Muy pocas ciudades pueden presumir de tener todo un mal bautizado por los efectos que tienen sobre quien las visita. Está la muerte de Venecia, un arrebato melancólico en el que todo, incluida la ciudad, parece que se hunde, y el enfermo acaba optando por el suicidio. Hay psiquiatras que han diagnosticado enajenaciones estéticas en los bulevares que París que llevan a la locura transitoria. En Jerusalén el trastorno es de mesianismo.
Los aquejados por el síndrome de Jerusalén se creen dioses o profetas, oráculos y mesías. Se pasean por las calles de la ciudad vieja advirtiendo de la inminencia del juicio final, y ofrecen a quienes les escuchen la clave de la salvación o la condena eterna, dependiendo del caso.
Escribe Simon Sebag Montefiore en su enciclopédica biografía de esta ciudad que “cada año un centenar de pacientes son ingresados en el sanatorio localaquejados de síndrome de Jerusalén, una locura de premonición, desilusión y engaño”. Según estiman el profesor Eliezer Witztum y el doctor Moshe Kalian en un libro de reciente publicación titulado Jerusalén de Santidad y Locura, desde 1979 un millar de turistas ha sido tratado en el hospital psiquiátrico de Kfar Shaul por una suerte de histeria transitoria.
No es de extrañar, pues las tres grandes religiones monoteístas consideran esta ciudad escenario crucial en grandes gestas que forjaron sus credos.
La roca que se halla bajo la magnífica cúpula dorada de la Explanada de las Mezquitas es, para la tradición judía, la piedra fundacional de la creación, lugar en que confluyen tierra y cielo. Marca también para ellos el punto en que en la antigüedad fue depositada el Arca de la Alianza.
Los musulmanes creen que sobre esa misma roca, donde la tradición dice que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo por petición de dios, se apoyó el profeta Mahoma en su célebre periplo nocturo a la mezquita más lejana, paraascender a los cielos de la mano del arcángel Gabriel.
Y para los cristianos la ciudad vieja de Jerusalén es donde Cristo predicó, padeció y murió, para resucitar y ascender a los cielos. Muchos son los templos católicos y ortodoxos en Tierra Santa, pero especial gravedad tiene el Santo Sepulcro, donde los cristianos de la antigüedad creían que se hallaba el centro del mundo, marcado por un ómpalo, ombligo de la creación.
Hay enfermos visionarios que ya son de sobra conocidos por agentes de policía, dueños de establecimientos, guías turísticos y gobernantes de Jerusalén.
Está el ultraortodoxo que todos los días predice la inminente destrucción divina de la Explanada de las Mezquitas, de cuyos escombros renacerá un tercer templo judío. Un cristiano tocado por una toga que hace décadas debió ser blanca dice que es la reencarnación del bautista, y en cualquier charco ve una pila bautismal. Es común que el enajenado se crea profeta, santo, nuevo mesías o Cristo reencarnado. En los casos más graves se ven como el mismísimo dios, o en su defecto Lucifer, que como era de esperar también tentó a Jesús en Jerusalén.
En Jerusalén se halla, al fin y al cabo, el valle Kidrón o de Josafat, el que separa el monte de los Olivos de las murallas de la ciudad vieja, del que dios dice en la Biblia: “Juntaré todas las gentes, y las haré descender al valle de Josafat, y allí entraré en juicio con ellos a causa de mi pueblo”.
Según explica el profesor Witztum en una entrevista publicada esta semana en el diario israelí Maariv, “hay lugares cuya conexión con nosotros nos ofrece la impresión de estar en realidad conectados a algo mucho mayor”.
El mal de Jerusalén nace, pues, de una desesperada esperanza, de la necesidad de creer que tras esta existencia aguarda algo mayor. Y para tanta locura divina no hay lugar más misterioso, bello y soberbio que Jerusalén, que permanece inmutable en las orillas de la eternidad, a pesar de haber sido escenario de tantas y tantas guerras, y tantos excesos humanos.
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