Claudio Katz1
La derrota sufrida
por los yihadistas y denominados rebeldes en Alepo anticipa un giro
en el desangre de Siria. Si el avance de las tropas del gobierno
apoyadas por Rusia e Irán se confirma en las próximas batallas, la
contienda podría quedar definida.
Este viraje se
juega también en Mosul. La coalición de iraquíes, kurdos, turcos
que actúa con apoyo aéreo de Estados Unidos y Francia acorraló a
los fundamentalistas en su bastión de Irak.
Estos desenlaces
cambiarían el mapa del conflicto pero no la tragedia que padece la
región. Es previsible un desplazamiento de los enfrentamientos hacia
otras zonas y la sustitución de choques entre militares por
escaladas de terror contra la población civil. Las alertas ya se
multiplican en todas las ciudades de Medio Oriente y Europa.
En Alepo se
consumaron las mismas masacres que pulverizaron a otras ciudades
multiétnicas. En el conflicto se computan más de 250.000 muertes y
cuatro millones de refugiados. El nivel de barbarie se verifica en el
tráfico de órganos humanos que realizan los contrabandistas entre
los sobrevivientes (Armanian, 2016e). Los descendentes del despojo
padecido por los palestinos vuelven a padecer el mismo destino de sus
antecesores (Ramzy, 2015).
Junto a la denuncia de esos crímenes resulta indispensable
esclarecer lo ocurrido.
REBELIÓN Y USURPACIÓN
Hace seis años
comenzó en Siria una sublevación con demandas democráticas
semejantes a Egipto y Túnez. Ese levantamiento formó parte de las
mismas protestas contra regímenes autocráticos que caracterizó a
la primavera árabe. El movimiento se popularizó e incluyó la
creación de comités para exigir reformas políticas. Pero la
represión oficial superó todo lo conocido y desencadenó una guerra
civil.
En su debut la
rebelión despertó enormes simpatías, incentivó la deserción de
cuadros militares y dio lugar al surgimiento de zonas liberadas. En
términos políticos reunió una coalición de hermanos musulmanes,
liberales y sectores progresistas. Pero el carácter sangriento de
los enfrentamientos precipitó la militarización del campo opositor.
Las organizaciones armadas se afianzaron en un escenario de variable
empate.
El primer cambio
de la rebelión se consumó con la presencia de los asesores
provistos por Estados Unidos. El segundo viraje se concretó con el
predominio de milicias yihadistas que no habían participado en la
gestación de la sublevación. Como los fundamentalistas islámicos
(salafistas) son acérrimos enemigos de los derechos ciudadanos, su
dominio de la revuelta sepultó el sentido democratizador del
alzamiento,
Los yihadistas se
impusieron mediante acciones brutales. Varios grupos contaron con la
financiación de Qatar y Arabia Saudita (Jaish al-Islam) y otras
fracciones actuaron en forma más autónoma (Jabhat al-Nusra).
Turquía aportó logística, circulación en las fronteras y
contingentes propios (Ahrar as-Sham). Estas potencias sunitas
apostaron a una ocupación extranjera, semejante a
la registrada en el Líbano durante los años 80.
Entre los
yihadistas se consolidó el protagonismo del grupo EI (Ejército
Islámico, ex ISIS), que intentó establecer los cimientos de un
Califato en las zonas conquistadas de Siria e Irak.
Al principio
Estados Unidos avaló la presencia de estas bandas suponiendo que
acelerarían la caída de Assad, sin quitarle el timón de la
oposición a los sectores del ELS (Ejército Libre de Siria),
manejados por el Pentágono.
Pero los
fundamentalistas superaron a los grupos pro-occidentales y se
apropiaron de su armamento. Tal como ocurrió con los talibanes y Al
Qaeda, Estados Unidos perdió el control del campo que esperaba
manejar.
En las zonas bajo
su dominio, los salafistas impusieron códigos medievales
contra las minorías religiosas. Asesinaron cristianos y
kurdos, degradaron a las mujeres y quebraron la convivencia
entre pueblos y creencias.
Esa usurpación
transformó un conflicto inspirado en anhelos democráticos, en una
batalla entre dos bandos igualmente reaccionarios y crecientemente
contrapuestos por pertenencias comunitarias. Como acertadamente
señaló un analista, esa degeneración enterró la sublevación
inicial (Kur, 2016).
El avance militar
de los yihadistas quedó detenido el año pasado. El gobierno de
Assad reconquistó territorios con el auxilio de los bombardeos rusos
y las acciones de las milicias pro-iraníes (Hezbolah). Contó
también con el sostén de las comunidades alawitas, chiitas y
cristianas aterrorizadas por el salvajismo de los salafistas. Cuando
la guerra privó al país de alimentos y medicinas básicas, ambos
bandos reclutaron a los desesperados por sobrevivir bajo alguna
protección.
