán de continuar en
esta versión de guerra con su carga de nefasta imprecisión en sus cada
vez más vagas aunque previsiblemente destructivas conclusiones. Peor
aun, si esta es la forma de proceder de los personajes militares y
políticos que mandan en Washington, nada de esto puede acabar en el
término de nuestra vida (en los últimos años, por ejemplo, el Pentágono y
quienes canalizan su pensamiento han empezado a hablar de un “enfoque
generacional” o una “lucha generacional” en Afganistán).
En todo
caso, después de tantos años de haber sido lanzada, la guerra contra el
terror muestra todos los indicios de que continuará extendiéndose; cada
día que pasa, el nombre de la cosa está más y más claro: escombros. He
aquí una relación muy parcial de la cuestión:
Además de Mosul,
varias otras ciudades importantes de Iraq – entre ellas Ramadi y
Fallujah– también han sido reducidas a escombros. Del otro lado de la
frontera, en Siria, donde una feroz guerra civil lleva ya seis años,
numerosas ciudades y pueblos –de Homs a partes de Aleppo– han sido
totalmente destruidas. Ahora, Raqqa, la ‘capital’ del autoproclamado
Daesh, está sitiada (según se dice, fuerzas de operaciones especiales de
EEUU ya están actuando dentro de los agrietados muros, trabajando junto
con fuerzas rebeldes aliadas kurdas y sirias). Más temprano que tarde,
también será “liberada”, es decir, destruida.
Como pasó en Mosul,
Fallujah y Ramadi, aviones estadounidenses han estado atacando
posiciones del Daesh en el centro urbano de Raqqa y –evidentemente–
matando a una considerable cantidad de civiles mientras convierten en
cascotes partes de la ciudad. En la lejana Libia, la ciudad de Sirte,
por ejemplo, está en ruinas después de una lucha similar en la que
estuvieron involucradas unidades locales, la fuerza aérea de EEUU y
combatientes del Daesh. En Yemen, durante los dos últimos años, los
saudíes han estado llevando a cabo una interminable campaña de bombardeo
aéreo (con apoyo estadounidense), dirigida sobre todo contra la
población civil; esta campaña ha convertido el país en una enorme pila
de escombros y preparado el terreno para una devastadora hambruna y una
horrorosa epidemia de cólera, que –dadas las condiciones de vida de ese
empobrecido y asediado país– será imposible de controlar.
Muy
recientemente, este tipo de destrucción se ha extendido por primera vez
más allá del Gran Oriente Medio y partes de África. El pasado mayo, en
la isla de Mindanao –en el sur de Filipinas–, rebeldes musulmanes
locales identificados con el Daesh, tomaron la ciudad de Marawi.
Mientras penetraban en la ciudad, gran parte de su población de 200.000
personas ha sido desplazada; casi dos meses después, los rebeldes
mantienen en sus manos partes de la ciudad mientras libran una guerra al
estilo Mosul contra las fuerzas armadas filipinas (ayudadas por
asesores de la fuerza de Operaciones especiales de EEUU). Mientras esto
sucede, se ha sabido que la zona ha sufrido demoledores ataques como los
sufridos por Mosul.
En la mayoría de esas ciudades y zonas
circundantes reducidas a escombros, aunque se haya cantado “victoria”,
lo peor está todavía por llegar. En Iraq, por ejemplo, con el “califato”
de Abu Bakr al-Baghdadi, que ahora está siendo desmantelado, el Daesh
continúa siento una guerrilla verdaderamente peligrosa, las comunidades
sunníes y chíies (incluyendo sus milicias armadas) no dan señales de
actuar juntas, y en el norte del país los kurdos están amenazando con
proclamar un estado independiente. Por lo tanto, están garantizadas
luchas de todo tipo, y la posibilidad de que Iraq se convierta en un
gran país fallido o que surja un sinnúmero de devastados miniestados
sigue siendo del todo demasiado real, incluso aunque la administración
Trump –según se dice– esté presionando al Congreso para que le permita
construir y poblar nuevas bases militares “temporales” y otras
instalaciones en ese país (y en la vecina Siria).
Como si esto
fuera poco, en todo el Gran Oriente Medio, la palabra “reconstrucción”
no significa absolutamente nada. Sencillamente, no hay dinero para eso.
