Un inestable monstruo geopolítico de fronteras porosas ha emergido de las cenizas de la ‘primavera árabe’ y en torno al Estado Islámico
Está surgiendo un nuevo Oriente Próximo, lleno de novedades geopolíticas y también de negros presagios respecto a la estabilidad y la paz en la región y en el vecindario más amplio en el que se encuentra Europa. Empezó a nacer hace cinco años, cuando cayeron tres dictadores en Egipto, Libia y Túnez y estalló la guerra civil en Siria, pero este 2015 ha mostrado ya su rostro entero, caótico y amenazante.
Sus fronteras, cada vez más porosas e incontroladas, tanto para los terroristas como para los civiles que huyen de la guerra, han sido anuladas incluso por la organización terrorista ahora hegemónica, el autodenominado Estado Islámico (ISIS), que se ha instalado entre Siria e Irak, en un territorio del tamaño de Bélgica, donde viven unos 10 millones de personas, con la pretensión de superar el reparto colonial y crear un califato que imponga su autoridad sobre todos los países islámicos.
La proclamación de este califato terrorista y megalómano se produjo en 2014, pero ha sido este año cuando se ha asentado su poder y capacidad territorial, a la vez que propinaba golpes de repercusión mundial, como la toma de las ruinas de Palmira o los atentados en Sharm el Sheij, Túnez y París. La veterana Al Qaeda que rigió Bin Laden ha quedado superada por su envergadura y ambición, su capacidad para golpear en Europa e inspirar ataques en EE UU, soportar los bombardeos de las distintas coaliciones internacionales y aterrorizar con sus secuestros y atentados a las poblaciones de numerosos países islámicos de Nigeria a Bangladés.
Esta es la primera vez desde la Guerra Fría en que los países occidentales se enfrentan de nuevo a una amenaza total y existencial que, en este caso, ataca a los civiles en sus capitales, desafía su declinante hegemonía e impugna sus valores laicos y democráticos. El mito de este califato levantado por la fuerza de las armas, en una yihad como la que libraron Mahoma y sus primeros sucesores, actúa con perturbadora intensidad en el imaginario de miles de jóvenes, desde los suburbios europeos y americanos hasta las aglomeraciones del mundo musulmán.
Esta es la primera vez desde la Guerra Fría en que los países occidentales se enfrentan de nuevo a una amenaza total y existencial que, en este caso, ataca a los civiles en sus capitales
También se ha quebrado el antiguo equilibrio regional, asentado en la hegemonía de EE UU y en la función estabilizadora de los déspotas árabes, especialmente por la implosión de Siria y la fragmentación de Irak, país dividido entre los kurdos, el ISIS y la zona chií bajo influencia iraní. La nueva multipolaridad regional significa un cierto declive saudí y el ascenso persa, en un mundo que no quiere depender tanto del petróleo árabe y en cambio desea incluir a Teherán en sus relaciones internacionales, como demuestra el acuerdo sobre el desarme nuclear de Irán impulsado por EE UU y firmado en julio en Viena.
Como una versión posmoderna de la Guerra Fría entre Washington y Moscú, la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán explota la división entre chiíes y suníes en disputa por el liderazgo islámico a través de guerras por procuración, tanto en Siria como en Yemen. Nada expresa mejor la nueva correlación de fuerzas como el regreso de Rusia a la región con sus bombardeos sobre Siria, más para apoyar al dictador Bachar el Asad que para combatir al ISIS, a costa de tensar sus relaciones con Turquía, una jugada táctica con la que Putin pretende aliviar la presión occidental por la anexión de Crimea y la guerra larvada con Ucrania.
Europa y EE UU han jugado a la inhibición desde que empezó la guerra civil siria y solo han despertado ante las imágenes pavorosas de las ejecuciones del ISIS, el éxodo multitudinario de quienes quieren salvarse de las atrocidades de unos y otros y, sobre todo, el miedo a los atentados en su propio territorio. El vacío dejado por los occidentales es el imán que atrae el protagonismo ruso y estimula las ansias de las potencias regionales emergentes cada una en busca de su propia hegemonía.
La rivalidad entre Arabia Saudí e Irán explota la división entre chiíes y suníes en disputa por el liderazgo islámico a través de guerras por procuración, tanto en Siria como en Yemen
Israel ha seguido esta crisis casi en silencio, salvo alguna acción muy concreta en la frontera siria y sus permanentes muestras de preocupación por el acuerdo nuclear con Irán, en sintonía con los saudíes. Aunque el ISIS no actúa en territorio israelí, su inspiración se infiltra entre los jóvenes palestinos más desesperados por la colonización en Cisjordania y sobre todo por el acoso que sufren en manos de los colonos extremistas. Los ataques individuales a civiles israelíes permiten hablar de una intifada de los cuchillos, estimulada desde las redes sociales al igual que sucede con el reclutamiento de combatientes para el ISIS.
Oriente Próximo ha sido una región virulenta pero relativamente estable bajo la larga etapa de hegemonía de Washington que termina. El mundo multipolar está alumbrando una región más virulenta y terriblemente inestable, quizás un monstruo geopolítico, que concentra viejas rivalidades de la Guerra Fría con las nuevas rivalidades entre potencias emergentes y erráticas, como son Turquía, Irán y Arabia Saudí, a las que se añaden las pretensiones de otras potencias más pequeñas pero con grandes medios financieros y militares como Qatar y Emiratos Árabes Unidos.
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