Los dos campos
cometieron horrendos crímenes documentados por numerosas crónicas
periodísticas (Febbro, 2016; R.L, 2016; Al-Haj Saleh, 2016). Esa
barbarie compartida confirma la disolución del componente progresivo
inicial que tuvo el conflicto.
PRIMAVERA, YIHADISMO Y KURDOS
El curso de la
guerra en Siria sintonizó con tres procesos regionales. En primer
lugar, la confiscación de la lucha democrática profundizó el
retroceso general de la primavera árabe. Ese levantamiento ha
quedado socavado por represiones dictatoriales y guerras yihadistas
(Cockburn, 2016).
En medio de atentados y atropellos
contra los trabajadores, en Túnez gobierna un ex ministro del viejo
régimen de Ben Alí. En Egipto los militares restauraron el brutal
sistema precedente, desplazando al gobierno electo de los hermanos
musulmanes.
Los golpistas
emiten condenas a muerte, engrosan las abarrotadas prisiones y
torturan a miles de personas. Cuentan, además, con el aval de
Estados Unidos y la complicidad de Europa. Su conducta confirma el
carácter reaccionario de las cúpulas militares
enfrentadas con el islamismo.
En Libia se verifica la misma
regresión. Gadafi fue tumbado por el operativo que montó la OTAN
para dividir al país. Occidente usufructúa de esa partición junto
a Qatar y Turquía (que manejan la región de Trípoli) y Arabia
Saudita (que se reparte el Torbuk con Egipto). Tal como ocurrió en
África durante década anterior, el territorio ha sido reorganizado
bajo el control de los señores de la guerra (Zurutuza,
2014).
En Irak continúa la demolición
impuesta por un desangre sectario entre sunitas herederos de Sadam y
chiitas asociados con Irán. Estados Unidos tolera esa matanza y
supervisa la fractura del país, mediante frecuentes cambios de
bando.
También los palestinos sufren las
consecuencias de este dramático escenario regional. Israel refuerza
la expropiación de Cisjordania extendiendo muros, apropiándose del
agua y forzando la emigración.
En este desolador contexto zonal se
asienta un segundo proceso de gravitación contrarrevolucionaria de
los yihadistas. Esos grupos son continuadores del terrorismo talibán,
que Estados Unidos fomentó hace varias décadas para expulsar a la
Unión Soviética de Afganistán.
Las potencias
occidentales han utilizado las milicias salafistas para destruir a
los regímenes adversarios. Ese desmoronamiento refuerza la extinción
de todos los vestigios de laicismo y modernización cultural.
Los
fundamentalistas son una fuerza transfronteriza que se alimenta del
odio generado por las agresiones imperialistas. Prometen regenerar la
sociedad con estrictas normas de autenticidad religiosa, que incluyen
alcanzar el paraíso a través de la inmolación suicida (Hanieh,
2016). La atracción que suscita entre jóvenes desengañados no sólo
tiene fundamentos místicos. Expresa también el anhelo milenario de
alcanzar la unidad árabe por medio de un
Califato, asentado en la unanimidad religiosa (Jahanpou,
2014a).
Los yihadistas encarnan la versión
extrema de la vertiente sunita del islamismo, en histórica rivalidad
con los chiitas. Por eso trasladaron a Siria la guerra sectaria que
desgarró a Irak. Los asesinatos que perpetraron en Túnez ilustran,
además, su pretensión de disolver el sindicalismo y erradicar la
militancia. Son destructores de la organización popular, exponentes
de la barbarie (Achcar, 2015) o representantes de nuevos fascismos
con referentes religiosos (Rousset,
2014).
Tal como ocurrió
con Bin Laden tienden a desenvolver acciones propias que escapan al
control de sus creadores (Petras, 2016). La variante más reciente
del yihadismo surgió en las cárceles de Irak entre los oficiales
del disuelto ejército de Sadam. Formaron el EI para resistir la
expulsión de los sunitas del estado y para rechazar del acuerdo de
gobernabilidad concertado por Estados Unidos con Irán (Rodríguez,
2015).
Pero a diferencia
de sus precursores de Al Qaeda algunas vertientes han intentado
construir un estado. Ocuparon pozos petroleros y
se financiaron con la comercialización del crudo. Si ese proyecto
territorial fracasa retomarán el uso generalizado del terror.
En este terrible
escenario se incubó un tercer acontecimiento inesperado y positivo:
la consolidación de zonas autónomas bajo el control de los kurdos.
Este grupo nacional aglutina a la mayor minoría sin estado de todo
el planeta. Diseminados en varios países, sus derechos han sido
negados por incontables gobiernos.
En su valiente
resistencia al yihadismo crearon la posibilidad de un Kurdistán
independiente (Feffer, 2015). Si obtienen esa meta conseguirán el
objetivo que los palestinos no han logrado alcanzar.
Esa perspectiva
abre una luz de esperanza en la tragedia de Medio Oriente.
