jueves, 26 de noviembre de 2015

Siria, terreno de una guerra mundial

SOPHIE BESSIS ES EXPERTA DEL INSTITUTO DE RELACIONES INTERNACIONALES 
Y ESTRATEGICAS
La historiadora tunecina analiza el conflicto en Siria y el papel que desempeñan los países de Occidente y del Golfo Pérsico en esta crisis que deja cientos de víctimas bajo las bombas, los atentados terroristas y la represión.
 Por Eduardo Febbro para Página 12
Desde París
El conflicto en los países de Medio Oriente ha rebasado de una vez sus fronteras. Las injerencias occidentales destructoras, sus intervenciones armadas, la cadena inimaginable de burradas cometidas en la región por los supuestos estrategas de Occidente, la expansión del conflicto entre chiítas y sunnitas (entre los países del Golfo Pérsico e Irán), el doble rostro de las monarquías del Golfo Pérsico y las confrontaciones inherentes al conflicto entre las grandes potencias –Estados Unidos, Rusia, Unión Europea– han desatado un incontenible conflicto que dejó cientos y cientos de miles de muertos en la región y, en lo que va del año, se introdujo varias veces en el corazón de Occidente: las huellas más sangrientas están en Siria, Irak y Francia, donde los atentados de enero de 2015 contra el semanario francés Charlie Hebdo y el supermercado judío del este de París, y, ahora, en noviembre, la matanza perpetrada en París por un comando que respondía al Estado Islámico, dejaron un saldo de más de 150 muertos y cientos de heridos. Esta catástrofe polifónica es el resultado del intervencionismo militarista de las potencias Occidentales cuyas estrategias y alianzas regionales no hicieron sino propulsar el surgimiento de fundamentalismos religiosos cada vez más devastadores. La historiadora Sophie Bessis ha desarrollado una obra rigurosa en torno a estos múltiples focos de horror que desestabilizan a Medio Oriente. Tunecina de nacimiento, investigadora en el IRIS de París (Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas) Bessis ha sabido sin embargo ir más lejos en sus análisis. Publicado por Alianza Editorial en 2002, su libro Occidente y los otros: historia de una doble supremacía, había trazado un singular perspectiva sobre la arrogancia occidental y ese control del mundo que lo lleva a creer que esa supervisión es parte de su identidad. En el último libro publicado, El doble camino sin salida, lo universal ante la prueba de los fundamentalismos religiosos y mercantiles (La double impasse. L’universel à l’épreuve des fondamentalismes religieux et marchand, Paris, éd. La Découverte, 2014), la historiadora tunecina ponía en relación la influencia mutua que ejercen el radicalismo islamista y el hiper liberalismo tal y como se practican en Occidente y las petromonarquías.
En esta entrevista exclusiva realizada en París, Sophie Bessis analiza la guerra en Siria, los orígenes y las responsabilidades de la catástrofe en Medio Oriente, el conflicto interno entre chiítas y sunnitas y el papel que desempeñan los países de occidente y los del Golfo Pérsico en esta crisis que corroe el corazón del sistema internacional y deja cientos de miles de victimas bajo las bombas, los atentados terroristas y la represión.
–Los atentados de París marcan un nuevo hito, tanto en el horror como en el señalamiento de la responsabilidad occidental en esta crisis. Al mismo tiempo le sacan la máscara al origen de este problema, que es, en gran parte, el pacto entre las petromonarquías del Golfo Pérsico y Occidente.