Los precios del petróleo siguen siendo desesperadamente bajos y, desde
Libia y Yemen hasta Iraq y Siria, todos esos países o bien son demasiado
pobres o bien están demasiado divididos para encarar la reconstrucción,
por mínima que sea. En esta guerra contra el terror, tampoco –y este es
un dato– el Estados Unidos de Trump lanzará el equivalente al Plan
Marshall para la región. Y aunque lo hiciese, lo que se sabe de los años
que siguieron al 11-S ya muestra que –tanto en Iraq como en Afganistán–
la hipermilitarizada versión estadounidense de la “reconstrucción” o la
“construcción de naciones” –vía amiguismo corporativo– ha sido uno de
los mayores chanchullos de estos tiempos (solo en la reconstrucción de
Afganistán se han volcado más dólares del contribuyente de EEUU que los
que se destinaron a la totalidad del Plan Marshall; es dolorosamente
evidente lo eficaz que ha demostrado ser).
Por supuesto, tal como
pasó con la guerra civil siria, Washington no es el único responsable
de la destrucción en la región. El mismo Daesh ha sido una maquinaria
considerablemente destructiva y brutalmente asesina con sus propios e
impresionantes récords de producción de escombros urbanos. Aun así, la
mayor parte de la destrucción en Oriente Medio es el resultado de las
ensoñaciones y planes militares de la administración Bush y de su
respuesta al 11-S (que acabó con al soñada escenificación de la muerte
de Osama bin Laden). No olvidemos que el predecesor del Daesh, el al
Qaeda de Iraq, era una criatura de la invasión y ocupación
estadounidenses de ese país, y que, fundamentalmente, el propio Daesh se
formó en una prisión militar estadounidense en el país en el que su
futuro califa estaba encarcelado.
En el caso que el lector piense
que de todo esto se ha extraído alguna lección, bien vale que vuelva a
pensárselo. En los primeros meses de la administración Trump, Estados
Unidos ha decidido un nuevo minienvío de soldados y unidades aéreas a
Afganistán; ha empleado allí por primera vez la bomba convencional más
poderosa de su arsenal; ha prometido a los saudíes más apoyo en su
guerra contra Yemen; ha aumentado sus ataque aéreos y operaciones
especiales en Somalia; está preparándose para una nueva presencia
militar de EEUU en Libia; ha incrementado las fuerzas armadas
estadounidenses y relajado las normas para realizar ataques aéreos en
zonas civiles de Iraq y otros sitios; y ha enviado –tanto a Iraq como a
Siria– un número creciente de agentes de operaciones especiales y otro
personal de EEUU.
Poco importa el presidente, cuando se trata de
la “guerra contra el terror”, la primera apuesta solo parece ser
aumentar; es esta una guerra de imprecisión que ha arrancado de su
tierra a un número récord de personas en el mundo con los acostumbrados
resultados previsibles: formación de más grupos terroristas, más
desestabilización de las estructuras estatales, más civiles desplazados o
muertos y cada vez más porciones del planeta convertidas en escombros.
Aunque
nadie negaría el potencial destructivo de los grandes poderes
imperiales de la historia, el imperio estadounidense de la destrucción
podría ser único. En estos años, en la cúspide de su poderío militar, ha
sido totalmente incapaz de traducir esa ventaja de poder en algo que no
sea la producción de escombros.
Vivir en las ruinas; una breve historia del siglo XXI
En
este punto y dado que vivo en el corazón, increíblemente protegido y
tranquilo, de ese imperio y en la misma ciudad donde empezó todo,
permitidme que hable a título personal. Lo que no para de intrigarme es
la incapacidad que tienen quienes gobiernan esa maquinaria imperial de
captar lo que pasó realmente a partir del 11-S y extraer alguna
conclusión razonable de ese acontecimiento. Después de todo, gran parte
de lo que he estado describiendo hasta ahora parece desalentadoramente
previsible.
