Entrevista a Gilbert Achcar, Profesor en la School of Oriental and African Studies de la Universidad de Londres
http://badiltawri.wordpress.com/
-Eric Ruder: Al comienzo del año 2011, las revueltas árabes suscitaron una inmensa esperanza. Sin embargo, hoy parece que se han transformado en su opuesto, una inmensa desesperación bajo el peso de los recientes acontecimientos en Siria, en Egipto, en Túnez, etc. ¿Cómo podemos interpretar las revueltas árabes tres años después de haberse iniciado?
-Gilbert Achcar: Creo que la euforia suscitada a principios de 2011 de hecho estaba injustificada, lo mismo que la visión lúgubre que se puede encontrar más tarde. Se trata, más bien, de reacciones impresionistas ante los acontecimientos.
El movimiento inicial del levantamiento de masas con inmensas movilizaciones en varios países suscitó, sin duda, muchas esperanzas. Es comprensible. Pero era y sigue siendo importante reconocer que lo que está en juego es algo más que cambiar la forma del régimen político, lo que se llama una transición democrática. Últimamente, estas revueltas se enfrentan al desafío de cómo lograr cambios más radicales frente al núcleo duro del Estado que está formado por las fuerzas armadas.
Es una coraza mucho más difícil de romper que el retrato de Mubarak en Egipto o Ben Ali en Túnez durante las primeras semanas de la insurrección. Las movilizaciones de masas llegaron a derrocar a los dirigentes de esos dos países pero el “Estado profundo”, la columna vertebral del antiguo régimen, sigue ahí, lo que significa que el antiguo régimen sigue bien asentado y que hay más continuidad que cambios entre las condiciones que existen hoy y las que existían antes.
En un país como Siria, en el que las fuerzas armadas están vinculadas orgánicamente a la familia reinante, incluso esta etapa inicial de derrocamiento del régimen no puede llevarse a cabo sin deshacer el núcleo duro del Estado; de esta manera, en Siria, hemos visto evolucionar los acontecimientos inexorablemente hacia una guerra civil después de varios meses de represión cada vez más sanguinaria contra una insurrección desarmada.
En estos tres países, las dificultades son inmensas. En ninguno de ellos se trataría de un proceso breve -menos aún de una “primavera”- que acabaría con la organización de elecciones libres como en el caso de Egipto y Túnez.
El elemento clave que hay que tener en cuenta es que en 2011 se inició un proceso revolucionario a largo plazo, que tiene su origen en decenios de estrangulamiento económico debido a la naturaleza del régimen social imperante. En realidad, nos encontramos en las primeras etapas de este proceso revolucionario. Se prolongará durante muchos años, si no son decenios.
Sin duda, sigue habiendo espacio para la esperanza mientras la determinación del movimiento de masas perdure en su voluntad de conseguir los principales objetivos sociales que, al inicio, movieron a la mayoría de las personas que participaron en las revueltas. Pero debiera ser una esperanza realista, junto con la auténtica compresión de las dificultades de la tarea.
-¿Nos puedes decir algo más sobre los desafíos de Egipto?
-Lo que se produjo en Egipto en 2011 era un cambio superficial. Solo se cortó la punta del iceberg: la familia de Mubarak y sus acólitos más próximos. Eso fue todo. No debiéramos olvidar que Mubarak fue derrocado por un levantamiento de masas pero combinado con un golpe militar.
Lo que se produjo el 11 de febrero de 2011 quizás pueda ser calificado mejor como un golpe, parecido al que vimos el 3 de julio de 2013, en el sentido de que el ejército apartó a Mubarak del poder para tomarlo directamente en sus manos. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) tomó el poder como junta militar; por tanto, era un golpe militar en su sentido más clásico, ejecutado con el telón de fondo de una inmensa movilización de masas.
Incluso antes del golpe, en el momento álgido, puse en guardia de una vez por todas contra las esperanzas en el ejército, porque es la verdadera columna vertebral del Estado egipcio desde hace varios decenios. La idea de que la situación contra la que se levantaba el pueblo egipcio cambiaría por la mera retirada de Mubarak era una ilusión falsa; más aún debido al hecho de que fue derrocado por miembros de la columna vertebral de su régimen.
En realidad, el derrocamiento de Murabak estaba destinado a preservar la continuidad del Estado. Se trataba, pues, de un golpe conservador. En el caso egipcio, intentar salvar el régimen sacrificando su cabeza era posible por la relativamente acentuada institucionalización del Estado. En otras palabras: la institución es más importante que su dirigente.
El propio dirigente no era más que un producto de la institución, es decir, el ejército. Esta característica del Estado egipcio se puede aplicar igualmente al Estado tunecino. Sin embargo, en la mayoría de los estados de la zona, como las monarquías petroleras o las monarquías que ellas mismas se denominan “repúblicas” como la de Libia o la de Siria o en su caso, el Irak de Sadam Hussein antes de que el régimen fuera derrocado por Estados Unidos, esta característica no existe.
No obstante, en Egipto era obvio que el golpe no pondría fin a la agitación. En efecto, después de un breve periodo de euforia, el pueblo tuvo que hacer frente a la dura realidad de la continuidad del régimen. Se alzó contra esto una vez más, y asistimos a múltiples movilizaciones a partir de finales de 2011.
De nuevo, la situación era muy tensa en Egipto. Luego se produjo la elección de los Hermanos Musulmanes y de Mohamed Morsi como presidente. Morsi fue el ganador en la segunda vuelta de las presidenciales porque los electores querían impedir que el antiguo régimen se impusiera de nuevo (con su candidato Ahmed Chafik). Morsi contó con muchos electores que no habían votado por él en la primera vuelta. En la segunda vuelta era la opción por defecto.
Para estos últimos, lo mismo que para la mayor parte de lo que le votaron en la primera vuelta con la esperanza de que los Hermanos Musulmanes resolvieran los problemas clave del país, en especial en el ámbito social y económico, Morsi suscitó una considerable decepción.