Combatiendo al ISI los kurdos ya construyeron un semiestado dentro de
Irak. Han pactado con el gobierno chiita aprovechado el momentáneo
aval de Estados Unidos y buscan reconstruir en Irán la efímera
república que forjaron en los años 40.
En Siria
batallaron durante años por su autonomía, pero en el conflicto
actual establecieron un acuerdo con Assad para combatir a los
yihadistas. Con un armamento muy limitado han
logrado significativas victorias.
En
Kobane demostraron la supremacía del heroísmo y la
auto-defensa sobre el terror. Sus milicias integradas con mujeres,
guiadas por normas de laicismo e impulsadas por proyectos económicos
cooperativos son la contracara del oscurantismo yihadista (Kur,
2015).
Las victorias de
los kurdos permitirían restaurar la convivencia entre árabes,
armenios, turcomanos y asirios. Introducen un
contrapeso progresista al ocaso de la primavera y a la reacción
salafista.
EPICENTRO
DE CONFLICTOS GLOBALES
La
guerra actual difiere en el plano geopolítico de lo ocurrido en
Libia. Allí prevaleció la unanimidad imperialista, Rusia
jugó un papel secundario, Irán no fue determinante y las
sub-potencias que financiaron a la oposición se repartieron
amigablemente el petróleo. Por el contrario en
Siria se han concentrado múltiples conflictos internacionales.
Estados
Unidos intentó aprovechar la rebelión democrática inicial para
deshacerse de Assad. El cuestionado presidente no conserva ningún
gramo del viejo antiimperialismo, pero actúa con un imprevisible
pragmatismo. Aunque participó en la invasión yanqui a Irak,
preserva una autonomía inadmisible para el Departamento de Estado.
Por eso Obama intentó tres fracasadas políticas para derrocarlo.
Primero tanteó la
instauración de una zona área de exclusión y amenazó con
bombardeos directos. Pero no logró la cobertura de las Naciones
Unidas, ni el sostén requerido para montar el control internacional
de los arsenales químicos.
Posteriormente
propició la división del país en cantones, en el escenario de caos
que potenciaron los grupos del ELS manejados por la CIA. Como Assad
se negó a exilarse y el yihadismo copó el bando rebelde, Washington
optó por una negociación con Rusia para neutralizar a los
fundamentalistas. Decidió tolerar al régimen, en el marco de las
nuevas tratativas para logar el desarme nuclear de Irán (Armanian,
2016c).
Pero estas
vacilaciones paralizaron a Obama y empujaron a los republicanos a
exigir la continuidad de la campaña militar. Incluso Hilary propuso
el endurecimiento y la intervención del Pentágono. La caída de
Alepo implicó finalmente una derrota de Estados Unidos, que revierte
sus avances en Libia y consolida sus retrocesos en Irak.
Nadie sabe qué
hará Trump, pero ya anticipó un mayor apoyo a Israel que conduciría
a retomar el hostigamiento de Assad. Avalará en la ONU el
colonialismo sionista y amenaza con trasladar la embajada yanqui a
Jerusalem. Los tres principales funcionarios militares del nuevo
presidente (Flynn, Pompeo y Mattis) son partidarios de romper el
acuerdo nuclear con Irán.
Pero reactivar el
conflicto con Siria choca con la tregua sugerida a Rusia para
confrontar con China. Renovar la presión militar sobre Damasco no es
compatible con los acuerdos propuestos a Putin, para compatibilizar
los gasoductos proyectados por Rusia (South
Stream) y Estados Unidos (Nabucco). Es también difícil priorizar
esos convenios hostilizando al mismo tiempo a Irán (Ramonet, 2017).
Hasta ahora Europa
ha seguido las políticas más duras que impulsó Estados Unidos en
Siria. Especialmente Francia incentivó el derrocamiento de Assad,
facilitando la circulación de los yihadistas y la
financiación de su armamento. Hollande busca ahora mayor
protagonismo en la captura de Mosul.
Esta conducta fue reforzada con la
utilización reaccionaria de los atentados padecidos por la población
gala. No sólo volvió a imperar un doble rasero, para subrayar que
la vida de un francés vale más que su equivalente del Tercer Mundo.
La marcha oficial frente a lo ocurrido en Charlie Hebdo fue precedida
por la prohibición de manifestaciones palestinas e incluyó la
presencia de Netanyahu, como una explícita provocación al mundo
árabe.
También los refugiados son
manipulados para justificar operaciones bélicas de “protección
humanitaria”. Mientras cierra las fronteras y convalida los
naufragios en el Mediterráneo, Hollande multiplica el envío de
tropas que potencian el éxodo de la población civil (Alba
Rico, 2015).
Ese belicismo se explica por los
negocios franceses con Arabia Saudita o Qatar y por los intereses
coloniales que el yihadismo amenaza en África. Pero un ala del
establishment (Fillon) ya propicia replanteos. Francia padece al
mismo Frankestein que afecta a Estados Unidos desde el atentado de
las Torres Gemelas.
