“Citius, altius, fortius”.
Estas palabras pronunciadas por el barón Pierre de Coubertin en el año
1896 en Atenas se han convertido en el emblemático lema de los Juegos
Olímpicos. Su significado, “más rápido, más alto, más fuerte”, son el
reflejo de la intención del pedagogo francés de fomentar el desarrollo
de la humanidad a través del deporte y el esfuerzo, además de rescatar
el espíritu olímpico heleno de la Antigüedad. Sin embargo, su loable
intención pronto se vio afectada por los intereses de muchos de los
países participantes. Así, a lo largo de las distintas ediciones
olímpicas celebradas en el siglo XX y XXI, el nacionalismo, las
reclamaciones políticas, sociales y económicas, las enemistades entre
países y hasta el terrorismo han hecho acto de presencia en el mayor
evento deportivo que el mundo ha conocido jamás. A ello ha contribuido
poderosamente la creciente mediatización de la competición, que ha
convertido el evento en una ventana al mundo y ha permitido que en los
tiempos recientes miles de millones de personas sigan las
retransmisiones de los Juegos Olímpicos.
De utopía a realidad pervertida
No cabe duda
de que Pierre de Coubertin quería fomentar el deporte como herramienta
de cohesión y de desarrollo personal. Sin embargo, su tesis ya empezaba
marcada por una sensación profundamente extendida en la sociedad
francesa de finales del siglo XIX: la derrota frente a Alemania. El país
germano, industrializado y con tropas mejor entrenadas, había barrido
con contundencia a Francia en 1871. Uno de los factores que el barón de
Coubertin achacaba a la derrota era la peor cualificación física y
escasa camaradería de las tropas francesas. Por tanto, para paliar
semejante desventaja, insistió con firmeza en la necesidad de que la
población francesa empezase a practicar deporte, con lo que se lograría
la mejora de la condición física y surgiría cierto hermanamiento gracias
a la práctica común y popular de deportes.
Tampoco
sería justo pensar que el noble francés era un revanchista como los que
pululaban por su país y que sólo quedaron satisfechos al ver firmar a
Alemania en Versalles en 1918, aunque hubiese sido a costa de millones
de muertes. El barón de Coubertin extendió su razonamiento de la
sociedad francesa a los países entonces existentes, con la intención de
reproducir los mismos sentimientos de hermanamiento y sana
competitividad entre los estados. La primera edición, celebrada en
Atenas en 1898, es considerada todo un éxito, ya que el hecho de reunir a
14 países de tres continentes distintos en aquella época era todo un
logro. Igualmente, la infraestructura necesaria tuvo un respaldo
económico considerable, especialmente de las élites helenas, por lo que
la utopía de Coubertin no pudo empezar mejor. Sin embargo, poco duraría
ese espíritu olímpico.
Con el
tiempo, el altruismo internacional-deportivo ha quedado secuestrado. En
primer lugar por los estados participantes, que no dudan de utilizar la
cita olímpica para canalizar sus políticas exteriores o económicas,
haciendo de los Juegos una poderosa herramienta. Les siguen numerosas
empresas, que se valen de la marca creada por los Juegos Olímpicos –y
que ellos mismos fomentan de igual manera– para hacer negocio o mejorar
su imagen. Cierra el círculo el Comité Olímpico Internacional (COI), que
lejos de ser un ente desinteresado y fiel a las ideas de Coubertin, se
deja querer por estados y empresas para hacer de los Juegos un evento
espectacular y extremadamente rentable al mismo tiempo.