–Los últimos acontecimientos trágicos que golpearon a Francia nos conducen a reflexionar todavía más sobre los efectos catastróficos que pueden tener la convergencia de estos dos fundamentalismos, el liberalismo y el fundamentalismo religioso. Sabemos muy bien que ciertas monarquías del Golfo Pérsico son las ideólogas y los propagadoras del fundamentalismo clanista. Hay pruebas irrefutables. Si no, basta con ver cómo es un país como Arabia Saudita y cuál es su ideología. Desde el primer colapso petrolero de 1973, los países del Golfo acumularon una inmensa fortuna gracias a la adicción de las economías occidentales con respecto al petróleo. Esta adicción y el dinero que va con ella le permitió a los países del golfo globalizar lo que podría llamarse un nuevo Islam, una nueva versión del Islam que se tradujo en movimientos islamistas cada vez más violentos y extremistas. Ahora bien, estos países son los aliados más cercanos de los grandes Estados democráticos de Occidente, los defensores de la libertad y los derechos humanos. Estas monarquías del Golfo se encuentran entre los países más ricos del planeta, pero los grandes países occidentales pasan por encima de sus propios valores para venderles armas, aliarse con ellos, comprarles petróleo. No quiero decir que debemos ser completamente idealistas y no tomar en cuenta la realidad. Pero en fin, entre tomar en cuenta la realidad y hacer de Arabia Saudita y Qatar sus aliados más cercanos hay un margen. Y mientras haya un abismo tan grande entre el discurso y la realidad veremos que esos dos fundamentalismos seguirán siendo complementarios. La ideología wahabista de Arabia Saudita es la más sectaria, la más oscurantista de todas las formas y lecturas del Islam. No hay que confundir Islam e islamismo. Incluso si hay pasarelas entre una y otra, está la religión y luego la política. Pero esos movimientos políticos que reivindican el Islam lo hacen identificándose con esa versión regresiva del mismo.
–¿Cuál el proceso que conduce a esta radicalización?
–Hay muchas causas, pero distinguiré dos. La primera y dentro del contexto internacional es evidente que todas las acciones occidentales llevadas a cabo en Medio Oriente desde el 11 de septiembre 2001 forman parte del problema y no de la solución. Esas acciones exacerbaron, desestructuraron y destruyeron Medio Oriente como nunca antes había ocurrido. La invasión de Irak en 2003 por parte de Estados Unidos es una de las matrices del extremismo jihadista armado. Estados Unidos destruyó un Estado. Ciertamente era una dictadura, Saddam Hussein era un dictador sangriento que mató a decenas de miles de personas. Pero la invasión norteamericana mató a cientos de miles de personas, acá hablamos de otra escala. Esa invasión de 2003 hizo explotar un Estado, no dejó ninguna base. Si se miran las intervenciones occidentales de los últimos años en la región, estas hicieron explotar los Estados sin garantizar la estabilidad después. Pienso en Libia, por ejemplo. Convencidos de su hiperpotencia los Estados occidentales hicieron cualquier cosa. Actuaron con un simplismo político que se aparenta al cretinismo. En Irak, como Saddam Hussein era sunnita, lo mataron a él y le entregaron el poder a los chiítas. Ahí hay una prueba del simplismo político de Occidente. Además, al darles el poder a los chiítas se le entrega Irak a su peor enemigo, que es Irán. Después ponen a la cabeza de Irak a un fundamentalista chiíta, Nouri Kamal al Maliki, el cual emprenderá la peor de las represiones contra la minoría sunnita. Y esa minoría, incluso si no era particularmente extremista, se unirá al Estado Islámico con la idea de que únicamente éste los protege. El Estado Islámico no sería lo que es hoy si no estuviese detrás toda esta situación. La segunda razón cabe en una pregunta que conecta el fundamentalismo religioso con el fundamentalismo mercantil: ¿por qué las tres cuartas partes de esos jóvenes que van a matar cientos de personas provienen de los suburbios de las grandes ciudades europeas, de los cuales entre 30 a 40 por ciento son convertidos, es decir, que ni siquiera provienen del mundo árabe? ¿Por qué? Porque el mundo en el cual vivimos es un mundo vacío de sentidos, carente de propuestas. El fundamentalismo mercantil provocó un vaciamiento del sentido. Una idea colectiva no puede resumirse al horizonte del consumo. Encima, ponen ese horizonte del consumo sin dar los medios para consumir. La variable principal de ajuste de la versión actual del capitalismo es el trabajo, el desempleo. Cuando se unen estos dos factores la bomba explota. La extraordinaria perversidad de esos movimientos religiosos consiste en hacerle creer a esa juventud sin rumbo que le transmiten un sentido y un horizonte de esperanzas.