Además, los Hermanos Musulmanes se comportaron con tal arrogancia, que todo el mundo acabó por estar convencido de que intentaban apoderarse del control de todas las instituciones del Estado. Esto suscitó grandes temores en las otras fuerzas: los hermanos Musulmanes incluso llegaron a enajenar otras corrientes islamistas fundamentalistas como los salafistas.
La cólera contra Morsi volvió a activar ell movimiento de masas, tanto las huelgas obreras como, en general, otras luchas y conflictos sociales. Todo ello culminó en la más grande manifestación vista nunca en Egipto, la del 30 de junio de 2013. Una vez más se repite el escenario desarrollado en febrero de 2011. El ejército interviene para derrocar al presidente.
El hecho de que Morsi haya sido elegido en unas elecciones libres, a diferencia de Mubarak, no cambia que en los dos casos, se trate de un golpe. Este hecho no se modifica porque Morsi perdiera su legitimidad tras haber sido elegido en unas elecciones relativamente libres y equitativas. Fue elegido en circunstancias revolucionarias con un mandato del pueblo y traicionó este mandato. En consecuencia, el pueblo deseaba deshacerse de él. En este sentido, era el resultado de un movimiento de masas que ejercía el derecho profundamente democrático de revocar a alguien elegido oficialmente.
El problema actual en Egipto es que solo hay dos fuerzas importantes organizadas. La primera, sin duda, es el ejército, columna vertebral del antiguo régimen que al mismo tiempo es una fuerza social y política, no únicamente solo una institución militar. La segunda, que se opone al antiguo régimen, está formada por los Hermanos Musulmanes con su inmensa maquinaria organizativa.
Los jóvenes del movimiento Tamarod (Rebelión) lograron iniciar una movilización gigantesca pero no tenían capacidad organizativa para derrocar a Morsi que era apoyado por el considerable aparato político de los Hermanos Musulmanes. A semejanza de lo ocurrido en 2011, el movimiento popular se apoyó en el ejército para derrocar al presidente.
Por supuesto, el ejército utilizaba el movimiento de masas contra Morsi como una posibilidad para deshacerse de él, porque consideraba que el intento de los Hermanos Musulmanes de alcanzar el control sobre el Estado era una amenaza mayor; del mismo modo, la influencia de la Cofradía en los mecanismos de poder era sentida como una amenaza por los liberales y por el conjunto de la izquierda.
El problema mayor es que de ahí en adelante, más que en 2011, una parte significativa de la población se hace ilusiones respecto al ejército como si, de alguna manera, fuera una institución al servicio del pueblo que interviene para ejecutar su voluntad. Sin duda, es una idea aberrante. El ejército no es exactamente un instrumento del pueblo. El ejército, en muchos sentidos, es una herramienta del antiguo régimen pero, también, defiende ante todo sus propios intereses.
Como institución, el ejército controla una inmensa parte de la economía: se estima que cerca de un tercio del PIB. Está muy comprometido en la defensa del conjunto de prerrogativas y privilegios de los que ha disfrutado a lo largo de los decenios precedentes. Esto lo hemos visto de forma muy clara en las recientes discusiones sobre la Constitución, en las que el ejército se ha implicado al máximo para garantizar sus privilegios, así como un elevado estatus que le garantice que ninguna otra institución -sea el presidente, el parlamento o cualquier otra- pueda inmiscuirse en lo que él considera sus propios asuntos.
Para volver a tu primera pregunta, la euforia de 2011 se ha transformado en decepción hasta tal punto que muchos han empezado a publicar esquelas de la revolución egipcia; incluso aseguran que no hubo revolución. Pero la idea de que lo que se inició en 2010, más tarde terminó y de que hemos vuelto al punto de partida, o a algo peor, es completamente errónea.
Las principales cuestiones en Egipto son de índole social y económica. Tienen una gran carga explosiva. Sin embargo, los militares no tienen una orientación sobre la manera de hacer frente a estas reivindicaciones que no sea reprimirlas. De modo que aunque hay muchas ilusiones en el general Abdel Fattah Al-Sissi, jefe del ejército, la creencia de que esta percepción durará es una muestra de miopía política.
Es obvio que las tensiones volverán. Ya ha habido una reanudación de las luchas sociales, de las huelgas y de las luchas obreras así como crecientes conflictos entre la amplia coalición que se opuso a los Hermanos Musulmanes. Muchos de los que se movilizaron en la calle contra Morsi el 30 de junio son contrarios a lo que el ejército intenta imponer.
-Como has indicado, algunos observadores sobre Oriente Medio aseguraron que no hubo ninguna revolución en Egipto -ni en la región- porque no hubo transferencia del poder político de una clase a otra. ¿Qué responderías?
-El término “revolución” se aplica a diferentes formas de transición pero las revoluciones comparten características comunes en lo que implican de participación de mucha gente en el derrocamiento de las formas políticas institucionalizadas del momento.
Una revolución adquiere el carácter de insurrección, que a veces conduce a un cambio profundo y radical e implica el cambio de la clase social que detenta el poder político dominante. Pero si colocamos el listón tan alto, solo se puede aplicar a un número muy reducido de episodios históricos.
Si una movilización de masas expulsa a un presidente, incluso si se combina con un golpe, la percepción de quienes están implicados de que participan en una revolución es cierta. El orgullo de haberse implicado en una revolución es incontestable. El elemento esencial en lo que respecta a los acontecimientos de la región árabe es que, efectivamente, se trata de un largo proceso revolucionario.
La mayoría de las revoluciones históricas son procesos muy largos, más aún cuando el proceso afecta a toda una zona geopolítica. Pero incluso si se centra en un solo país, es evidente que las revoluciones no se desarrollan en unos días o semanas.
La Revolución francesa o la Revolución inglesa se desarrollaron durante varios años o decenios según cuando se considere el final. Es importante abarcar el conjunto del proceso histórico y, aún cuando, más o menos, se pueda determinar la fecha de inicio queda un largo proceso de cambio.