En la
sucesión de ediciones olímpicas, el simbolismo popular de este evento se
ha ido agrandando, algo que sin duda ha fomentado las actitudes
anteriormente comentadas. Los primeros Juegos eran competiciones
“elitistas” en el sentido más restrictivo de la palabra. No había una
difusión universal y horizontal del deporte. El fútbol se iría
convirtiendo con los años en un pionero de la democratización deportiva,
pero sólo se podía ir a ver al estadio, en uno de esos primigenios
procesos de identificación social a través de un club. Practicar un
deporte de manera habitual o profesional era caro, algo que muy poca
gente podía permitirse. Con el tiempo, las disciplinas olímpicas pasaron
de estar ejecutadas por atletas elitistas a atletas profesionales – de
la élite profesional más adelante –, lo que le imprimió mayor seriedad y
sentimiento a las competiciones. La rapidez, la fuerza, la agilidad o
la habilidad de un país se depositaban en los músculos de los enviados,
lo que infería a las pruebas el simbolismo de presenciar una auténtica
lucha entre estados; entre sociedades. La discusión sobre qué país era
mejor o peor se dejaba ahora en manos del atleta, que demostraba el
poderío nacional a través de una prueba “objetiva” – un deporte – y de
manera pacífica. Sin duda, el deporte ha sido desde comienzos del siglo
XX uno de los elementos de canalización de identidades más importantes, y
los Juegos Olímpicos son el cénit en el que cada cuatro años se
proyectan.
Un pulso cuatrienal del mundo
Desde la
primera edición olímpica ya se comprobó el tipo de dificultades que este
tipo de eventos iban a tener, y sobre todo, lo difícil que iba a ser
superarlos. La cita deportiva ateniense de 1898 tropezó con un boicot,
el turco. El todavía Imperio Otomano se negó a participar en la
competición, ya que sólo un año antes había estado en guerra con Grecia por el expansionismo irredentista heleno –
la Enosis –, y el conflicto se había saldado con una clamorosa victoria
otomana, sólo atenuada por la intervención de las potencias europeas,
que hicieron de Grecia un país semi-intervenido. Así, los primeros
Juegos Olímpicos empezaban marcados por una guerra, un estigma cuya
presencia sería habitual en las citas olímpicas a lo largo del siglo XX.
A los Juegos
de Coubertin en Atenas le seguirían en 1900 París, en 1904 la
norteamericana San Luis, Londres en 1908 y Estocolmo en 1912. La
siguiente cita, programada para 1916 en Berlín, quedaría cancelada por
la Primera Guerra Mundial. Los Juegos se interrumpían así por el motivo
que estos querían precisamente evitar.
Las
rencillas heredadas de la Gran Guerra se proyectaron en el verano de
1920 en Amberes, ya que países como Alemania, Austria, Hungría o
Turquía, vencidos todos en el conflicto armado, no fueron invitados a la
cita deportiva. El periodo de entreguerras mostraba así en el aspecto
deportivo la escasa intención de integrar a los países vencidos en una
dinámica no revanchista ni políticamente agresiva. A pesar de ello, a la
cita olímpica en Bélgica acudieron 29 países, lo que empezaba a dar una
idea de la dimensión de este movimiento.
La respuesta
alemana a su marginación post-bélica – tampoco estuvo en París 1924 –
tardó 16 años en llegar, pero llegó. Hitler organizó unos Juegos en
Berlín en 1936 que serían todo un derroche de recursos, simbolismo y
poderío económico. El Führer quiso mostrar al mundo cómo Alemania había renacido de sus cenizas,
y de paso, remarcar la condición superior de la ciudadanía alemana. Un
estadio olímpico gigantesco y el Hindenburg posado en el cielo berlinés
fue la imagen de bienvenida para las 49 delegaciones que acudieron.
Albert Speer y Joseph Goebbels fueron sus artífices, dando un paso más
allá en la fastuosidad de la siempre bien medida propaganda nazi. El
éxito del equipo olímpico germano, independientemente de momentos que
han pasado a la historia como las carreras del atleta norteamericano
Jesse Owens, fue rotundo. Hitler había conseguido su objetivo.
