lunes, 8 de agosto de 2016

La geopolítica de los Juegos Olímpicos



“Citius, altius, fortius”. Estas palabras pronunciadas por el barón Pierre de Coubertin en el año 1896 en Atenas se han convertido en el emblemático lema de los Juegos Olímpicos. Su significado, “más rápido, más alto, más fuerte”, son el reflejo de la intención del pedagogo francés de fomentar el desarrollo de la humanidad a través del deporte y el esfuerzo, además de rescatar el espíritu olímpico heleno de la Antigüedad. Sin embargo, su loable intención pronto se vio afectada por los intereses de muchos de los países participantes. Así, a lo largo de las distintas ediciones olímpicas celebradas en el siglo XX y XXI, el nacionalismo, las reclamaciones políticas, sociales y económicas, las enemistades entre países y hasta el terrorismo han hecho acto de presencia en el mayor evento deportivo que el mundo ha conocido jamás. A ello ha contribuido poderosamente la creciente mediatización de la competición, que ha convertido el evento en una ventana al mundo y ha permitido que en los tiempos recientes miles de millones de personas sigan las retransmisiones de los Juegos Olímpicos.

De utopía a realidad pervertida

No cabe duda de que Pierre de Coubertin quería fomentar el deporte como herramienta de cohesión y de desarrollo personal. Sin embargo, su tesis ya empezaba marcada por una sensación profundamente extendida en la sociedad francesa de finales del siglo XIX: la derrota frente a Alemania. El país germano, industrializado y con tropas mejor entrenadas, había barrido con contundencia a Francia en 1871. Uno de los factores que el barón de Coubertin achacaba a la derrota era la peor cualificación física y escasa camaradería de las tropas francesas. Por tanto, para paliar semejante desventaja, insistió con firmeza en la necesidad de que la población francesa empezase a practicar deporte, con lo que se lograría la mejora de la condición física y surgiría cierto hermanamiento gracias a la práctica común y popular de deportes.
Tampoco sería justo pensar que el noble francés era un revanchista como los que pululaban por su país y que sólo quedaron satisfechos al ver firmar a Alemania en Versalles en 1918, aunque hubiese sido a costa de millones de muertes. El barón de Coubertin extendió su razonamiento de la sociedad francesa a los países entonces existentes, con la intención de reproducir los mismos sentimientos de hermanamiento y sana competitividad entre los estados. La primera edición, celebrada en Atenas en 1898, es considerada todo un éxito, ya que el hecho de reunir a 14 países de tres continentes distintos en aquella época era todo un logro. Igualmente, la infraestructura necesaria tuvo un respaldo económico considerable, especialmente de las élites helenas, por lo que la utopía de Coubertin no pudo empezar mejor. Sin embargo, poco duraría ese espíritu olímpico.
Con el tiempo, el altruismo internacional-deportivo ha quedado secuestrado. En primer lugar por los estados participantes, que no dudan de utilizar la cita olímpica para canalizar sus políticas exteriores o económicas, haciendo de los Juegos una poderosa herramienta. Les siguen numerosas empresas, que se valen de la marca creada por los Juegos Olímpicos –y que ellos mismos fomentan de igual manera– para hacer negocio o mejorar su imagen. Cierra el círculo el Comité Olímpico Internacional (COI), que lejos de ser un ente desinteresado y fiel a las ideas de Coubertin, se deja querer por estados y empresas para hacer de los Juegos un evento espectacular y extremadamente rentable al mismo tiempo.
En la sucesión de ediciones olímpicas, el simbolismo popular de este evento se ha ido agrandando, algo que sin duda ha fomentado las actitudes anteriormente comentadas. Los primeros Juegos eran competiciones “elitistas” en el sentido más restrictivo de la palabra. No había una difusión universal y horizontal del deporte. El fútbol se iría convirtiendo con los años en un pionero de la democratización deportiva, pero sólo se podía ir a ver al estadio, en uno de esos primigenios procesos de identificación social a través de un club. Practicar un deporte de manera habitual o profesional era caro, algo que muy poca gente podía permitirse. Con el tiempo, las disciplinas olímpicas pasaron de estar ejecutadas por atletas elitistas a atletas profesionales – de la élite profesional más adelante –, lo que le imprimió mayor seriedad y sentimiento a las competiciones. La rapidez, la fuerza, la agilidad o la habilidad de un país se depositaban en los músculos de los enviados, lo que infería a las pruebas el simbolismo de presenciar una auténtica lucha entre estados; entre sociedades. La discusión sobre qué país era mejor o peor se dejaba ahora en manos del atleta, que demostraba el poderío nacional a través de una prueba “objetiva” – un deporte – y de manera pacífica. Sin duda, el deporte ha sido desde comienzos del siglo XX uno de los elementos de canalización de identidades más importantes, y los Juegos Olímpicos son el cénit en el que cada cuatro años se proyectan.