En todo caso, la índole “generacional” de la guerra contra el terror y la forma en que se transformó en una permanente guerra
de
terror, hoy debería ser un tema de discusión demasiado obvio. Aun así,
más allá de lo que dijera en su campaña electoral, al presidente Trump
le faltó tiempo para nombrar en puestos clave a los mismos generales que
han estado inmersos durante largo tiempo en las guerras estadounidenses
en todo el Gran Oriente Medio y están claramente dispuestos a hacer más
de lo mismo. Cómo diablos puede alguien imaginar, incluso esos mismos
generales, que semejante enfoque podría redundar en algo más “exitoso”
está más allá de mi entendimiento.
De muchas maneras, la
producción de escombros ha estado en el centro de todo este proceso
iniciado con los hechos del 11-S. Después de todo, entre tantos
escombros, los objetivos de esos ataques simbolizaban el poder de
Estados Unidos –el Pentágono (el poder militar); el World Trade Center
(el poder económico); y el Capitolio o algún otro edificio de Washington
(el poder político, donde sin duda se dirigía el avión secuestrado que
se estrelló en un campo de Pennsylvania)–. En esos sucesos, miles de
civiles fueron asesinados.
En cierto sentido, gran parte de la
conversión en escombros del Gran Oriente Medio en los últimos años
podría ser vista como –si bien inconsciente– una vengativa campaña por
el horror y la ofensa de los ataque aéreos en esa mañana de septiembre
de 2001, que convirtieron en polvo las torres más altas de la ciudad en
la que vivo. Desde entonces, de algún modo, la guerra estadounidense ha
implicado pagar a Osama bin Laden con la misma moneda, pero a una escala
pasmosamente mayor. En Afganistán, Iraq y otros lugares, un momento de
horror, aunque pasajero, para los estadounidenses se ha convertido en la
vida cotidiana para poblaciones enteras y han muerto muchísimos
inocentes, que deberían sumarse a las muchas de las Torres Gemelas
apiladas unas sobre otras.
El origen de
TomDispatch, el
sitio web que yo administro, también está ligado a los escombros. Aquel
día, yo estaba en Nueva York. Viví el impacto de del ataques y sentí el
olor de los edificios en llamas. Un amigo mío vio un avión estrellándose
en una de las torres y otro estuvo recorriendo la zona llena de humo
con su bicicleta en búsqueda de su hija. Unos días después, me acerqué
al lugar de los ataques con mi propia hija y estuvimos deambulando por
las calles cercanas viendo lo que había quedado de los enormes
edificios.
Según una expresión de ese momento, la estela del
11-S, “cambió” todo; en cierto sentido, fue realmente así. Yo lo sentí
así. ¿Quién no? Percibí la sensación de temor que se extendía por todas
partes; las repetidas ceremonias en todo el país en las que los
estadounidenses se llamaban a ellos mismos las víctimas, los
supervivientes y (más adelante) los vencedores más extraordinarios del
planeta. En esas semanas que siguieron al 11-S percibí la sensación de
horror y el crecimiento en la población de un deseo de venganza que
habilitaba a los funcionarios de la administración Bush (que habían
pasado años soñando con la “superpotencia solitaria” y omnipotente, una
sin precedentes en la historia) para que hicieran prácticamente lo que
quisieran.
En cuanto a mí, estaba dominado por la sensación de
que el tiempo siguiente sería el peor de mi vida, mucho peor que el de
la época de la guerra de Vietnam (la última vez que había estado de
verdad políticamente movilizado). Y había una cosa de la que estaba
seguro: las cosas no irían bien. Sentía el impulso de hacer algo, pero
no tenía idea de qué podía ser.
A principios de octubre de 2001,
la administración Bush lanzó el poder aéreo contra Afganistán; una
campaña que, en cierto sentido, nunca terminaría y sencillamente se
extendería a todo el Gran Oriente Medio (hasta ahora, Estados Unidos ha
lanzado repetidos ataques aéreos en por lo menos siete países de esta
región). En ese momento, alguien me mandó por correo electrónico un
artículo de Tamin Ansary, un afgano que había vivido en EEUU durante
años pero continuaba estando en contacto con lo que pasaba en su país de
origen.
Su trabajo, que apareció en el sitio web
Counterpunch,
acabaría siendo ciertamente profético, sobre todo habiéndose escrito a
mediados de septiembre, pocos días después del 11-S. En ese momento,
como señalaba Ansari, loe estadounidenses ya estaban amenazando –con una
frase recogida de la época de la Guerra de Vietnam– con bombardear a
Afganistán para hacerlo “regresar a la Edad de Piedra”. ¿Para que
serviría, se preguntaba él, una campaña como esa cuando “las nuevas
bombas solo removerían los escombros dejados por las bombas anteriores”?