Las dos
siguientes ediciones, programadas para 1940 y 1944, no fueron celebradas
al encontrarse medio planeta en plena guerra. La reanudación
post-bélica de los Juegos estaría marcada por la gran lucha
político-ideológica de la segunda mitad del siglo XX como fue la Guerra
Fría; no tanto los JJOO de Londres en 1948, austeros en la organización y
tristes desde el sentimiento olímpico – Alemania volvió a ser excluida y
numerosos atletas habían muerto en la guerra –. El conflicto Este-Oeste
empezó a percibirse con fuerza en el ámbito deportivo a partir de
Helsinki ’52. Los puntuales intentos olímpicos previos de remarcar la
identidad nacional quedarían en anécdota como consecuencia del clima que
se empezó a generar en las semanas que duraban los Juegos durante la
Guerra Fría. Desde la edición finlandesa hasta Seúl en 1988, casi todos
los deportes y pruebas se veían bajo la óptica de la confrontación entre
ambos mundos. Estados Unidos y la Unión Soviética eran sus
protagonistas, complementados en determinados momentos por aliados del
bloque como Francia, Gran Bretaña, las dos Alemanias, Hungría o
Checoslovaquia.
El triunfo
en Helsinki se lo llevó Estados Unidos con 46 medallas de oro, seguido
de la URSS con 22, que participaba por primera vez en unos Juegos
Olímpicos. Igualmente hubo apariciones delicadas, como Israel, rechazada
abiertamente por multitud de estados árabes, o China, que estuvo al
borde de acudir con dos delegaciones, la comunista y la nacionalista,
aunque esta última acabó retirándose en los días previos al inicio de la
competición. Lamentablemente para el ideal olímpico, el contexto
político y económico global fue afectando más y más a la celebración
deportiva. Los juegos de Melbourne en 1956 fueron buena prueba de ello.
La crisis del Canal de Suez del mismo año provocó, ante la participación
británica y francesa, que Egipto, Líbano e Irak no acudiesen en acto de
protesta. Sí acudió Hungría, país invadido por las tropas soviéticas
pocos meses antes para aplastar las revueltas que amenazaban con tumbar
el gobierno prosoviético. No obstante, el equipo de waterpolo húngaro
quiso, a su manera, vengar la afrenta de Moscú en el agua, y el partido
acabó además de con una contundente victoria magiar, con una brutal
pelea entre ambos equipos de tal nivel que la policía desalojó el pabellón
para evitar males mayores. También hubo una ausencia notable como fue
la china – comunista – que se negó a ir ante la presencia taiwanesa en
los juegos; sí fue, y hasta 1968, un equipo conjunto de las dos partes
separadas de Alemania, uno de los pocos ejemplos políticos de los que
Coubertin se hubiese alegrado ver en su idea olímpica.
Las
siguientes ediciones seguirían marcadas por la competencia
estadounidense y soviética en el medallero. Sudáfrica participaría en
Roma en 1960 bajo el régimen del apartheid, y una y no más, ya
que hasta que no abandonó ese sistema estuvo excluida de las citas
olímpicas, siete concretamente – hasta Barcelona ’92 –; en México ’68
pudimos ver en el podio a Tommie Smith y John Carlos
alzando el puño en
protesta contra la segregación en Estados Unidos y en Múnich ’72
llegamos a la antítesis del espíritu olímpico, cuando la organización
Septiembre Negro, una facción de la Organización para la Liberación de
Palestina, asesinó a once atletas del equipo olímpico israelí. Se ponía
sobre la mesa y frente al mundo de la forma más dramática posible la
realidad del conflicto palestino-israelí. Aunque los Juegos no fueron
cancelados, quedó la mancha de utilizar una cita deportiva, cuyo fin es
diluir los conflictos, como instrumento político a través del
terrorismo.
Llegaron los
años ochenta, especialmente crudos en la confrontación entre bloques.
Las primeras dos citas olímpicas, en 1980 en Moscú y en Los Ángeles en
1984 fueron protagonizadas por sendos boicots del bloque opuesto. Así,
los Juegos celebrados en la capital soviética tuvieron sólo 80 países
participantes frente a las 65 ausencias provocadas por el boicot
estadounidense como consecuencia de la invasión soviética de Afganistán
en 1979. Así, numerosos países aliados y afines además de China, enemiga
de la URSS, consideraron la cita moscovita como un momento perfecto
para acrecentar la presión sobre el régimen soviético. Cuatro años
después, la URSS haría lo propio con el evento deportivo en suelo
estadounidense. Sin embargo, el reducido número de integrantes en el
bloque oriental provocó que su ausencia no fuese tan llamativa, si bien
la inasistencia de la URSS o la RDA eran, a nivel deportivo, bajas
considerables.