Si el problema central de Egipto consiste en que el desarrollo está bloqueado por una estructura sociopolítica especial, es obvio que no hay otra manera de desbloquear esta situación más que derribando esta estructura. Sustituir esta estructura por un poder sociopolítico progresista, no desembocará necesariamente en una transformación socialista aunque esta pueda estar en el horizonte histórico. Si el derrocamiento del capitalismo egipcio de los “compinches” lleva, por ejemplo, a la aparición de un orden político que posea algunas semejanzas con el chavismo de Venezuela, sería ya un cambio importante de la estructura sociopolítica.
Por ahora, lo que está en juego es el derrocamiento de la estructura sociopolítica que está actualmente en el poder y su sustitución por otra diferente. Para que esto se produzca, es necesario tener claro que es necesario cambiar. La estructura sociopolítica dominante, lo mismo que todo el poder social, está sostenido por el ejército. Para apartar este obstáculo, el movimiento de masas, debe de estar en condiciones de convencer a los soldados para no ser utilizados en la defensa del antiguo régimen.
Para conseguir este objetivo, es indispensable actuar a favor de un movimiento de masas que tenga un cierto grado de organización, de coordinación y de claridad estratégica. En este momento no existe este tipo de fuerza organizada. Y no se conseguirá en semanas o meses. Esa es la razón por la que las revoluciones son procesos largos.
Históricamente, la experiencia rusa de 1917 -donde existía un partido revolucionario como el partido bolchevique desde antes de la crisis revolucionaria que fue capaz de crecer muy rápidamente y alcanzar la toma del poder- es más una excepción que la regla. En los países árabes, hoy no nos encontramos en esa situación.
La fuerza organizada a favor de un cambio progresista está por construir. Quizás solo hay un país de la región árabe en el que semejante fuerza ya existe hasta un cierto punto. Se trata de Túnez. El movimiento obrero tunecino está organizado y es muy potente. Por el contrario, lo que falta es claridad estratégica en la izquierda.
-El desafío revolucionario al régimen sirio parece enfrentarse a circunstancias todavía más difíciles. ¿Cómo se puede entender esto?
-Siria es una ilustración trágica de una de las características compartidas por las revueltas árabes en general, es decir, el desafío de múltiples y sucesivas contrarrevoluciones. Es una exigencia de lo movimientos revolucionarios hacer frente al desafío contrarrevolucionario del antiguo régimen pero en esta región solo se está al inicio.
Además de la contrarrevolución organizada por el Estado, hay que añadir el papel regional jugado por las monarquías petroleras del Golfo árabe-iraní. Por añadidura, existe una contrarrevolución internacional, representada en la región, sobre todo, por Estados Unidos. Pero en el caso de Siria, están también Rusia e Irán, que son los principales valedores del régimen sirio.
A esta combinación de fuerzas contrarrevolucionarias locales, regionales e internacionales, hay que añadir algo aún más pernicioso: el hecho de que una parte de las fuerzas –que emergen en el curso del levantamiento popular y que aparecen como participantes en la revolución- tienen un programa reaccionario. Hablo de las fuerzas islamistas fundamentalistas. Se trata o de Hermanos Musulmanes o de salafistas o de algunos elementos yihadistas, fuerzas que han proliferado en la región desde los años 70 y 80 del siglo pasado.
Han llegado a aprovecharse de una parte importante del resentimiento popular debido a la decadencia de las fuerzas de izquierda: los nacionalistas de izquierda, los comunistas y otros. Este vacío ha sido ocupado por las corrientes fundamentalistas que, en realidad, son fuerzas reaccionarias y no progresistas. En el caso de que se opongan a los regímenes existentes, no lo hacen con un programa progresista sino con un programa reaccionario basado en la religión lo que se traduce en una ideología socialmente reaccionaria.
Desde le comienzo de las revueltas, Estados Unidos se ha enfrentado al espinoso problema de saber cómo responder, especialmente cuando el objetivo de las revueltas eran aliados suyos, como el régimen de Mubarak en Egipto. De forma general, Washington ha intentado renovar el tipo de relación que tuvo en el pasado, entre 1950 y 1980 cuando estas dos entidades se asociaron en su oposición a cualquier fuerza considerada de izquierdas o progresista en la región, con los Hermanos Musulmanes.
En 2011, Estados Unidos apostó fundamentalmente por que estas fuerzas conservadoras estuvieran en condiciones de actuar como aliadas en el esfuerzo por minar la dinámica revolucionaria desde dentro, en la medida en que los regímenes locales fracasaran en parar el movimiento revolucionario por medio de la represión, de las reformas, de la cooptación o de alguna combinación de todo estos elementos.
En el caso de Siria, Estados Unidos ha desplegado la misma estrategia que en Egipto y en todos lados. Consistía en impedir que el movimiento revolucionario se hiciera demasiado radical, de intentar mantenerlo dentro de los límites establecidos.
Bajo esta perspectiva, hacen una llamada a las lecciones de Irak. En Irak, la opción rechazada por la administración Bush era la correcta si se consideran los objetivos del imperialismo americano; y es lo que Washington considera hoy acertado. Esta opción era el “saddamismo”, sin Saddam, en otras palabras, el mantenimiento del estado de Baas y de diversas estructuras del antiguo régimen pero sin Saddam Hussein al frente.
Se trata del mismo plan de Estados Unidos para Siria hoy: assadismo sin Assad. De hecho, es lo que contempla para todos los países de la región en los que las revueltas alcanzan un punto que no permite la continuidad del antiguo régimen.
Eso es lo fundamental que ha intentado conseguir en Egipto y ya vemos todas las contradicciones que eso implica. De hecho, es lo que hace en Yemen, a través del acuerdo negociado con los saudíes, que implica el fracaso de las aspiraciones fundamentales de los jóvenes, de las masas y de los trabajadores que participaron en el levantamiento yemení. Es la razón que explica que la movilización de masas continua, erre que erre, en este país.