–¿Qué lugar ocupa en este conflicto la propia confrontación interna entre chiítas y sunnitas?
–La división entre chiítas y sunnitas remonta a la muerte del profeta Mahoma, pero nunca fue un problema geopolítico como hoy.
–Pero se ha convertido en una de las esencias del conflicto.
–Sí, actualmente es un problema geopolítico pero es un pretexto dentro de la lucha de poderes. La revolución iraní ejerció un enorme poder de atracción en las masas musulmanas pobres. A partir de allí, Arabia Saudita quiso construirse otro polo de atracción y empezó a financiar, a capacitar y a armar el fundamentalismo sunnita. Pero no estamos asistiendo a querellas teológicas, o querellas dinásticas. Estamos ante conflictos políticos y este conflicto interno entre sunnitas y chiítas le conviene a mucha gente. Mire, otro ejemplo: hoy, Arabia Saudita está arrasando Yemen. En este país, los zaiditas nunca se consideraron chiítas, pero se volvieron chiítas desde que Irán los financia. Es un chismo político reciente. Pero en los años 70, Arabia Saudita financiaba al zaidismo. En suma, Arabia Saudita fue aliada de los zaiditas y hoy los bombardea con el pretexto de que son chiítas. No niego la existencia del conflicto entre chiítas y sunnitas en la historia el Islam, pero hoy asistimos a una instrumentalización política de este conflicto.
–¿Usted coincide con ciertos análisis según los cuales hay una clara intención de provocar el famoso conflicto entre civilizaciones, entre religiones?
–Hay dos grupos que necesitan llegar a ese punto: los extremistas islamistas y las extremas derechas occidentales. Ambos necesitan un conflicto entre las civilizaciones, entre las culturas, entre las religiones. Los extremistas islamistas necesitan el conflicto para decir “ellos son nuestros enemigos hereditarios hay que matarlos a todos”. Y a las extremas derechas occidentales les hace falta ese conflicto para decir: “miren, nuestros enemigos de hoy no son los grupos extremistas sino los musulmanes como globalidad”. En la actualidad, los democráticos del mundo árabe tienen mucho trabajo por hacer, pero nadie les presta atención y se olvidan de que existen. Cuentan con muy pocas divisiones. El Occidente tiene a su vez un doble combate por delante: un combate contra el extremismo que mató en París a 130 personas y que, me temo, seguirá provocando daños en los próximos meses y años. Y también otro combate contra las extremas derechas. Esos dos extremos quieren llegar a una situación de odio contra odio. Los demócratas tienen que evitar que se llegue a esto.
–Siria, ahora ¿por dónde se introdujo la fractura que condujo a este desastre político, geopolítico y humanitario?
–En marzo de 2011, cuando empezó la Primavera Arabe con el levantamiento de Túnez, seguido por la sublevación de la Plaza Tahrir (Egipto), luego el de Bahréin, el de Bengazi, también se reveló la ciudad siria de Deraa. Lo hizo con el grito de justicia, libertad, dignidad y exigiendo lo mínimo que un pueblo puede pedir. Basta de esencializar a los árabes diciendo que no tienen las mismas neuronas que los demás. Los sirios, como los demás, estaban hartos de 50 años de una dictadura sangrienta y espantosa. Pero la represión fue salvaje, de una violencia horrible, lo que no es sorprendente de parte del hijo de Hafez al Assad. Lamentablemente, varios movimientos, varios países vecinos, se dijeron que la única solución era armar la revuelta. La fractura está ahí, cuando se pretendió armar la sublevación. Hoy tenemos más de 300 mil muertos. Ceder a las sirenas de la militarización de la revuelta fue un error grave. Luego, tampoco hubo unidad de la oposición siria ante la dictadura de Bashar al Assad. Al fin, gracias a los países vecinos, en particular a las monarquías del golfo, Siria se volvió el terreno de la guerra de todos. En Siria, hoy asistimos a una guerra mundial. Están todos: los norteamericanos, los europeos, los rusos, los iraníes, el Hezbollah, los sauditas. En suma, todos están ahí y todos bombardean Siria. En la última etapa tenemos a Rusia, que se introdujo en el juego de forma magistral respaldando una de las peores dictaduras que haya conocido el Medio Oriente en su historia moderna. Y esto no hay que olvidarlo: la dictadura de Assad es una de las más sangrientas de Medio Oriente. Si se olvida esto, nos olvidamos de los muertos, pero los muertos no pueden olvidase.