Un pulso cuatrienal del mundo

Desde la primera edición olímpica ya se comprobó el tipo de dificultades que este tipo de eventos iban a tener, y sobre todo, lo difícil que iba a ser superarlos. La cita deportiva ateniense de 1898 tropezó con un boicot, el turco. El todavía Imperio Otomano se negó a participar en la competición, ya que sólo un año antes había estado en guerra con Grecia por el expansionismo irredentista heleno – la Enosis –, y el conflicto se había saldado con una clamorosa victoria otomana, sólo atenuada por la intervención de las potencias europeas, que hicieron de Grecia un país semi-intervenido. Así, los primeros Juegos Olímpicos empezaban marcados por una guerra, un estigma cuya presencia sería habitual en las citas olímpicas a lo largo del siglo XX.


A los Juegos de Coubertin en Atenas le seguirían en 1900 París, en 1904 la norteamericana San Luis, Londres en 1908 y Estocolmo en 1912. La siguiente cita, programada para 1916 en Berlín, quedaría cancelada por la Primera Guerra Mundial. Los Juegos se interrumpían así por el motivo que estos querían precisamente evitar.
 Las rencillas heredadas de la Gran Guerra se proyectaron en el verano de 1920 en Amberes, ya que países como Alemania, Austria, Hungría o Turquía, vencidos todos en el conflicto armado, no fueron invitados a la cita deportiva. El periodo de entreguerras mostraba así en el aspecto deportivo la escasa intención de integrar a los países vencidos en una dinámica no revanchista ni políticamente agresiva. A pesar de ello, a la cita olímpica en Bélgica acudieron 29 países, lo que empezaba a dar una idea de la dimensión de este movimiento.
La respuesta alemana a su marginación post-bélica – tampoco estuvo en París 1924 – tardó 16 años en llegar, pero llegó. Hitler organizó unos Juegos en Berlín en 1936 que serían todo un derroche de recursos, simbolismo y poderío económico. El Führer quiso mostrar al mundo cómo Alemania había renacido de sus cenizas, y de paso, remarcar la condición superior de la ciudadanía alemana. Un estadio olímpico gigantesco y el Hindenburg posado en el cielo berlinés fue la imagen de bienvenida para las 49 delegaciones que acudieron. Albert Speer y Joseph Goebbels fueron sus artífices, dando un paso más allá en la fastuosidad de la siempre bien medida propaganda nazi. El éxito del equipo olímpico germano, independientemente de momentos que han pasado a la historia como las carreras del atleta norteamericano Jesse Owens, fue rotundo. Hitler había conseguido su objetivo.
Las dos siguientes ediciones, programadas para 1940 y 1944, no fueron celebradas al encontrarse medio planeta en plena guerra. La reanudación post-bélica de los Juegos estaría marcada por la gran lucha político-ideológica de la segunda mitad del siglo XX como fue la Guerra Fría; no tanto los JJOO de Londres en 1948, austeros en la organización y tristes desde el sentimiento olímpico – Alemania volvió a ser excluida y numerosos atletas habían muerto en la guerra –. El conflicto Este-Oeste empezó a percibirse con fuerza en el ámbito deportivo a partir de Helsinki ’52. Los puntuales intentos olímpicos previos de remarcar la identidad nacional quedarían en anécdota como consecuencia del clima que se empezó a generar en las semanas que duraban los Juegos durante la Guerra Fría. Desde la edición finlandesa hasta Seúl en 1988, casi todos los deportes y pruebas se veían bajo la óptica de la confrontación entre ambos mundos. Estados Unidos y la Unión Soviética eran sus protagonistas, complementados en determinados momentos por aliados del bloque como Francia, Gran Bretaña, las dos Alemanias, Hungría o Checoslovaquia.