La creciente participación de
ciudadanos franceses de origen árabe en el yihadismo agrava el
problema. La atracción del fundamentalismo entre los jóvenes
desposeídos aumenta con la criminalización de los musulmanes y la
expansión del fascismo islamofóbico.
En Siria se
dirimen también las tensiones de Occidente con Rusia. En los últimos
años la OTAN desplegó misiles en Europa Oriental, creó repúblicas
fantasmales (Kosovo), propició incendios fronterizos (Georgia) e
indujo golpes de estado entre los aliados estratégicos de su
contrincante (Ucrania).
Pero la pasividad
de la era Yeltsin quedó atrás y Putin encabeza una reacción
defensiva en la esfera geopolítica (recaptura de Crimea) y económica
(expropiación del magnate pro-Exxon Jodorkovski). La presencia rusa
en Siria apuntala ese contrapeso.
Putin subió la
apuesta luego del ataque del ISI a un avión ruso en Sinaí. Está
empeñado en prevenir el resurgimiento de las milicias islamistas en
su radio de Chechenia. Acordó con Obama el bombardeo a los grupos
yihadistas y luego aprovechó el desconcierto de Estados Unidos para
socorrer al acosado Assad.
Rusia apuntala en
Siria sus propios intereses militares (una base naval y otra aérea)
y económicos (gasoductos). Se encuentra en una situación muy
distinta a la padecida cuando perdió Afganistán o se desplomó la
URSS.
Pero compensar la
fragilidad económica interna con expansión militar puede desembocar
en el desastre que demolió al imperio zarista. El momento de gloria
que vive Putin disimula las limitaciones de su maquinaria bélica y
el dudoso sostén interno a operaciones de mayor envergadura (Poch,
2017).
La
internacionalización del conflicto sirio condujo incluso a China a
atenuar su estrategia general de prescindencia. A diferencia de lo
ocurrido en Libia, ahora participa en las negociaciones sobre el
futuro del país. Teme la expansión del yihadismo en sus fronteras y
necesita asegurar el abastecimiento de petróleo. La estabilidad de
Medio Oriente es vital para su proyecto de forjar un gigantesco
emprendimiento comercial, emparentado con la vieja ruta de la seda.
DISPUTAS REGIONALES
Los conflictos
entre las sub-potencias de la región han influido más que las
tensiones globales en el desgarro de Siria. Israel interviene en
sintonía general con Estados Unidos. Pero hace valer intereses
colonialistas que rompen el equilibrio de la primera potencia con sus
socios del capitalismo árabe.
Netanyahu
aprovechará el ascenso de Trump para intentar la captura completa de
Cisjordania liquidando la farsa de los dos estados (Pappé, 2016).
Con ese objetivo incentivó la demolición de Siria a través de
bombardeos y socorros de la retaguardia yihadista. Esperaba destruir
a un adversario que alberga palestinos y oxigena a Irán.
El gobierno
israelí no acepta perder el monopolio atómico regional frente a las
instalaciones construidas por los Ayatollahs. Despotricó contra el
acuerdo nuclear que suscribió Obama y se dispone a dinamitar ese
convenio, para revertir el resultado adverso de la guerra en Siria.
Arabia Saudita es un segundo
protagonista que encabezó el sostén a los yihadistas para tumbar a
Assad. Su régimen criminal-monárquico es la principal referencia de
los fundamentalistas. El nuevo rey Salman inauguró por ejemplo su
mandato con un récord de 153 ejecutados (Gómez, 2016).
Los sauditas
disputan hegemonía con Irán recurriendo a fundamentos del Corán.
Retoman la antigua contraposición entre sunitas y chiitas, que se
cobró más de un millón de muertos en la guerra entre Irak e Irán
(Jahanpour, 2014b).
Los monarcas
saudíes no toleran la preeminencia lograda por sus adversarios en el
régimen que sucedió a Sadam Hussein. Exigen, además, el
sometimiento de todos los pobladores chiitas de la península
arábiga, que encabezaron protestas durante la primavera árabe
(Luppino, 2016).
En el estratégico enclave de Yemen los jeques comandan una atroz
escalada de masacres, que ha creado una tragedia de desabastecimiento
de agua y alimentos (Cockburn, 2017). Cuentan con la colaboración
aérea de Inglaterra y la complicidad logística de Francia (Mundy,
2015). Mantienen, además, una estrecha asociación de compra de
armamento y sostén del dólar con Estados Unidos (Engelhardt, 2016).
Pero con el manejo de una colosal renta del crudo han construido un
poder propio, que genera múltiples conflictos con Washington.
En los últimos años Estados Unidos incrementó
su abastecimiento interno de combustible, redujo la dependencia de
sus proveedores y utilizó el petróleo barato como instrumento de
presión sobre Rusia e Irán, afectando también a sus socios
sauditas.