–¿No hay salida racional entonces?
–Lo que podría ocurrir es que las potencias se pongan de acuerdo para que todo quede igual, menos el Estado Islámico, desde luego. Se pondrán de acuerdo para eliminarlo. Es posible. Así se llegará de nuevo a la explosión de Medio Oriente. No estoy segura de que sea la solución. Estamos en un período de desintegración total de la región y no se cómo se recompondrá.
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viernes, 20 de noviembre de 2015

Los caprichos fronterizos de Oriente Medio

Por Fernando Arancón
El Plan Schlieffen, con el que Alemania esperaba vencer rápidamente a Francia, había fracasado. Aquella guerra que el Káiser Guillermo II esperaba resuelta para la Navidad de 1914 estaba poco tiempo después en punto muerto. El noreste de Francia se había convertido en uno de los mayores cementerios del mundo tras la batalla del Marne, situación agravada entre 1915 y 1916 tras sucederse los combates en Verdún y el Somme. Al otro extremo del Segundo Reich la situación no era mejor. Las tropas germanas habían vencido con cierta facilidad a los rusos en Tannenberg, y los ejércitos del Zar se deshacían entre los disparos de los Mauser, las deserciones, las cargas en masa y la total carencia de armamento y avituallamiento.
La pareja franco-británica, consciente de la precaria situación de su aliado oriental, se había propuesto descongestionar su maltrecho frente de Picardía y Champaña llevando la guerra lejos de allí. Los Balcanes no eran distracción suficiente para las tropas austrohúngaras y otomanas. En 1915 se consumaba el cambio de bando de Italia tras prometérsele por parte francesa, británica y rusa los territorios irredentos que su insaciable nacionalismo añoraba. Sin embargo, la aportación de los italianos al avance aliado fue escasa, ya que sus progresos en el frente alpino se demostraron prácticamente nulos, y sólo distrajeron una pequeña parte de las tropas austrohúngaras. El precio a pagar, cientos de miles de bajas.
Así pues, la apertura de otro frente era vital. Si los rusos capitulaban, las Potencias Centrales se lanzarían al asalto y barrerían al machacado ejército anglo-francés. Los aliados trataron entonces de sacar al Imperio Otomano de la guerra atacando los Dardanelos. Su clímax, Galípoli, fue otra carnicería en tablas, soportada esta vez por australianos y neozelandeses. Sin embargo, los ingleses habían dado con una tecla que sonaba medianamente bien. Aquel imperio multiétnico, multirreligioso y con un nacionalismo árabe creciente era el escenario perfecto en el que derrumbar los cimientos otomanos y sacar así de la partida a un vital aliado germano. Las consecuencias de toda aquella operación política, diplomática y militar se plasmaron en las fronteras de Oriente Medio, límites tan al gusto de Londres y París y tan incomprendidos como escasamente aceptados por distintos actores de la región. Un siglo después, lo que ocurre en aquella zona del mundo tiene mucho que ver con cómo se dinamitó y heredó el Imperio Otomano.