El triunfo en Helsinki se lo llevó Estados Unidos con 46 medallas de oro, seguido de la URSS con 22, que participaba por primera vez en unos Juegos Olímpicos. Igualmente hubo apariciones delicadas, como Israel, rechazada abiertamente por multitud de estados árabes, o China, que estuvo al borde de acudir con dos delegaciones, la comunista y la nacionalista, aunque esta última acabó retirándose en los días previos al inicio de la competición. Lamentablemente para el ideal olímpico, el contexto político y económico global fue afectando más y más a la celebración deportiva. Los juegos de Melbourne en 1956 fueron buena prueba de ello. La crisis del Canal de Suez del mismo año provocó, ante la participación británica y francesa, que Egipto, Líbano e Irak no acudiesen en acto de protesta. Sí acudió Hungría, país invadido por las tropas soviéticas pocos meses antes para aplastar las revueltas que amenazaban con tumbar el gobierno prosoviético. No obstante, el equipo de waterpolo húngaro quiso, a su manera, vengar la afrenta de Moscú en el agua, y el partido acabó además de con una contundente victoria magiar, con una brutal pelea entre ambos equipos de tal nivel que la policía desalojó el pabellón para evitar males mayores. También hubo una ausencia notable como fue la china – comunista – que se negó a ir ante la presencia taiwanesa en los juegos; sí fue, y hasta 1968, un equipo conjunto de las dos partes separadas de Alemania, uno de los pocos ejemplos políticos de los que Coubertin se hubiese alegrado ver en su idea olímpica.
Las siguientes ediciones seguirían marcadas por la competencia estadounidense y soviética en el medallero. Sudáfrica participaría en Roma en 1960 bajo el régimen del apartheid, y una y no más, ya que hasta que no abandonó ese sistema estuvo excluida de las citas olímpicas, siete concretamente – hasta Barcelona ’92 –; en México ’68 pudimos ver en el podio a Tommie Smith y John Carlos
alzando el puño en protesta contra la segregación en Estados Unidos y en Múnich ’72 llegamos a la antítesis del espíritu olímpico, cuando la organización Septiembre Negro, una facción de la Organización para la Liberación de Palestina, asesinó a once atletas del equipo olímpico israelí. Se ponía sobre la mesa y frente al mundo de la forma más dramática posible la realidad del conflicto palestino-israelí. Aunque los Juegos no fueron cancelados, quedó la mancha de utilizar una cita deportiva, cuyo fin es diluir los conflictos, como instrumento político a través del terrorismo.
Llegaron los años ochenta, especialmente crudos en la confrontación entre bloques. Las primeras dos citas olímpicas, en 1980 en Moscú y en Los Ángeles en 1984 fueron protagonizadas por sendos boicots del bloque opuesto. Así, los Juegos celebrados en la capital soviética tuvieron sólo 80 países participantes frente a las 65 ausencias provocadas por el boicot estadounidense como consecuencia de la invasión soviética de Afganistán en 1979. Así, numerosos países aliados y afines además de China, enemiga de la URSS, consideraron la cita moscovita como un momento perfecto para acrecentar la presión sobre el régimen soviético. Cuatro años después, la URSS haría lo propio con el evento deportivo en suelo estadounidense. Sin embargo, el reducido número de integrantes en el bloque oriental provocó que su ausencia no fuese tan llamativa, si bien la inasistencia de la URSS o la RDA eran, a nivel deportivo, bajas considerables.
Los Juegos en Seúl serían la última oportunidad en la que ambos bloques se vieron las caras. El balance deportivo de la Guerra Fría se saldó con una contundente victoria del bloque oriental; lamentablemente para la Unión Soviética, el simbolismo deportivo no es más que eso, y el hundimiento de todo el bloque en los años siguientes hizo que las victorias olímpicas quedasen como un simple recuerdo en la historia del deporte.