En Siria, su perspectiva preferida es la de imponer una especie de acuerdo que preserve las estructuras clave del régimen pero, con el fin de preservar alguna credibilidad, la condición mínima es que Bachar el Assad se retire; como se hizo en Yemen. Seamos claros: todo esto no tiene nada que ver con la “democracia”.
Lo que se ve en Siria es una convergencia de intereses del régimen y de las monarquías petroleras que, conjuntamente, buscan desviar o diluir el carácter democrático de las revueltas y sepultarlas bajo la dominación de las fuerzas islámicas fundamentalistas.
Para las monarquías del Golfo, un levantamiento democrático y progresista en Siria -o en cualquier sitio que pueda ocurrir- es extremadamente peligroso. De modo que, si pueden oponerse a semejante levantamiento apoyando al régimen, como en Egipto y, por supuesto, en Barhein (donde incluso han intervenido militarmente para defender la monarquía), lo hacen.
Pero en las situaciones en las que no pueden sostener al régimen, la otra opción, la mejor, consiste en intentar controlar el movimiento y desactivar el potencial progresista. Las fuerzas islámicas fundamentalistas coinciden bien con este objetivo porque no representan ninguna amenaza -al menos ideológica- para las monarquías petroleras en especial para los saudíes cuya ideología oficial se basa en la interpretación fundamentalista más reaccionaria del islam.
El régimen sirio deseaba también que esas fuerzas dominasen la revuelta porque constituyen su enemigo preferido: son las mejores para disuadir a una fracción importante de la población, así como a las potencias occidentales, de apoyar el levantamiento. Esto explica por qué el régimen sirio ha sacado de la cárcel a 1000 yihadistas algunos meses después el inicio del levantamiento, en 2011. La intención del régimen era permitir que las corrientes islámicas fundamentalistas se convirtieran en la mayor fuerza de las revueltas para desacreditarlas.
Así pues, incluso si el régimen sirio y las monarquías del Golfo tienen objetivos diferentes, convergen en la estrategia. Y el resultado es el mismo. Los dos tienen un cierto interés en ver a tales fuerzas volverse dominantes en las revueltas.
Además, para el régimen sirio, era una manera de disuadir a Estados Unidos de apoyar el levantamiento. Esta estrategia era eficaz en el sentido de que permite ver hasta qué punto Washington ha mostrado su débil inclinación a suministrar cualquier apoyo real al levantamiento más allá de vagas declaraciones y de medios materiales muy limitados.
Más que nada, Washington teme una mayor radicalización de la situación y la desestabilización potencial del Golfo donde radican los mayores intereses de Estados Unidos, debido evidentemente al petróleo. Por esta razón, Estados Unidos está completamente satisfechos de ver que el régimen sirio sigue.
-¿Qué puede cambiar esta dinámica en Siria?
-Sin duda, la situación en Siria es muy trágica. La población siria está totalmente agotada. Además de las 200 000 personas muertas y del enorme número de mutiladas, hay millones de personas desplazadas y refugiadas que viven en condiciones horribles. Todo esto se ha convertido en una tragedia humanitaria de proporciones inmensas.
Los progresistas en Siria están más bien aislados mientras que las otras fuerzas disponen de diversos padrinos: el régimen tiene un fuerte apoyo de Rusia e Irán, las fuerzas fundamentalistas reciben fondos y apoyos de la parte del Golfo. Asistimos a una evolución de la situación que, sin duda, es preocupante y cuya sombría evaluación parece legítima.
Pero incluso en Siria, es fundamental pensar más allá del momento presente. No deberíamos olvidar que la inversión de la situación militar es relativamente reciente.
Hasta hace algunos meses, el régimen perdía terreno en tal proporción que llevó a Irán a intervenir masivamente para ayudarlo. Esto incluía el envío de millares de combatientes del Hizbulla libanés y de Irak para combatir al lado del régimen. Esto permitió al régimen darle la vuelta a la dinámica en el frente militar y lanzar una contraofensiva que estaba acompañada de una visibilidad creciente, si no hegemónica, de las fuerzas islámicas en el seno de la oposición armada.
Siempre existe un potencial para que un movimiento progresista y democrático se vuelva a manifestar otra vez como lo hizo a lo largo del primer año y más allá del levantamiento. Este movimiento sigue ahí siempre. La población siria no ha sido seducida, de ninguna manera, por las órdenes y disposiciones de las fuerzas fundamentalistas.
Mientras haya un conflicto armado quienes tienen los medios dominarán sobre el terreno. Pero en un cierto momento, la lucha armada cesará y la crisis social y económica se reafirmará así como las aspiraciones sociales de quienes se levantaron al comienzo. Este potencial en Siria -el potencial progresista, el potencial democrático- es más bien fuerte, de la misma forma que lo es en toda la región.
En definitiva, no son otra cosa que las fases en un proceso revolucionario de larga duración. Desde ese punto de vista, creo que el elemento clave es que en 2011 prendimos fuego al conjunto del orden despótico y reaccionario que reinó en la región durante decenios y que parecía que se quedaría para toda la eternidad. Las llamas del cambio revolucionario se expandieron y no será fácil apagarlas.
Pero también se liberaron distintas fuerzas reaccionarias y, desgraciadamente, no hay ninguna certeza de que todo acabe en la victoria de una perspectivas progresistas en toda la región. También puede haber derrotas mayores y retrocesos reaccionarios, si no regresiones históricas. No obstante, el elemento clave es que el proceso se ha desencadenado y que es una época para la acción, para la organización, así como para la clarificación política y estratégica.
De esta manera, muchos observadores alejados de la zona, simplemente traducen los acontecimientos más recientes y hablan de ellos como si representasen el desenlace del proceso. Es esencial rechazar esa tendencia e insertarse en el proceso tal como se desarrolla así como luchar para orientarlo hacia un resultado progresista.
* Nota de Correspondencia de Prensa: Nacido en Líbano. Profesor en la School of Oriental and African Studies de la Universidad de Londres y activista en la solidaridad con las luchas de los movimietos sociales y la izquierda anticapitalista de los países árabes. Autor de numerosos libros sobre el tema, su más reciente obra es Le peuple veut. Une exploration radicale du soulevement arabe (El pueblo puede. Una exploración radical del levantamiento árabe), Sindbad-Actes Sud, París, 2013.