Promesas y desilusiones

En los primeros años del siglo XX, el declive del Imperio Otomano resultaba evidente. Lejos quedaba el sultanato hasta las murallas de Viena, y por aquel entonces los territorios más periféricos del imperio eran descaradamente repartidos e invadidos por las potencias –o semipotencias como Italia, que invadió la Libia otomana en 1912 con el fin de asistir de manera testimonial al reparto colonial– que veían en Oriente Medio la expansión natural y el conector geográfico propicio entre la metrópolis y sus inmensos imperios de ultramar.
Sin embargo, el gigante otomano se resistía a morir como imperio. Los “Jóvenes Turcos”, en el poder desde mediados de 1908, se habían propuesto fortalecer Turquía y sus territorios para alejarlos de las injerencias extranjeras. Su modelo de gobierno, altamente centralista y autocrático, había despertado recelos en las poblaciones árabes del imperio, especialmente en aquellas que desde el siglo XIX llevaban gestando un creciente sentimiento panarabista.
El Imperio Otomano hacia 1914. En aquellos años todavía controlaba importantes centros económicos y demográficos, como Mesopotamia o la costa arábiga del Mar Rojo
El Imperio Otomano hacia 1914. En aquellos años todavía controlaba importantes centros económicos y demográficos, como Mesopotamia o la costa arábiga del Mar Rojo
Los británicos, hábiles en este tipo de escenarios, optaron por alimentar los deseos independentistas de los pueblos árabes con la intención de que este conflicto carcomiese al estado otomano e inclinase la balanza a su favor en la guerra. Lord Kitchener, secretario de Estado británico para la guerra, decide contactar a través de Henry MacMahon, entonces alto comisario británico en Egipto, con el jerife de La Meca, Hussain ibn Ali, y proponerle un levantamiento de las tribus arábigas contra los Otomanos. A cambio, el Reino Unido verá con buenos ojos un estado árabe en la zona. Sin embargo, y de manera deliberada, las promesas británicas son ambiguas, y las malinterpretaciones numerosas.
Hussain piensa que el nuevo estado árabe abarcará la península arábiga, Irak y toda la zona del Levante mediterráneo. Sin embargo, los planes británicos para esos territorios son otros. Las pretensiones de Londres eran que la franja costera del Levante quedase bajo control occidental al igual que Irak, mientras que las franjas desérticas entre una zona y otra mas la península arábiga podían pasar a formar parte de un estado árabe. Los británicos, conocedores del abismo entre lo que prometían y lo que pretendían hacer, no concretan demasiado al jerife de La Meca, que a pesar de las indefiniciones británicas se levanta igualmente contra el poder otomano.
El socio del Reino Unido en la guerra, Francia, con enorme influencia cultural y económica en el Levante y tan interesado en la región como los británicos, se apresuró a respaldar el levantamiento árabe y la jugada inglesa. Al tiempo que el conocido Lawrence de Arabia hacía de enlace entre El Cairo y el jerife Hussein, el escenario de posguerra empezaba a diseñarse en 1916. Concretamente, sus encargados serían el británico Mark Sykes y el francés François Georges-Picot. El resultado, de sobra conocido, sería un tratado que pondría del revés el ya de por sí complicado equilibrio de Oriente Medio.
No obstante, aquel juego sería a múltiples bandas, y los acuerdos que en secreto iban tejiendo franceses y británicos acabaron involucrando en algún momento del proceso a los Estados Unidos, la Sociedad de Naciones, la Rusia zarista y hasta al movimiento sionista.
El acuerdo inicial estipula que Oriente Medio se dividirá en dos zonas de influencia: al norte la francesa, abarcando el sur de Anatolia y el norte del Levante y de Irak –la zona de Mosul; los británicos tutelarán los territorios del centro y el sur de Irak, así como la parte meridional del Levante, en un continuo de Mesopotamia al Sinaí. Por último, la zona de Palestina será un condominio francobritánico. Así comienza la división de la región, con una línea completamente recta trazada de suroeste a noreste que llega desde Amman a Kirkuk.