Los Juegos
en Seúl serían la última oportunidad en la que ambos bloques se vieron
las caras. El balance deportivo de la Guerra Fría se saldó con una
contundente victoria del bloque oriental; lamentablemente para la Unión
Soviética, el simbolismo deportivo no es más que eso, y el hundimiento
de todo el bloque en los años siguientes hizo que las victorias
olímpicas quedasen como un simple recuerdo en la historia del deporte.
Nuevos intereses en un nuevo mundo
Para cuando
la URSS colapsó, los Juegos Olímpicos ya eran un evento de tal magnitud
mediática a nivel mundial que no tenían rival alguno. En las semanas de
competición, el mundo se paraba y toda la atención se centraba en el
televisor. Desde hacía unas pocas ediciones, los Juegos ya no eran un
mero evento deportivo o una herramienta para muchos países; se habían
convertido en un gigantesco negocio. Así, como todo negocio, para que
perdurase tenía que ser rentable. La organización de la competición
olímpica ya era un trabajo titánico y costoso para las ciudades que
acogían la cita deportiva. Infraestructuras cada vez más variadas por el
aumento de los deportes olímpicos y más grandes por cuestiones de
público; mejores infraestructuras para conectar los pabellones y
estadios; una villa olímpica cómoda que cada vez tenían más aspecto de
ciudad pequeña y una organización extensa a la vez que meticulosa eran
algunos de los retos a los que se enfrentaba la ciudad organizadora.
Estas nuevas
condiciones que el espectáculo olímpico otorgaba tuvieron fuerte
repercusión. La importancia ya no radicaba en cómo de potente era un
país deportivamente hablando; la competencia había muerto con Guerra
Fría. Ahora, el poderío nacional se demostraba organizando unos juegos a
la perfección, mostrando al mundo – cientos de millones de espectadores
e inversores – lo moderno y próspero que era la ciudad candidata y el
país por extensión. Para muchos estados se convirtió en una prioridad.
Suponía, en caso de éxito, colocar a la ciudad elegida en el mapa
político y económico durante décadas y tener unas ganancias
incalculables en reputación e imagen internacional.
El cambio de
modelo vino tras el fiasco financiero que supuso el estadio olímpico en
Montreal ’76 y la cita en general. Los sobrecostes y las constantes
reparaciones supusieron multiplicar por diez el presupuesto inicial,
generando un agujero en las arcas canadienses que tuvo que ser sufragado
con un impuesto especial sobre el tabaco durante treinta años. Fue
entonces cuando se tomó conciencia que organizar unos Juegos Olímpicos
no podían suponer la práctica ruina de la ciudad. De alguna manera había
que conseguir que los Juegos tuviesen un impacto económico positivo a
largo plazo o que al menos su organización fuese rentable para la
ciudad. La cita angelina en 1984 tomó buena nota de la catástrofe
económica de Montreal, y planteó unos Juegos austeros, reutilizando
instalaciones ya construidas. El resultado fueron casi 200 millones de
dólares de beneficios.
Una vez
superada la fase de rentabilidad olímpica, se avanzó hacia la de
visibilización. Además, para 1988 se produjo un cambio sustancial dentro
de la geopolítica olímpica: Seúl, la ciudad organizadora, iniciaría la
racha en la que los Juegos se desplazaban a la periferia global, dejando
de rotar de manera casi permanente entre países del centro o de
potencias – con la salvedad de México ‘68 –. La capital surcoreana
aprovecharía su designación para iniciar la remodelación de la ciudad y
proyectar así la imagen de “tigre asiático” y desterrar los fantasmas de
la guerra con su vecina del norte treinta años atrás, algo así como
hizo Tokio en la cita olímpica de 1964.