Cómo él apuntaba, Afganistán, principalmente gobernado por entonces por
el nefasto Taliban, había sido convertido en escombros en años
anteriores en la guerra por delegación que soviéticos y estadounidenses
combatieron allí hasta que, en 1989, el Ejército Rojo regresó a casa
derrotado. La pila de escombros que ya era Afganistán no haría más que
crecer en la atroz guerra civil que le seguiría. Y en los años
anteriores a 2001, la reconstrucción había sido mínima. Por eso, como
dejó claro Ansary, Estados Unidos estaba a punto de lanzar su poder
aéreo por primera vez en el siglo XXI contra un país que no existía, un
país hecho de ruinas y más ruinas.
Para él, la consecuencia de
esa acción era el desastre. Y así sería. En ese momento, la imagen de
unos ataques aéreos contra los ruinas me dejó atónito. En parte, porque
aquello era horroroso y verdadero; en parte, por lo que parecía una
señal tan ominosa de lo que nos depararía el futuro; y en parte, porque
nada parecido podía por entonces encontrarse en las noticias de los
medios dominantes ni en discusión alguna sobre la forma en que podía
responderse al 11-S (del cual no aparecía prácticamente nada).
Impulsivamente, envié el escrito de Ansary –con una nota mía– a mis
amigos y parientes, Algo que no había hecho nunca. Este sería el inicio
de lo que, algo menos de un año después, se transformaría en
TomDispatch, una experiencia sin lista de suscriptores que no pararía de crecer.
¿Una plutocracia de los escombros?
Fue
así como la primera palabra que atrapó mi atención en la época
posterior al 11-S fue “escombros”. Es una pena que, casi 16 años
después, los estadounidenses continúen obsesivamente atemorizados por
ellos mismos, un temor que ha ayudado a crear y construir un estado de
la seguridad nacional de dimensiones sorprendentes. Por otra parte,
somos muy pocos quienes hemos captado el significado de las
interminables e imprecisas experiencias estilo 11-S que nuestras fuerzas
armadas han lanzado en todo el mundo. Las bombas quizá sean
inteligentes, pero las acciones no podrían ser más erradas
Fundamentalmente,
en este país no se siente responsabilidad alguna por la proliferación
del terrorismo, el derrumbe de países, la destrucción de vidas y de
medios de vida, las oleadas de refugiados y la conversión en escombros
de importantes ciudades del planeta. No hay evaluaciones razonables de
la verdadera naturaleza y consecuencias del modo estadounidense de hacer
la guerra fuera de sus fronteras: su imprecisión, su estupidez, su
capacidad destructiva. En esta tierra de paz, resulta difícil imaginar
el verdadero impacto de la imprecisión bélica al estilo estadounidense.
Sin embargo, tal como están yendo las cosas, es bastante fácil imaginar
el escenario descrito por Tamin Ansari prolongándose en los tiempos de
Trump y de quienes le sucedan: Estados Unidos volviendo a bombardear los
escombros dejados en todo el Gran Oriente Medio.
Aun así, estas
lejanas guerras imperiales encuentran la manera de llegar a casa; no
solo en forma de nuevas técnicas de vigilancia, o de drones sobrevolando
“la tierra patria”, o de militarización total de las fuerzas
policiales. Sospecho que, sin esas desastrosas y eternas guerras, la
elección de Donald Trump habría sido improbable. Aunque él no
desencadene esa guerra de “precisión” en la tierra patria misma, su
proyecto (y el de los congresistas republicanos) –desde el sistema de
salud al medioambiente– apunta visiblemente a convertir en escombros a
la sociedad estadounidense. Si él fuera capaz, ciertamente crearía una
plutocracia de los escombros en un mundo en el que las ruinas son cada
vez más la norma.
Tom Engelhardt es cofundador del
American Empire Project, autor de
The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría,
The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de
TomDispatch.com. Su libro más reciente es
Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/176310/tomgram%3A_engelhardt%2C_bombing_the_rubble/#more
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García