Sin embargo, los británicos no están satisfechos con este acuerdo. En 1918 el tratado anglofrancés secreto ha sido desvelado por Rusia, entonces en plena reconversión a Unión Soviética tras la Revolución de Octubre en 1917, y los árabes no están, lógicamente, muy contentos con el doble juego de Londres. Del mismo modo, la retórica wilsoniana procedente de Estados Unidos sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos hace que el Reino Unido deba cambiar de estrategia. Una división tan unilateral y descarada de Oriente Medio ya no es plausible, por lo que hay que reorientar el discurso.
Ante la amalgama étnica –y crecientemente nacional– que eran los restos del Imperio Otomano, el Reino Unido se erige como protector de esos pueblos sin experiencia política independiente. En noviembre de 1917 Lord Balfour, en la declaración homónima, promete el establecimiento de un “hogar judío” en Palestina. La carta de Balfour, tan conocida como ambigua, es otro de los episodios de aquel juego de trileros en lo que se convirtió la diplomacia británica para tener contentos a todos los implicados sin salir ellos perdiendo. Promesas similares irán destinadas también a los armenios y los kurdos, minorías dentro del entramado otomano pero con firmes deseos de autodeterminación.
Los últimos en comprobar el juego británico serían sus aliados franceses. Una vez terminada la guerra en 1918, Francia se encontraba preocupada por su parte del pastel. Desde su perspectiva, en los territorios del norte de Irak no podía sacar un rédito económico con el que compensar el gasto administrativo colonial de todo el territorio, por lo que prefiere afianzarse en lo que llamarán la “Siria útil”. En cambio, los británicos, poseedores de los derechos de explotación de los hidrocarburos en la zona de Mosul, solicitarán la cesión a los franceses. El primer ministro británico, Lloyd George, se lo pedirá personalmente a su homólogo francés, Clemenceau, y este aceptará. Se consumaba así el reparto territorial. No obstante, un problema seguía preocupando a los británicos: cómo justificar la nueva dominación.
Del reparto inicial de Sykes-Picot a la situación final, varios años después de haber terminado la Primera Guerra Mundial
Del reparto inicial de Sykes-Picot a la situación final, varios años después de haber terminado la Primera Guerra Mundial
Esta solución provino de la recién creada Sociedad de Naciones. Tanto Reino Unido como Francia se ofrecieron a establecer mandatos en sus respectivas zonas de influencia. Esto suponía que quedaban encargados de estos territorios con la condición de que promoviesen su desarrollo a fin de que estos territorios, en un plazo determinado, realizasen su transición a países independientes. Sin embargo, la persistencia de Estados Unidos de cara a permitir que estos territorios eligiesen tu potencia “mandataria” casi trastoca todos los planes francobritánicos. Y es que los enviados de los distintos territorios a las distintas comisiones de los tratados de paz acabaron eligiendo un mandatario estadounidense. Esto se debía materializar en el seno de la Sociedad de Naciones, sin embargo, y por decisión de su Senado, Estados Unidos nunca llegó a entrar en la organización, invalidándose todo lo acordado. Así, para regocijo de Londres y París, la situación volvía a estar como antes.
Con escasa oposición internacional –los árabes llegaron a tener brevemente un estado propio pero este fue rápidamente desarticulado por las potencias europeas–, los deseos británicos y franceses acabaron consumados. Durante las conferencias de San Remo, en 1920, y El Cairo, al año siguiente, la repartición de Oriente Medio se convertía en realidad. Para Francia quedaba el territorio acordado, aunque en París creyeron conveniente partir el protectorado en dos, con Siria por un lado y el Líbano por otro, este último bajo control de los cristianos maronitas, que habían presionado a Francia para obtener su futuro país lejos del poder de Damasco –aun haciendo del Líbano un territorio de alta heterogeneidad étnica y religiosa. Los británicos igualmente acabaron obteniendo los mandatos de Palestina –ya con un creciente conflicto entre árabes y sionistas–, Irak, donde colocaron como rey a uno de los hijos del jerife Hussein, Faysal, y el territorio que crearon por medio, Transjordania, a modo de estado-tapón entre la península arábiga y el Levante, cedido a otro de los hijos de Hussein, Abdallah.