Probablemente los monarcas avalaron la caída del
precio para afectar la rentabilidad de la producción norteamericana
(extracción con shale) y recuperar predominio. Pero también
priorizaron la convergencia con Estados Unidos para disciplinar a la
OPEP y debilitar a Teherán. Con Trump se avecinan nuevos
acercamientos (guerra del Yemen) y distanciamientos (más negocios
con Europa que con América).
Más conflictivo es el destino futuro de los
yihadistas. Al igual que en Pakistán, nunca se sabe cuánto
protegen los monarcas sauditas a los grupos terroristas que
desestabilizan a Occidente (Petras, 2017).
Por esa razón más de un estratega
del Departamento de Estado evalúa la conveniencia de promover una
balcanización de Arabia Saudita. Exploran la posibilidad de
transformar a ese país en una colección de impotentes mini-estados,
semejantes a Qatar o Barheim (Armanian, 2016b).
El tercer actor
regional -Irán- disputaba en la época del Sha poder regional con
los Sauditas, dentro de un mismo alineamiento pro-norteamericano.
Pero desde hace décadas el régimen teocrático choca con Estados
Unidos. Apuntala especialmente el régimen de Assad para reforzar su
preeminencia en Irak y contrarrestar el acoso saudita en Yemen.
Participa en Siria no sólo con armas y asesores, sino con cierto
despliegue de fuerzas regulares. Además, recluta chiitas en el mundo
árabe con la misma intensidad que sus adversarios sunitas (Behrouz,
2017).
Los Ayatollah le
permitieron a Rusia incursionar desde su territorio contra el ISI,
pero mantienen abiertas las negociaciones nucleares iniciadas con
Obama. Al cabo de varias décadas de aislamiento económico el
régimen acepta un desarme parcial, a cambio de inversiones
occidentales. Tramita un lugar protagónico en los gasoductos que
diseñan las compañías petroleras (Armanian,
2016d).
Los socios
privilegiados del capitalismo iraní se definirán en la intensa
batalla interna que libra el ala pro-occidental de Rohani, con la
vertiente tradicionalista de Jameini. Todos buscan desactivar un
descontento reformista que amenaza la supremacía de los teólogos y
militares en el manejo del gobierno.
Finalmente la
cuarta potencia regional -Turquía- pertenece a la OTAN y alberga una
base militar con ojivas nucleares apuntando a Rusia. Pero los
herederos del imperio otomano también operan como una sub-potencia
con vuelo propio.
Especialmente el
gobierno islámico-sunita conservador de Erdogan intentó un
liderazgo de la zona, en estrecha alianza con la hermandad musulmana
de Egipto. Pero luego del derrocamiento de ese sector consumó un
cambio de frente, buscando primacía en la ofensiva contra Assad.
Motorizó la acción de los yihadistas en Siria e incluso derribó un
avión ruso para forzar la intervención directa del Pentágono. Con
el mismo propósito potenció la crisis de los refugiados en Europa
(Armanian, 2015).
Pero el peligro de
gestación de un estado kurdo precipitó otro viraje espectacular de
Erdogan. Turquía se forjó como país en la negación de los
derechos de esa minoría y su gobierno complementa el viejo
exclusivismo nacional (una sola lengua, raza e idioma) con el sostén
religioso de las mezquitas (Gutiérrez, 2016).
Erdogan se sumó al bloque de rusos e
iraníes para bloquear la expansión de los kurdos en sus fronteras.
Rompió la tregua con los encarcelados líderes de esa minoría en
Turquía y apuesta a negociar con Assad la obstrucción total de los
anhelos kurdos (Lorusso,
2015).
El presidente cambió de bando para
confrontar internamente con los pacifistas, laicos y progresistas que
avalan las demandas (o las negociaciones) con los kurdos. Propicia un
giro totalitario que inició desarticulando el improvisado golpe de
estado reciente. Quizás montó un auto-golpe para justificar las
persecuciones (Cornejo, 2016) o afronta conspiraciones
pro-norteamericanas de los descontentos con su aproximación a Rusia
(Armanian 2016a).
En cualquier caso, Turquía es un
polvorín sacudido por choques en la cúpula militar. Erdogan
sostiene a la fracción islamista que promueve un proyecto hegemónico
neo-otomano (rabiismo) frente a sectores más atlantistas
(kemalismo), en un marco de fracasado ingreso a la Unión Europea
(Savran, 2016). En la guerra de Siria se dirime la supremacía de un
grupo sobre otro.
CARACTERIZACIONES Y POSICIONAMIENTOS
La complejidad de
la guerra en Siria obedece a una intrincada combinación de
conflictos. La rebelión popular inicial se entremezcló con las
tensiones entre potencias regionales y globales (Cinatti,
2016).