Fuente original: http://badiltawri.wordpress.com/
Tradución de Viento Sur http://vientosur.info/
-Gilbert Achcar: Creo que la euforia suscitada a principios de 2011 de hecho estaba injustificada, lo mismo que la visión lúgubre que se puede encontrar más tarde. Se trata, más bien, de reacciones impresionistas ante los acontecimientos.
El movimiento inicial del levantamiento de masas con inmensas movilizaciones en varios países suscitó, sin duda, muchas esperanzas. Es comprensible. Pero era y sigue siendo importante reconocer que lo que está en juego es algo más que cambiar la forma del régimen político, lo que se llama una transición democrática. Últimamente, estas revueltas se enfrentan al desafío de cómo lograr cambios más radicales frente al núcleo duro del Estado que está formado por las fuerzas armadas.
Es una coraza mucho más difícil de romper que el retrato de Mubarak en Egipto o Ben Ali en Túnez durante las primeras semanas de la insurrección. Las movilizaciones de masas llegaron a derrocar a los dirigentes de esos dos países pero el “Estado profundo”, la columna vertebral del antiguo régimen, sigue ahí, lo que significa que el antiguo régimen sigue bien asentado y que hay más continuidad que cambios entre las condiciones que existen hoy y las que existían antes.
En un país como Siria, en el que las fuerzas armadas están vinculadas orgánicamente a la familia reinante, incluso esta etapa inicial de derrocamiento del régimen no puede llevarse a cabo sin deshacer el núcleo duro del Estado; de esta manera, en Siria, hemos visto evolucionar los acontecimientos inexorablemente hacia una guerra civil después de varios meses de represión cada vez más sanguinaria contra una insurrección desarmada.
En estos tres países, las dificultades son inmensas. En ninguno de ellos se trataría de un proceso breve -menos aún de una “primavera”- que acabaría con la organización de elecciones libres como en el caso de Egipto y Túnez.
El elemento clave que hay que tener en cuenta es que en 2011 se inició un proceso revolucionario a largo plazo, que tiene su origen en decenios de estrangulamiento económico debido a la naturaleza del régimen social imperante. En realidad, nos encontramos en las primeras etapas de este proceso revolucionario. Se prolongará durante muchos años, si no son decenios.
Sin duda, sigue habiendo espacio para la esperanza mientras la determinación del movimiento de masas perdure en su voluntad de conseguir los principales objetivos sociales que, al inicio, movieron a la mayoría de las personas que participaron en las revueltas. Pero debiera ser una esperanza realista, junto con la auténtica compresión de las dificultades de la tarea.
-¿Nos puedes decir algo más sobre los desafíos de Egipto?
-Lo que se produjo en Egipto en 2011 era un cambio superficial. Solo se cortó la punta del iceberg: la familia de Mubarak y sus acólitos más próximos. Eso fue todo. No debiéramos olvidar que Mubarak fue derrocado por un levantamiento de masas pero combinado con un golpe militar.
Lo que se produjo el 11 de febrero de 2011 quizás pueda ser calificado mejor como un golpe, parecido al que vimos el 3 de julio de 2013, en el sentido de que el ejército apartó a Mubarak del poder para tomarlo directamente en sus manos. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) tomó el poder como junta militar; por tanto, era un golpe militar en su sentido más clásico, ejecutado con el telón de fondo de una inmensa movilización de masas.
Incluso antes del golpe, en el momento álgido, puse en guardia de una vez por todas contra las esperanzas en el ejército, porque es la verdadera columna vertebral del Estado egipcio desde hace varios decenios. La idea de que la situación contra la que se levantaba el pueblo egipcio cambiaría por la mera retirada de Mubarak era una ilusión falsa; más aún debido al hecho de que fue derrocado por miembros de la columna vertebral de su régimen.
En realidad, el derrocamiento de Murabak estaba destinado a preservar la continuidad del Estado. Se trataba, pues, de un golpe conservador. En el caso egipcio, intentar salvar el régimen sacrificando su cabeza era posible por la relativamente acentuada institucionalización del Estado. En otras palabras: la institución es más importante que su dirigente.
El propio dirigente no era más que un producto de la institución, es decir, el ejército. Esta característica del Estado egipcio se puede aplicar igualmente al Estado tunecino. Sin embargo, en la mayoría de los estados de la zona, como las monarquías petroleras o las monarquías que ellas mismas se denominan “repúblicas” como la de Libia o la de Siria o en su caso, el Irak de Sadam Hussein antes de que el régimen fuera derrocado por Estados Unidos, esta característica no existe.
No obstante, en Egipto era obvio que el golpe no pondría fin a la agitación. En efecto, después de un breve periodo de euforia, el pueblo tuvo que hacer frente a la dura realidad de la continuidad del régimen. Se alzó contra esto una vez más, y asistimos a múltiples movilizaciones a partir de finales de 2011.
De nuevo, la situación era muy tensa en Egipto. Luego se produjo la elección de los Hermanos Musulmanes y de Mohamed Morsi como presidente. Morsi fue el ganador en la segunda vuelta de las presidenciales porque los electores querían impedir que el antiguo régimen se impusiera de nuevo (con su candidato Ahmed Chafik). Morsi contó con muchos electores que no habían votado por él en la primera vuelta. En la segunda vuelta era la opción por defecto.
Para estos últimos, lo mismo que para la mayor parte de lo que le votaron en la primera vuelta con la esperanza de que los Hermanos Musulmanes resolvieran los problemas clave del país, en especial en el ámbito social y económico, Morsi suscitó una considerable decepción.
Además, los Hermanos Musulmanes se comportaron con tal arrogancia, que todo el mundo acabó por estar convencido de que intentaban apoderarse del control de todas las instituciones del Estado. Esto suscitó grandes temores en las otras fuerzas: los hermanos Musulmanes incluso llegaron a enajenar otras corrientes islamistas fundamentalistas como los salafistas.