Sin embargo,
el modelo de Juegos Olímpicos rentables, exitosos y con un impacto
positivo en la ciudad a largo plazo lo crearía la candidatura de
Barcelona ’92. Su logro, referencia en casi todas las candidaturas
posteriores, radicó en tres aspectos: implicación de todos los actores
políticos – gobierno central, gobierno autonómico y local –, así como
del COI, entonces presidido por el barcelonés Juan Antonio Samaranch, y
empresas privadas; financiación público-privada, reduciendo así los
gastos públicos y el uso de los Juegos Olímpicos como excusa para
acometer una remodelación integral de la ciudad de Barcelona a nivel
urbanístico, económico y social gracias a inversiones a largo plazo.
INTERESANTE: Informe Robinson: Barcelona ’92
Todavía hoy
los Juegos de 1992 son considerados como unos de los mejores jamás
celebrados. El cambio acometido en Barcelona fue espectacular; la ciudad
dejó su impronta industrial para reconvertirse en una ciudad moderna y
conectada con el mundo – de ese mismo año es la remodelación del
aeropuerto de El Prat –. El impulso económico y mediático olímpico,
además de generar más empleo y actividad en el corto plazo, ha permitido
el posicionamiento de la capital catalana en el “centro” europeo, y en
muchos aspectos de índole económica, turística y comercial supera
ampliamente a Madrid. Un claro ejemplo de las bondades de gestionar bien
tanto una cita olímpica como la inercia que esta provoca.
MÁS INFORMACIÓN: Documental Barcelona ‘92+20: Amigos para siempre (rtve.es)
Este modelo
mixto fue adoptado posteriormente por las candidaturas de Atlanta ’96 –
unos Juegos pagados por CocaCola –, Sidney 2000 y Londres 2012, que con
mayor o menor éxito han replicado la experiencia barcelonesa. Sin
embargo, dicha manera de organizar el evento olímpico dista de hacerse
norma. La antítesis de la gestión del 92 se produjo en 2004 en Atenas,
cuando la capital helena tuvo la responsabilidad de organizar los
Juegos. Aunque deportivamente la competición salió adelante, el fracaso
económico para Atenas fue tremendo; incluso algunos sugieren que fue la
primera piedra – o una de ellas al menos – de la actual crisis que
atraviesa Grecia. Y es que dichos Juegos costaron nada menos que 12.000
millones de dólares, que unidos a la escasa rentabilidad de la cita y la
mala gestión de su impacto hicieron un considerable agujero en la
economía nacional griega con deudas que ascendieron a un 3% del PIB. No
es de extrañar que en 2005, el año siguiente a la celebración de los
Juegos, el PIB griego decreciese un 1,1% respecto al año anterior y
fuese un 2,2% respecto al año siguiente. Semejante bache estaba causado
en gran medida por el fiasco olímpico ateniense.
Se
comprobaba así cómo en esta nueva gestión de los JJOO de “marca-ciudad”
había proyectos que salían bien y salían mal. La apuesta de Pekín en
2008 siguió por los derroteros de la cita anterior,
sin embargo, la economía china no es ni era comparable con la de
Grecia; sus efectos, por tanto, tampoco. No obstante, los Juegos en
Pekín sirvieron para demostrarle al mundo la capacidad económica,
tecnológica y organizativa de China más allá de los productos baratos.
Aunque no pasarán a la historia del olimpismo, sí le fueron útiles al
país como herramienta de soft power, a pesar de las evidentes carencias en materia medioambiental y el poco respeto a los Derechos Humanos.