Nuevos intereses en un nuevo mundo

Para cuando la URSS colapsó, los Juegos Olímpicos ya eran un evento de tal magnitud mediática a nivel mundial que no tenían rival alguno. En las semanas de competición, el mundo se paraba y toda la atención se centraba en el televisor. Desde hacía unas pocas ediciones, los Juegos ya no eran un mero evento deportivo o una herramienta para muchos países; se habían convertido en un gigantesco negocio. Así, como todo negocio, para que perdurase tenía que ser rentable. La organización de la competición olímpica ya era un trabajo titánico y costoso para las ciudades que acogían la cita deportiva. Infraestructuras cada vez más variadas por el aumento de los deportes olímpicos y más grandes por cuestiones de público; mejores infraestructuras para conectar los pabellones y estadios; una villa olímpica cómoda que cada vez tenían más aspecto de ciudad pequeña y una organización extensa a la vez que meticulosa eran algunos de los retos a los que se enfrentaba la ciudad organizadora.
Estas nuevas condiciones que el espectáculo olímpico otorgaba tuvieron fuerte repercusión. La importancia ya no radicaba en cómo de potente era un país deportivamente hablando; la competencia había muerto con Guerra Fría. Ahora, el poderío nacional se demostraba organizando unos juegos a la perfección, mostrando al mundo – cientos de millones de espectadores e inversores – lo moderno y próspero que era la ciudad candidata y el país por extensión. Para muchos estados se convirtió en una prioridad. Suponía, en caso de éxito, colocar a la ciudad elegida en el mapa político y económico durante décadas y tener unas ganancias incalculables en reputación e imagen internacional.
El cambio de modelo vino tras el fiasco financiero que supuso el estadio olímpico en Montreal ’76 y la cita en general. Los sobrecostes y las constantes reparaciones supusieron multiplicar por diez el presupuesto inicial, generando un agujero en las arcas canadienses que tuvo que ser sufragado con un impuesto especial sobre el tabaco durante treinta años. Fue entonces cuando se tomó conciencia que organizar unos Juegos Olímpicos no podían suponer la práctica ruina de la ciudad. De alguna manera había que conseguir que los Juegos tuviesen un impacto económico positivo a largo plazo o que al menos su organización fuese rentable para la ciudad. La cita angelina en 1984 tomó buena nota de la catástrofe económica de Montreal, y planteó unos Juegos austeros, reutilizando instalaciones ya construidas. El resultado fueron casi 200 millones de dólares de beneficios.
Una vez superada la fase de rentabilidad olímpica, se avanzó hacia la de visibilización. Además, para 1988 se produjo un cambio sustancial dentro de la geopolítica olímpica: Seúl, la ciudad organizadora, iniciaría la racha en la que los Juegos se desplazaban a la periferia global, dejando de rotar de manera casi permanente entre países del centro o de potencias – con la salvedad de México ‘68 –. La capital surcoreana aprovecharía su designación para iniciar la remodelación de la ciudad y proyectar así la imagen de “tigre asiático” y desterrar los fantasmas de la guerra con su vecina del norte treinta años atrás, algo así como hizo Tokio en la cita olímpica de 1964.
Sin embargo, el modelo de Juegos Olímpicos rentables, exitosos y con un impacto positivo en la ciudad a largo plazo lo crearía la candidatura de Barcelona ’92. Su logro, referencia en casi todas las candidaturas posteriores, radicó en tres aspectos: implicación de todos los actores políticos – gobierno central, gobierno autonómico y local –, así como del COI, entonces presidido por el barcelonés Juan Antonio Samaranch, y empresas privadas; financiación público-privada, reduciendo así los gastos públicos y el uso de los Juegos Olímpicos como excusa para acometer una remodelación integral de la ciudad de Barcelona a nivel urbanístico, económico y social gracias a inversiones a largo plazo.
Todavía hoy los Juegos de 1992 son considerados como unos de los mejores jamás celebrados. El cambio acometido en Barcelona fue espectacular; la ciudad dejó su impronta industrial para reconvertirse en una ciudad moderna y conectada con el mundo – de ese mismo año es la remodelación del aeropuerto de El Prat –. El impulso económico y mediático olímpico, además de generar más empleo y actividad en el corto plazo, ha permitido el posicionamiento de la capital catalana en el “centro” europeo, y en muchos aspectos de índole económica, turística y comercial supera ampliamente a Madrid. Un claro ejemplo de las bondades de gestionar bien tanto una cita olímpica como la inercia que esta provoca.
Este modelo mixto fue adoptado posteriormente por las candidaturas de Atlanta ’96  – unos Juegos pagados por CocaCola –, Sidney 2000 y Londres 2012, que con mayor o menor éxito han replicado la experiencia barcelonesa. Sin embargo, dicha manera de organizar el evento olímpico dista de hacerse norma. La antítesis de la gestión del 92 se produjo en 2004 en Atenas, cuando la capital helena tuvo la responsabilidad de organizar los Juegos. Aunque deportivamente la competición salió adelante, el fracaso económico para Atenas fue tremendo; incluso algunos sugieren que fue la primera piedra – o una de ellas al menos – de la actual crisis que atraviesa Grecia. Y es que dichos Juegos costaron nada menos que 12.000 millones de dólares, que unidos a la escasa rentabilidad de la cita y la mala gestión de su impacto hicieron un considerable agujero en la economía nacional griega con deudas que ascendieron a un 3% del PIB. No es de extrañar que en 2005, el año siguiente a la celebración de los Juegos, el PIB griego decreciese un 1,1% respecto al año anterior y fuese un 2,2% respecto al año siguiente. Semejante bache estaba causado en gran medida por el fiasco olímpico ateniense.
Se comprobaba así cómo en esta nueva gestión de los JJOO de “marca-ciudad” había proyectos que salían bien y salían mal. La apuesta de Pekín en 2008 siguió por los derroteros de la cita anterior, sin embargo, la economía china no es ni era comparable con la de Grecia; sus efectos, por tanto, tampoco. No obstante, los Juegos en Pekín sirvieron para demostrarle al mundo la capacidad económica, tecnológica y organizativa de China más allá de los productos baratos. Aunque no pasarán a la historia del olimpismo, sí le fueron útiles al país como herramienta de soft power, a pesar de las evidentes carencias en materia medioambiental y el poco respeto a los Derechos Humanos.
Especialmente a partir de los Juegos de los años noventa, el statu quo en la elección de la sede empezó a cambiar. El criterio olímpico propio del siglo XX de ir rotando por las potencias para mantener contentos a todos dejó paso a los intereses económicos y comerciales. En la actualidad, los Juegos Olímpicos casi se puede decir que se compran; pero no se compran por la ciudad candidata, sino que son los poderes económicos los que acaban dirigiendo los votos hacia una candidatura u otra. La explicación es sencilla: en los tiempos recientes, la candidatura que más oportunidades de negocio genera es la que más probabilidades tiene de acabar alojando la llama olímpica. Esto, traducido, supone que aquella ciudad sin apenas infraestructuras construidas y que mayores planes de inversión tiene tanto para instalaciones olímpicas como para la propia ciudad es la que albergará los juegos. En Pekín los costes ascendieron a 40.000 millones de dólares, ya que numerosas infraestructuras debían ser construidas de cero. Así, los contratos para hacerlas son reñidos, además de una excelente oportunidad para muchas empresas. En parte esto explica el triple fracaso de la candidatura olímpica de la ciudad de Madrid. El reciclaje de infraestructuras ya levantadas, una baza argumentada por la candidatura, políticamente está bien vista al no tener que realizar más gastos; económicamente tiene un atractivo nulo al no haber oportunidades de negocio. El mensaje que se intenta enviar en la actualidad es el de que los Juegos son caros, y si los quieres, hay que pagarlos.