La cólera contra Morsi volvió a activar ell movimiento de masas, tanto las huelgas obreras como, en general, otras luchas y conflictos sociales. Todo ello culminó en la más grande manifestación vista nunca en Egipto, la del 30 de junio de 2013. Una vez más se repite el escenario desarrollado en febrero de 2011. El ejército interviene para derrocar al presidente.
El hecho de que Morsi haya sido elegido en unas elecciones libres, a diferencia de Mubarak, no cambia que en los dos casos, se trate de un golpe. Este hecho no se modifica porque Morsi perdiera su legitimidad tras haber sido elegido en unas elecciones relativamente libres y equitativas. Fue elegido en circunstancias revolucionarias con un mandato del pueblo y traicionó este mandato. En consecuencia, el pueblo deseaba deshacerse de él. En este sentido, era el resultado de un movimiento de masas que ejercía el derecho profundamente democrático de revocar a alguien elegido oficialmente.
El problema actual en Egipto es que solo hay dos fuerzas importantes organizadas. La primera, sin duda, es el ejército, columna vertebral del antiguo régimen que al mismo tiempo es una fuerza social y política, no únicamente solo una institución militar. La segunda, que se opone al antiguo régimen, está formada por los Hermanos Musulmanes con su inmensa maquinaria organizativa.
Los jóvenes del movimiento Tamarod (Rebelión) lograron iniciar una movilización gigantesca pero no tenían capacidad organizativa para derrocar a Morsi que era apoyado por el considerable aparato político de los Hermanos Musulmanes. A semejanza de lo ocurrido en 2011, el movimiento popular se apoyó en el ejército para derrocar al presidente.
Por supuesto, el ejército utilizaba el movimiento de masas contra Morsi como una posibilidad para deshacerse de él, porque consideraba que el intento de los Hermanos Musulmanes de alcanzar el control sobre el Estado era una amenaza mayor; del mismo modo, la influencia de la Cofradía en los mecanismos de poder era sentida como una amenaza por los liberales y por el conjunto de la izquierda.
El problema mayor es que de ahí en adelante, más que en 2011, una parte significativa de la población se hace ilusiones respecto al ejército como si, de alguna manera, fuera una institución al servicio del pueblo que interviene para ejecutar su voluntad. Sin duda, es una idea aberrante. El ejército no es exactamente un instrumento del pueblo. El ejército, en muchos sentidos, es una herramienta del antiguo régimen pero, también, defiende ante todo sus propios intereses.
Como institución, el ejército controla una inmensa parte de la economía: se estima que cerca de un tercio del PIB. Está muy comprometido en la defensa del conjunto de prerrogativas y privilegios de los que ha disfrutado a lo largo de los decenios precedentes. Esto lo hemos visto de forma muy clara en las recientes discusiones sobre la Constitución, en las que el ejército se ha implicado al máximo para garantizar sus privilegios, así como un elevado estatus que le garantice que ninguna otra institución -sea el presidente, el parlamento o cualquier otra- pueda inmiscuirse en lo que él considera sus propios asuntos.
Para volver a tu primera pregunta, la euforia de 2011 se ha transformado en decepción hasta tal punto que muchos han empezado a publicar esquelas de la revolución egipcia; incluso aseguran que no hubo revolución. Pero la idea de que lo que se inició en 2010, más tarde terminó y de que hemos vuelto al punto de partida, o a algo peor, es completamente errónea.
Las principales cuestiones en Egipto son de índole social y económica. Tienen una gran carga explosiva. Sin embargo, los militares no tienen una orientación sobre la manera de hacer frente a estas reivindicaciones que no sea reprimirlas. De modo que aunque hay muchas ilusiones en el general Abdel Fattah Al-Sissi, jefe del ejército, la creencia de que esta percepción durará es una muestra de miopía política.
Es obvio que las tensiones volverán. Ya ha habido una reanudación de las luchas sociales, de las huelgas y de las luchas obreras así como crecientes conflictos entre la amplia coalición que se opuso a los Hermanos Musulmanes. Muchos de los que se movilizaron en la calle contra Morsi el 30 de junio son contrarios a lo que el ejército intenta imponer.
-Como has indicado, algunos observadores sobre Oriente Medio aseguraron que no hubo ninguna revolución en Egipto -ni en la región- porque no hubo transferencia del poder político de una clase a otra. ¿Qué responderías?
-El término “revolución” se aplica a diferentes formas de transición pero las revoluciones comparten características comunes en lo que implican de participación de mucha gente en el derrocamiento de las formas políticas institucionalizadas del momento.
Una revolución adquiere el carácter de insurrección, que a veces conduce a un cambio profundo y radical e implica el cambio de la clase social que detenta el poder político dominante. Pero si colocamos el listón tan alto, solo se puede aplicar a un número muy reducido de episodios históricos.
Si una movilización de masas expulsa a un presidente, incluso si se combina con un golpe, la percepción de quienes están implicados de que participan en una revolución es cierta. El orgullo de haberse implicado en una revolución es incontestable. El elemento esencial en lo que respecta a los acontecimientos de la región árabe es que, efectivamente, se trata de un largo proceso revolucionario.
La mayoría de las revoluciones históricas son procesos muy largos, más aún cuando el proceso afecta a toda una zona geopolítica. Pero incluso si se centra en un solo país, es evidente que las revoluciones no se desarrollan en unos días o semanas.
La Revolución francesa o la Revolución inglesa se desarrollaron durante varios años o decenios según cuando se considere el final. Es importante abarcar el conjunto del proceso histórico y, aún cuando, más o menos, se pueda determinar la fecha de inicio queda un largo proceso de cambio.
Si el problema central de Egipto consiste en que el desarrollo está bloqueado por una estructura sociopolítica especial, es obvio que no hay otra manera de desbloquear esta situación más que derribando esta estructura. Sustituir esta estructura por un poder sociopolítico progresista, no desembocará necesariamente en una transformación socialista aunque esta pueda estar en el horizonte histórico. Si el derrocamiento del capitalismo egipcio de los “compinches” lleva, por ejemplo, a la aparición de un orden político que posea algunas semejanzas con el chavismo de Venezuela, sería ya un cambio importante de la estructura sociopolítica.