En el desierto arábigo, donde Hussain ibn Ali pretendía basar el nuevo estado panárabe, el ascenso de los Saud creaba el estado de Arabia Saudí con la bendición de los británicos, abarcando todos aquellos territorios que no estaban bajo protección de Londres.
Empezaba así a tomar forma el mapa de Oriente Medio, con la línea Sykes-Picot intacta, particiones y fronterizaciones surgidas de la arbitrariedad colonial y las promesas del estado árabe disueltas en dos protectorados con los hijos de ibn Ali a la cabeza como única recompensa. En Londres se daban por satisfechos con el resultado. Habían conseguido un continuo territorial entre el Mediterráneo y Persia, un estado bajo el amparo británico, acercando aún más la India con Inglaterra. No obstante, no existiría entonces ni un atisbo en la comprensión de las consecuencias que aquella partida de ajedrez a medio terminar tendría para el futuro de Oriente Medio.
Oriente Medio - Confictos - Historia - Kurdistán y sus fronteras históricas
Y es que otras realidades nacionales, como Armenia o el Kurdistán, quedaron a medias o simplemente fueron palabras que se llevó el viento. En el primer caso, la Armenia propuesta por el presidente estadounidense Wilson era bastante más extensa que el país actual, abarcando el este de Anatolia en un intento por consumar la supremacía del estado-nación sobre los estados plurinacionales o multiétnicos. Esta “Gran Armenia” tuvo el mismo destino que el Kurdistán propuesto en el Tratado de Sévres de 1920, un país kurdo “de mínimos” que no satisfacía a nadie.
Como dicho tratado nunca llegó a ratificarse, fue sustituido por el de Lausana en 1923, un texto que recuperó Anatolia para los turcos, ya que la península había sido troceada en distintas zonas de influencia occidentales y estados recién nacidos. Se acabó primando la existencia de Turquía frente a otras realidades, y la Armenia de Wilson se esfumó con la correspondiente invasión turca, sumada al genocidio durante la Primera Guerra Mundial, al igual que el Kurdistán, cuyas fronteras acabaron siendo simples líneas en los borradores de los tratados de paz.

Un mal sueño y un peor despertar

A pesar de los redoblados esfuerzos británicos y franceses por controlar Oriente Medio, su dominio en la zona no perduró más de tres décadas. Tras la Segunda Guerra Mundial, las capacidades y la legitimidad de estas potencias para mantener estos territorios habían desaparecido completamente.
Así, por iniciativa de Naciones Unidas y con el apoyo –o la resignación– de los países vencedores en la guerra, nacían en los años inmediatamente posteriores al conflicto Siria, Líbano, Transjordania e Israel –conflicto incluido–, que se sumaban a los ya existentes Irak y Arabia Saudí. Sin embargo, aquella oleada descolonizadora no se tradujo en un revisionismo de los límites fronterizos, trasladando ahora el problema a un mayor número de estados, más débiles y con intereses divergentes. No obstante, la herencia cultural de la zona permaneció viva en este periodo post-colonial, impidiendo que la heterogeneidad étnica y religiosa fuese motivo de violencia o debilidad del estado. De hecho, y excluyendo la cuestión kurda, los movimientos integradores regionales desde la década de los cincuenta consiguieron superar cualquier tipo de nacionalismo “individual” en los países árabes de Oriente Medio. Experimentos como la República Árabe Unida, de carácter republicano, entre Siria y Egipto de 1958 a 1961, o la Federación Árabe de Irak y Jordania, monárquica, en 1958, mostraron que la superación de la fronterización colonial era posible incluso bajo distintas formas de gobierno.