Ese tipo de
mixturas en un mismo escenario bélico ha sido frecuente en la
historia. La Segunda Guerra Mundial sintetizaba, por ejemplo, choques
interimperialistas (Estados Unidos-Japón, Alemania-Inglaterra), con
resistencias democráticas al fascismo y defensas de la URSS ante la
restauración capitalista. Estos dos últimos componentes
determinaron el alineamiento de la izquierda en el campo de los
aliados (Mandel, 1991).
Para tomar partido en conflagraciones
de este tipo, resulta necesario caracterizar cuál es el campo que
contiene demandas legítimas o facilita triunfos populares. Es vital
priorizar la lucha por abajo, para distinguir a las fuerzas más
progresivas de cada escenario. Los conflictos geopolíticos nunca son
indiferentes a la acción popular, pero están subordinados al curso
de esas batallas.
Lenin propició esta estrategia
socialista que jerarquiza los combates populares y toma en cuenta las
tensiones por arriba. Superó el error de considerar tan sólo la
confrontación con el enemigo principal o sostener ciegamente
cualquier rebelión, omitiendo su función en el escenario global.
En el caso actual de Siria han
prevalecido momentos de prioridad de la lucha democrática
(levantamiento inicial contra Assad), derrota de los criminales
reaccionarios (yihadismo) o sostén de los movimientos más avanzados
(kurdos). En todos los casos se han verificado situaciones
controvertidas.
En el debut de la primavera árabe las
movilizaciones democráticas eran tan válidas en Túnez como en
Siria. Pero esta última rebelión perdió legitimidad cuando fue
usurpada por el oscurantismo.
En el caso de los
kurdos, la enorme progresividad de su lucha no queda anulada por la
protección coyuntural que obtienen de Estados Unidos. Por la misma
razón persiste la validez de la causa palestina, a pesar de la
financiación que brinda Qatar al Hamas e Irán al Hezbolah.
La imperiosa
necesidad de frenar la barbarie yihadista condujo también a intensos
debates en Mali, frente al arribo de tropas colonialistas francesas
(Amin, 2013; Drweski, Page
2013). .
No es sencillo definir en Medio
Oriente cómo se apuntala la lucha popular, en medio de las tensiones
geopolíticas que inciden en esa batalla. Conceptualizar a los
principales protagonistas de esas disputas contribuye a esas
definiciones.
Estados Unidos comanda un bloque
imperialista que ha destruido al mundo árabe con bombardeos, drones
y asesinatos selectivos. Permanece en Afganistán amparando
aventureros -que se financian con el cultivo de estupefacientes- y en
la descalabrada sociedad iraquí, sostiene a los clanes más
corruptos.
Washington
redefine actualmente sus estrategias, sin perder el lugar preeminente
que ocupa en la reproducción del orden capitalista global.
Auto-limita su poder de intervención recurriendo a manejos
indirectos (“soft power”) y una gestión imperial colectiva, que
en Medio Oriente opera a través de un apéndice directo (Israel).
Las potencias
regionales desenvuelven políticas sub-imperiales, guiadas por una
cambiante relación de subordinación, autonomía y conflicto con el
imperialismo central. Definen todas sus acciones en función de esos
objetivos de supremacía zonal. Las variedades tradicionales
(Turquía), nuevas (Sauditas) y en recomposición (Irán) de ese
perfil se han verificado en la contienda de Siria. La intervención
de esos países clarifica el sentido actual del sub-imperialismo, que
fue conceptualizado en los años 70 con otros propósitos.
Finalmente el
papel de Rusia debe ser evaluado en otro plano. No es un adversario
ocasional, sino un rival estratégico de Estados Unidos. El Pentágono
confronta desde hace mucho y en forma permanente con ese país.
Rusia no es la URSS. Se ha consolidado como una economía capitalista
integrada a la mundialización neoliberal y actúa en Siria en
función de los intereses de las clases dominantes y la burocracia
del Kremlin.
Es una potencia con tradiciones imperiales que no opera a esa escala,
sino en un nivel más precario. Por esa razón se perfila como un
imperio en formación, que igualmente afecta la primacía de
Occidente en Medio Oriente. Esa intervención puede cambiar la
relación internacional de fuerzas, pero no constituye por sí misma
una acción progresiva o favorable a los pueblos2.
GOBIERNO Y OPOSITORES
Los debates sobre
Siria oponen en la izquierda a los defensores del gobierno y del
bando opositor. La tesis favorable al régimen no ignora su carácter
represivo, pero subraya su impronta laica, progresista y multiétnica.
Destaca la necesidad de asegurar la integridad territorial de ese
estado, frente a la disgregación sufrida por Libia e Irak. También
describe cómo las conspiraciones imperiales
intentan socavar a un gobierno heredero del
proyecto panárabe (Fuser, 2016).
Pero Assad no cometió excesos
ocasionales. Encabeza un régimen atroz que reprimió en forma
sanguinaria a los manifestantes. Los disparos a
mansalva, bombardeos de aldeas y asesinatos de familias continuaron
los crímenes de 1982 en la localidad de Homs.