Por ahora, lo que está en juego es el derrocamiento de la estructura sociopolítica que está actualmente en el poder y su sustitución por otra diferente. Para que esto se produzca, es necesario tener claro que es necesario cambiar. La estructura sociopolítica dominante, lo mismo que todo el poder social, está sostenido por el ejército. Para apartar este obstáculo, el movimiento de masas, debe de estar en condiciones de convencer a los soldados para no ser utilizados en la defensa del antiguo régimen.
Para conseguir este objetivo, es indispensable actuar a favor de un movimiento de masas que tenga un cierto grado de organización, de coordinación y de claridad estratégica. En este momento no existe este tipo de fuerza organizada. Y no se conseguirá en semanas o meses. Esa es la razón por la que las revoluciones son procesos largos.
Históricamente, la experiencia rusa de 1917 -donde existía un partido revolucionario como el partido bolchevique desde antes de la crisis revolucionaria que fue capaz de crecer muy rápidamente y alcanzar la toma del poder- es más una excepción que la regla. En los países árabes, hoy no nos encontramos en esa situación.
La fuerza organizada a favor de un cambio progresista está por construir. Quizás solo hay un país de la región árabe en el que semejante fuerza ya existe hasta un cierto punto. Se trata de Túnez. El movimiento obrero tunecino está organizado y es muy potente. Por el contrario, lo que falta es claridad estratégica en la izquierda.
-El desafío revolucionario al régimen sirio parece enfrentarse a circunstancias todavía más difíciles. ¿Cómo se puede entender esto?
-Siria es una ilustración trágica de una de las características compartidas por las revueltas árabes en general, es decir, el desafío de múltiples y sucesivas contrarrevoluciones. Es una exigencia de lo movimientos revolucionarios hacer frente al desafío contrarrevolucionario del antiguo régimen pero en esta región solo se está al inicio.
Además de la contrarrevolución organizada por el Estado, hay que añadir el papel regional jugado por las monarquías petroleras del Golfo árabe-iraní. Por añadidura, existe una contrarrevolución internacional, representada en la región, sobre todo, por Estados Unidos. Pero en el caso de Siria, están también Rusia e Irán, que son los principales valedores del régimen sirio.
A esta combinación de fuerzas contrarrevolucionarias locales, regionales e internacionales, hay que añadir algo aún más pernicioso: el hecho de que una parte de las fuerzas –que emergen en el curso del levantamiento popular y que aparecen como participantes en la revolución- tienen un programa reaccionario. Hablo de las fuerzas islamistas fundamentalistas. Se trata o de Hermanos Musulmanes o de salafistas o de algunos elementos yihadistas, fuerzas que han proliferado en la región desde los años 70 y 80 del siglo pasado.
Han llegado a aprovecharse de una parte importante del resentimiento popular debido a la decadencia de las fuerzas de izquierda: los nacionalistas de izquierda, los comunistas y otros. Este vacío ha sido ocupado por las corrientes fundamentalistas que, en realidad, son fuerzas reaccionarias y no progresistas. En el caso de que se opongan a los regímenes existentes, no lo hacen con un programa progresista sino con un programa reaccionario basado en la religión lo que se traduce en una ideología socialmente reaccionaria.
Desde le comienzo de las revueltas, Estados Unidos se ha enfrentado al espinoso problema de saber cómo responder, especialmente cuando el objetivo de las revueltas eran aliados suyos, como el régimen de Mubarak en Egipto. De forma general, Washington ha intentado renovar el tipo de relación que tuvo en el pasado, entre 1950 y 1980 cuando estas dos entidades se asociaron en su oposición a cualquier fuerza considerada de izquierdas o progresista en la región, con los Hermanos Musulmanes.
En 2011, Estados Unidos apostó fundamentalmente por que estas fuerzas conservadoras estuvieran en condiciones de actuar como aliadas en el esfuerzo por minar la dinámica revolucionaria desde dentro, en la medida en que los regímenes locales fracasaran en parar el movimiento revolucionario por medio de la represión, de las reformas, de la cooptación o de alguna combinación de todo estos elementos.
En el caso de Siria, Estados Unidos ha desplegado la misma estrategia que en Egipto y en todos lados. Consistía en impedir que el movimiento revolucionario se hiciera demasiado radical, de intentar mantenerlo dentro de los límites establecidos.
Bajo esta perspectiva, hacen una llamada a las lecciones de Irak. En Irak, la opción rechazada por la administración Bush era la correcta si se consideran los objetivos del imperialismo americano; y es lo que Washington considera hoy acertado. Esta opción era el “saddamismo”, sin Saddam, en otras palabras, el mantenimiento del estado de Baas y de diversas estructuras del antiguo régimen pero sin Saddam Hussein al frente.
Se trata del mismo plan de Estados Unidos para Siria hoy: assadismo sin Assad. De hecho, es lo que contempla para todos los países de la región en los que las revueltas alcanzan un punto que no permite la continuidad del antiguo régimen.
Eso es lo fundamental que ha intentado conseguir en Egipto y ya vemos todas las contradicciones que eso implica. De hecho, es lo que hace en Yemen, a través del acuerdo negociado con los saudíes, que implica el fracaso de las aspiraciones fundamentales de los jóvenes, de las masas y de los trabajadores que participaron en el levantamiento yemení. Es la razón que explica que la movilización de masas continua, erre que erre, en este país.
En Siria, su perspectiva preferida es la de imponer una especie de acuerdo que preserve las estructuras clave del régimen pero, con el fin de preservar alguna credibilidad, la condición mínima es que Bachar el Assad se retire; como se hizo en Yemen. Seamos claros: todo esto no tiene nada que ver con la “democracia”.