Especialmente a partir de los Juegos de los años noventa, el statu quo
en la elección de la sede empezó a cambiar. El criterio olímpico propio
del siglo XX de ir rotando por las potencias para mantener contentos a
todos dejó paso a los intereses económicos y comerciales. En la
actualidad, los Juegos Olímpicos casi se puede decir que se compran;
pero no se compran por la ciudad candidata, sino que son los poderes
económicos los que acaban dirigiendo los votos hacia una candidatura u
otra. La explicación es sencilla: en los tiempos recientes, la
candidatura que más oportunidades de negocio genera es la que más
probabilidades tiene de acabar alojando la llama olímpica. Esto,
traducido, supone que aquella ciudad sin apenas infraestructuras
construidas y que mayores planes de inversión tiene tanto para
instalaciones olímpicas como para la propia ciudad es la que albergará
los juegos. En Pekín los costes ascendieron a 40.000 millones de
dólares, ya que numerosas infraestructuras debían ser construidas de
cero. Así, los contratos para hacerlas son reñidos, además de una
excelente oportunidad para muchas empresas. En parte esto explica el
triple fracaso de la candidatura olímpica de la ciudad de Madrid. El
reciclaje de infraestructuras ya levantadas, una baza argumentada por la
candidatura, políticamente está bien vista al no tener que realizar más
gastos; económicamente tiene un atractivo nulo al no haber
oportunidades de negocio. El mensaje que se intenta enviar en la
actualidad es el de que los Juegos son caros, y si los quieres, hay que
pagarlos.
Río 2016 y
Tokio 2020 son dos ejemplos de esta nueva política. La ciudad carioca
tiene un tremendo reto logístico ante la cita olímpica puesto que en el
momento de ser designada llevaba poco trabajo hecho detrás. Sin embargo,
el amparo de Brasil como país y la cita futbolística del Mundial 2014
suponen la creación de un clima político propicio a la inversión y la renovación total de la ciudad que
abarca más de lo estrictamente olímpico. Brasil se encuentra en un
punto crítico como país. Pretende insertarse plenamente en las dinámicas
económicas del mundo globalizado del siglo XXI mientras tiene a sus
espaldas problemas tan graves como la desigualdad, la delincuencia o las
inmensas favelas situadas en muchas ciudades de Brasil, que se acentúan en el caso de Río.
Se ha convertido en una prioridad dar carpetazo a esos temas – o
empezar de manera seria a solucionarlos al menos – aprovechando los
Juegos Olímpicos. La elección de Tokio para cuatro años después responde
a intereses similares: poco atractivo de las otras candidaturas –
Madrid sin oportunidades de negocio y Estambul con serias carencias en
DDHH y demasiado cerca del avispero de Oriente Medio – y un considerable
montante en inversión para instalaciones deportivas – el 60% está por
construir – y urbanas en la capital nipona decantaron la elección de Tokio. Para 2024 la puerta está todavía abierta, ya que hasta 2017 no será elegida la sede. De momento existen diecisiete candidaturas repartidas por todos los continentes,
si bien podrían destacar por su potencial la candidatura de San
Francisco, San Petersburgo, París o Berlín. Veremos qué deciden los
miembros del COI.
Y es que
este organismo tampoco puede decidir con gran libertad. Depende
económicamente de los patrocinios y los derechos de retransmisión de las
citas olímpicas, y los réditos de los mismos pesan poderosamente en sus
decisiones. Por ejemplo, las televisiones estadounidenses presionan al
COI para que las sedes estén situadas en una franja horaria aceptable
para los telespectadores norteamericanos. Algo similar ocurre con las
televisiones europeas. Así, los husos horarios y su relación con la
cantidad de espectadores que pueden estar viendo en directo las pruebas
es algo a tener en cuenta. Los Juegos en Asia no son recibidos con
emoción en Estados Unidos y Europa por ese motivo. Cuatro o cinco horas
de diferencia son aceptables, diez no. A estas presiones televisivas se
les unen las de las empresas que ven una oportunidad en el evento
deportivo. Constructoras, empresas de publicidad, de aparatos
electrónicos, de bebidas o empresas financieras son algunos de los
sectores que con más ahínco presionan para conseguir que la ciudad escogida sea la más acorde a sus intereses.
El deporte hace mucho tiempo que dejó de ser exclusivamente deporte, y
los Juegos Olímpicos, su máxima expresión, no iban a ser menos.
http://elordenmundial.com/
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