Río 2016 y Tokio 2020 son dos ejemplos de esta nueva política. La ciudad carioca tiene un tremendo reto logístico ante la cita olímpica puesto que en el momento de ser designada llevaba poco trabajo hecho detrás. Sin embargo, el amparo de Brasil como país y la cita futbolística del Mundial 2014 suponen la creación de un clima político propicio a la inversión y la renovación total de la ciudad que abarca más de lo estrictamente  olímpico. Brasil se encuentra en un punto crítico como país. Pretende insertarse plenamente en las dinámicas económicas del mundo globalizado del siglo XXI mientras tiene a sus espaldas problemas tan graves como la desigualdad, la delincuencia o las inmensas favelas situadas en muchas ciudades de Brasil, que se acentúan en el caso de Río. Se ha convertido en una prioridad dar carpetazo a esos temas – o empezar de manera seria a solucionarlos al menos – aprovechando los Juegos Olímpicos. La elección de Tokio para cuatro años después responde a intereses similares: poco atractivo de las otras candidaturas – Madrid sin oportunidades de negocio y Estambul con serias carencias en DDHH y demasiado cerca del avispero de Oriente Medio – y un considerable montante en inversión para instalaciones deportivas – el 60% está por construir – y urbanas en la capital nipona decantaron la elección de Tokio. Para 2024 la puerta está todavía abierta, ya que hasta 2017 no será elegida la sede. De momento existen diecisiete candidaturas repartidas por todos los continentes, si bien podrían destacar por su potencial la candidatura de San Francisco, San Petersburgo, París o Berlín. Veremos qué deciden los miembros del COI.

Y es que este organismo tampoco puede decidir con gran libertad. Depende económicamente de los patrocinios y los derechos de retransmisión de las citas olímpicas, y los réditos de los mismos pesan poderosamente en sus decisiones. Por ejemplo, las televisiones estadounidenses presionan al COI para que las sedes estén situadas en una franja horaria aceptable para los telespectadores norteamericanos. Algo similar ocurre con las televisiones europeas. Así, los husos horarios y su relación con la cantidad de espectadores que pueden estar viendo en directo las pruebas es algo a tener en cuenta. Los Juegos en Asia no son recibidos con emoción en Estados Unidos y Europa por ese motivo. Cuatro o cinco horas de diferencia son aceptables, diez no. A estas presiones televisivas se les unen las de las empresas que ven una oportunidad en el evento deportivo. Constructoras, empresas de publicidad, de aparatos electrónicos, de bebidas o empresas financieras son algunos de los sectores que con más ahínco presionan para conseguir que la ciudad escogida sea la más acorde a sus intereses. El deporte hace mucho tiempo que dejó de ser exclusivamente deporte, y los Juegos Olímpicos, su máxima expresión, no iban a ser menos.
http://elordenmundial.com/

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