Lo que se ve en Siria es una convergencia de intereses del régimen y de las monarquías petroleras que, conjuntamente, buscan desviar o diluir el carácter democrático de las revueltas y sepultarlas bajo la dominación de las fuerzas islámicas fundamentalistas.
Para las monarquías del Golfo, un levantamiento democrático y progresista en Siria -o en cualquier sitio que pueda ocurrir- es extremadamente peligroso. De modo que, si pueden oponerse a semejante levantamiento apoyando al régimen, como en Egipto y, por supuesto, en Barhein (donde incluso han intervenido militarmente para defender la monarquía), lo hacen.
Pero en las situaciones en las que no pueden sostener al régimen, la otra opción, la mejor, consiste en intentar controlar el movimiento y desactivar el potencial progresista. Las fuerzas islámicas fundamentalistas coinciden bien con este objetivo porque no representan ninguna amenaza -al menos ideológica- para las monarquías petroleras en especial para los saudíes cuya ideología oficial se basa en la interpretación fundamentalista más reaccionaria del islam.
El régimen sirio deseaba también que esas fuerzas dominasen la revuelta porque constituyen su enemigo preferido: son las mejores para disuadir a una fracción importante de la población, así como a las potencias occidentales, de apoyar el levantamiento. Esto explica por qué el régimen sirio ha sacado de la cárcel a 1000 yihadistas algunos meses después el inicio del levantamiento, en 2011. La intención del régimen era permitir que las corrientes islámicas fundamentalistas se convirtieran en la mayor fuerza de las revueltas para desacreditarlas.
Así pues, incluso si el régimen sirio y las monarquías del Golfo tienen objetivos diferentes, convergen en la estrategia. Y el resultado es el mismo. Los dos tienen un cierto interés en ver a tales fuerzas volverse dominantes en las revueltas.
Además, para el régimen sirio, era una manera de disuadir a Estados Unidos de apoyar el levantamiento. Esta estrategia era eficaz en el sentido de que permite ver hasta qué punto Washington ha mostrado su débil inclinación a suministrar cualquier apoyo real al levantamiento más allá de vagas declaraciones y de medios materiales muy limitados.
Más que nada, Washington teme una mayor radicalización de la situación y la desestabilización potencial del Golfo donde radican los mayores intereses de Estados Unidos, debido evidentemente al petróleo. Por esta razón, Estados Unidos está completamente satisfechos de ver que el régimen sirio sigue.
-¿Qué puede cambiar esta dinámica en Siria?
-Sin duda, la situación en Siria es muy trágica. La población siria está totalmente agotada. Además de las 200 000 personas muertas y del enorme número de mutiladas, hay millones de personas desplazadas y refugiadas que viven en condiciones horribles. Todo esto se ha convertido en una tragedia humanitaria de proporciones inmensas.
Los progresistas en Siria están más bien aislados mientras que las otras fuerzas disponen de diversos padrinos: el régimen tiene un fuerte apoyo de Rusia e Irán, las fuerzas fundamentalistas reciben fondos y apoyos de la parte del Golfo. Asistimos a una evolución de la situación que, sin duda, es preocupante y cuya sombría evaluación parece legítima.
Pero incluso en Siria, es fundamental pensar más allá del momento presente. No deberíamos olvidar que la inversión de la situación militar es relativamente reciente.
Hasta hace algunos meses, el régimen perdía terreno en tal proporción que llevó a Irán a intervenir masivamente para ayudarlo. Esto incluía el envío de millares de combatientes del Hizbulla libanés y de Irak para combatir al lado del régimen. Esto permitió al régimen darle la vuelta a la dinámica en el frente militar y lanzar una contraofensiva que estaba acompañada de una visibilidad creciente, si no hegemónica, de las fuerzas islámicas en el seno de la oposición armada.
Siempre existe un potencial para que un movimiento progresista y democrático se vuelva a manifestar otra vez como lo hizo a lo largo del primer año y más allá del levantamiento. Este movimiento sigue ahí siempre. La población siria no ha sido seducida, de ninguna manera, por las órdenes y disposiciones de las fuerzas fundamentalistas.
Mientras haya un conflicto armado quienes tienen los medios dominarán sobre el terreno. Pero en un cierto momento, la lucha armada cesará y la crisis social y económica se reafirmará así como las aspiraciones sociales de quienes se levantaron al comienzo. Este potencial en Siria -el potencial progresista, el potencial democrático- es más bien fuerte, de la misma forma que lo es en toda la región.
En definitiva, no son otra cosa que las fases en un proceso revolucionario de larga duración. Desde ese punto de vista, creo que el elemento clave es que en 2011 prendimos fuego al conjunto del orden despótico y reaccionario que reinó en la región durante decenios y que parecía que se quedaría para toda la eternidad. Las llamas del cambio revolucionario se expandieron y no será fácil apagarlas.
Pero también se liberaron distintas fuerzas reaccionarias y, desgraciadamente, no hay ninguna certeza de que todo acabe en la victoria de una perspectivas progresistas en toda la región. También puede haber derrotas mayores y retrocesos reaccionarios, si no regresiones históricas. No obstante, el elemento clave es que el proceso se ha desencadenado y que es una época para la acción, para la organización, así como para la clarificación política y estratégica.
De esta manera, muchos observadores alejados de la zona, simplemente traducen los acontecimientos más recientes y hablan de ellos como si representasen el desenlace del proceso. Es esencial rechazar esa tendencia e insertarse en el proceso tal como se desarrolla así como luchar para orientarlo hacia un resultado progresista.
* Nota de Correspondencia de Prensa: Nacido en Líbano. Profesor en la School of Oriental and African Studies de la Universidad de Londres y activista en la solidaridad con las luchas de los movimietos sociales y la izquierda anticapitalista de los países árabes. Autor de numerosos libros sobre el tema, su más reciente obra es Le peuple veut. Une exploration radicale du soulevement arabe (El pueblo puede. Una exploración radical del levantamiento árabe), Sindbad-Actes Sud, París, 2013.
Fuente original: http://badiltawri.wordpress.com/
Tradución de Viento Sur http://vientosur.info/
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