El gobierno actual no
guarda ningún parentesco con la constitución inicial de un estado
aglutinante de todas las comunidades. Desde hace años aplica ajustes
del FMI y apuntala la corrupción de camarillas que se enriquecieron
con la gestión neoliberal.
La involución del Baath sirio se
asemeja a la trayectoria seguida por Sadam Hussein
o Gadafi. Todos debutaron con proyectos reformistas y concluyeron
gobernando para clanes mafiosos.
La virulencia
represiva de Assad reproduce también lo ocurrido en la década
pasada en Argelia, cuando el gobierno desconoció un triunfo
electoral islamista, precipitando matanzas de ambos bandos. Con los
mismos pretextos de contener al fundamentalismo, el dictador egipcio
Sisi descarga una virulenta represión contra la oposición.
Los
reclamos democráticos de la población siria siempre tuvieron la
misma legitimidad que las exigencias de otros pueblos. Esas demandas
han sido enarboladas contra tiranos prohijados o enemistados con
Estados Unidos.
Al razonar con criterios puramente
geopolíticos desconociendo estos hechos, no sólo se ignoran las
aspiraciones populares. Se cierra los ojos ante
masacres que ningún progresista puede avalar. Esa actitud condujo
durante décadas a dañar la causa del socialismo ignorando los
crímenes de Stalin.
La tesis opuesta y favorable a la
rebelión se ubicó al principio en la trinchera correcta, pero
desconoció la degeneración ulterior de la revuelta. Algunos niegan
esa involución afirmando que el levantamiento
democrático se profundizó y radicalizó. Reivindican a los rebeldes
y objetan la gravitación asignada a la CIA o al yihadismo
(García; Dutra, 2016).
Pero
los crímenes cometidos en el bando opositor desmienten esa
evaluación. No tiene sentido hablar de una “revolución siria”
luego de la confiscación perpetrada por lo salafistas. Esa
expropiación sepultó el carácter progresista que al principio tuvo
el segmento rebelde.
El
grueso de los insurgentes no pertenece a genuinos grupos de
resistentes obligados a pactar con el diablo. Están muy lejos de los
irlandeses del IRA (que aceptaban armas del
Kaiser) o de los maquis franceses (que recibían pertrechos de los
norteamericanos). Al igual que los kosovares de Europa Oriental,
primero quedaron bajo el radar de la OTAN y luego repitieron el
devenir reaccionario de los talibanes.
El antecedente
libio es muy esclarecedor de los errores cometidos por algunos
pensadores de la izquierda, que idealizaron a los rebeldes
monitoreados por el Pentágono. No sólo fue desacertado reclamar
armas para ese sector, sino también aprobar la “zona aérea de
exclusión” que establecieron las potencias occidentales. La caída
de Gadafi no fue un “triunfo popular” sino un logro de las
fuerzas reaccionarias.
Estas experiencias
constituyen una advertencia para la acción actual de los kurdos,
que cuenta con el visto bueno de Estados Unidos. Existen cuestionados
liderazgos asociados con Israel, en un contexto
controvertida evolución de los dirigentes apresados en Turquía
(De Jong, 2015). Conviene recordar que la heroica
lucha de los kurdos siempre estuvo signada por dramáticas
manipulaciones y traiciones (Fisk, 2015).
Pero hasta ahora
ninguno de esos peligros anuló la progresividad de la
resistencia kurda. Esa lucha se diferencia del trágico curso seguido
por la rebelión siria.
Cuando un
conflicto se desliza hacia la encerrona que padeció el combate
contra Assad, lo más positivo es frenar el desangre. Ese sacrificio
destruye la capacidad de acción de los pueblos. Muchos años
de confrontación entre bandos regresivos agotó por ejemplo a la
población del Líbano y Argelia, que ya no tuvo disposición para
participar en la primavera árabe. La actual demolición sectaria de
Irak constituye otro desastre del mismo tipo.
Las iniciativas para alcanzar el fin
de las hostilidades aportan las mejores propuestas de resolución
progresista del conflicto sirio. Muchas personalidades y movimientos
han trabajado en esta dirección. Denunciaron la intervención del
imperialismo y promovieron negociaciones bajo la égida de las
organizaciones populares (Katz, 2013). El mismo planteo exponen
en la actualidad distintos pensadores y corrientes políticas
(Domènech, 2016).
CAMPISMO Y NEUTRALIDAD
El segundo debate
en la izquierda gira en torno a la valoración de los conflictos
geopolíticos que condicionan la guerra en Siria. Una tesis destaca
que existen dos campos en disputa: el imperialismo occidental
liderado por Estados Unidos y el alineamiento de Rusia con Irán y
Turquía. Estima que el triunfo de Assad favorece la multipolaridad
que encarna esta última alianza (Fuser, 2016). Otros realzan
especialmente el rol de Rusia en la gestación de esa alternativa
(Zamora, 2016).