El único y gran obstáculo para aquel proceso panarabista con un creciente componente socialista sería la existencia del estado de Israel. Su simple localización sirvió para espolear el nacionalismo árabe en contraposición al sionismo, pero también debilitó las estructuras estatales y los proyectos políticos de la región al infligir varias y contundentes derrotas militares, teniendo además el respaldo de los países occidentales. A pesar de ser un ejercicio de política-ficción, el devenir de Oriente Medio no hubiese sido el mismo si Israel no hubiese existido, hubiese cohabitado en paz con Palestina o hubiese sido derrotada por las sucesivas coaliciones árabes.
El triángulo de autocracias panárabes en Egipto, Siria e Irak imprimió estabilidad a la región durante la segunda mitad del siglo XX. A cambio de dictaduras paternalistas, la diversidad étnico-religiosa estaba garantizada, salvo el caso de los kurdos en Irak. Sin embargo, aquel sistema empezó a decaer a finales del siglo pasado con la guerra entre Irán e Irak y la posterior invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein. En la centuria actual Estados Unidos daría la puntilla en 2003 volteando el escenario político y social iraquí, un cambio que a largo plazo se ha demostrado clave en la situación actual de Oriente Medio, la redefinición de identidades y quién sabe si en unos años en la reordenación del mapa político regional.
El desmoronamiento actual de Siria e Irak no se puede entender sin los procesos de radicalización religiosa en el país del Éufrates y el Tigris y sin la ofensiva suní impulsada desde Arabia Saudí, atacando los dos puntos más débiles del “creciente chií” de Oriente Medio. Y es que el territorio actualmente controlado por el Estado Islámico no es más que la zona de clara mayoría suní existente entre Siria e Irak. Sin embargo, este desequilibrio en la balanza religiosa y la práctica quiebra del contenedor garante de dicho equilibrio, esto es el Estado, ha fomentado el impulso de las distintas identidades religiosas y étnicas que podrían traducirse bien en mayor autonomía dentro de los ahora comatosos Irak y Siria o en reivindicaciones independentistas.
En este escenario de caos, los kurdos, aun repartidos por cuatro estados, han conseguido posicionarse como un actor de peso, y de facto en Irak ya son independientes. Sólo queda saber si querrán extender dicho estatus a los países adyacentes, especialmente Siria y Turquía. Esta situación sin duda obligaría a una remodelación fronteriza de los países en un escenario de posguerra. Y lo mismo podría ocurrir con realidades identitarias similares. ¿Se podría convertir el Estado Islámico en un ‘Sunistán’? ¿El oeste de Siria se volvería en una copia multiétnica y multirreligiosa del Líbano? Incluso yendo más allá, ¿sería factible hablar de una unificación del Líbano y esa nueva Siria? Ninguna de estas preguntas tiene fácil respuesta, como tampoco deberían ser escenarios descartables. De hecho, ya hay proyectos de división federal tanto en Siria como en Irak. No cabe duda de que esta homogenización religiosa sería un paso hacia la consecución del estado-nación en Oriente Medio, pero esto no implica de manera irremediable que la zona se estabilice.
Esta región se ha caracterizado durante siglos por un modelo de coexistencia relativamente pacífica entre comunidades religiosas. En la cultura política está interiorizado, y aunque en los asuntos internacionales no hay recetas mágicas ni soluciones infalibles, lo cierto es que algo que ha funcionado durante cientos de años no conviene modificarlo en exceso, menos aún con imposiciones foráneas. Ahora los estados y las comunidades de Oriente Medio se abocan a un triple dilema: la atomización territorial; volver al camino de la unificación árabe –aunque haya tendencias que lo quieran derivar hacia el panislamismo– o volver a apuntalar el sistema anterior, a medio camino entre ambos.
Hace un siglo, la desaparición otomana supuso un punto de inflexión para las dinámicas políticas de la región, y las injerencias externas marcaron en profundidad el devenir de los territorios resultantes. En la actualidad Oriente Medio se enfrenta a una crisis aún más grave, y sólo queda esperar quién, por qué y cómo se diseñará el escenario futuro. Sin duda, las fronteras resultantes serán claves en esta renovación del orden regional.
Estados árabes oriente medio
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