Pero esta visión juzga lo ocurrido en
Siria en función del tablero mundial, olvidando la rebelión
democrática que detonó los conflictos en ese plano. Observa sólo
la intervención de las potencias y desconoce la acción popular. Por
eso evalúa al gobierno sirio como si fuera un simple peón del
ajedrez global. Omite los crímenes de Assad suponiendo que son datos
secundarios de una gran partida internacional.
Con la mirada
puesta en las tensiones inter-estatales ese abordaje sugiere que la
primavera árabe no existió. A lo sumo considera su impacto sobre
Egipto o Túnez, sin incluir a Siria en ese proceso. Las revueltas
populares son también percibidas como manipulaciones de las
embajadas estadounidenses, mediante frecuentes comparaciones con las
“revoluciones de terciopelo” de Europa Oriental.
Pero esa analogía sólo registra la
afinidad de la clase media liberal árabe con los valores
norteamericanos, omitiendo que las protestas no irrumpieron en ningún
país emulando a Occidente. Al contrario, estuvieron motivadas por el
rechazo a las tiranías serviles de Estados Unidos (Mubarak, Ben
Alí). En la mayoría de los casos predominó la misma hostilidad
hacia el imperialismo que se observa en América Latina.
Es un gran error
suponer que las transformaciones progresistas surgirán de una
pulseada global entre potencias. Esos avances sólo pueden gestarse
al calor de una acción popular, que debería ser el foco de atención
de todos los pensadores de izquierda.
Mirando sólo las
tensiones en la cúspide resulta imposible definir cuáles son las
fuerzas progresivas en Medio Oriente. Los kurdos, por ejemplo, han
sido últimamente protegidos por Estados Unidos y hostilizados (o a
lo sumo tolerados) por el bando opuesto que integra Turquía.
Si se prioriza la
gravitación del universo geopolítico correspondería denunciar (en
lugar de apuntalar) las acciones de esa minoría. Es lo que sugieren
algunos “campistas” extremos, en su descripción de los kurdos
como agentes del imperialismo (Gartzia,
2016).
El desacierto general de ese enfoque
proviene de suponer que el enemigo de mi enemigo se ha convertido en
un buen aliado. Olvida que los yihadistas enfrentados con Washington
no son mejores que el imperio.
La simplificación
en torno a dos campos recrea el viejo modelo de muchos partidos
comunistas de posguerra, que evaluaban cualquier acontecimiento en
función del choque entre áreas socialistas y capitalistas.
En cualquier caso Rusia ya no es la
URSS y carece de sentido justificar al régimen de Assad por el
sostén que recibe de Putin. Ese apoyo obedece, además, a cálculos
geopolíticos variables. De la misma forma que Siria acompañó a
Estados Unidos en la guerra contra Irak, Rusia mantiene acuerdos de
cooperación militar con Israel, especialmente en el manejo de los
drones.
El viejo ultimátum de “ubicarse en
uno de los dos campos” desprestigia a la izquierda. La realpolitik
obstruyó en el pasado el proyecto socialista, con avales a la
invasión rusa de Checoslovaquia, que impidieron
apuntalar la renovación anticapitalista. El neoliberalismo se nutrió
de esas frustraciones.
El planteo opuesto al “campismo”
realza la existencia de dos bandos geopolíticos igualmente
regresivos en el conflicto actual. Remarca que el eje de Siria, Rusia
e Irán es tan nefasto como el alineamiento de Estados Unidos,
Francia y Arabia Sauditas (Alba Rico, 2016). Este enfoque considera
que el escenario actual se asemeja a las guerras inter-imperialistas
de principio del siglo XX y convoca a desenvolver la oposición a
ambos polos.
Esta visión defiende acertadamente el
derecho de los pueblos a rebelarse contra los gobiernos represivos.
También denuncia el mar de sangre generado por los dos contendientes
de Siria y aprueba las iniciativas de paz para contener esa
destrucción.
Pero es
problemático adoptar estas posiciones con preceptos neutralistas,
olvidando la relevancia de las confrontaciones geopolíticas para las
batallas populares. El resultado de esos conflictos no es indiferente
a los combates antiimperialistas de los movimientos sociales y las
naciones oprimidas.
En muchos casos la
izquierda debe tomar partido frente a choques militares entre
personajes abominables. Numerosos experiencias ilustran ese tipo de
obligadas definiciones. No sólo la derrota de Hitler era positiva a
manos del Stalin. También Thatcher era el enemigo principal en
Malvinas frente a la dictadura de Galtieri y Bush era el adversario
vencer ante el tirano Sadam. En situaciones complejas hay que
registrar cuáles son los intersticios de intervención para los
proyectos populares.
ADVERTENCIAS PARA AMÉRICA LATINA
La sangría de
Medio Oriente constituye una gran alerta para otras regiones. Ilustra
la devastación que genera la acción imperial y los enfrentamientos
entre pueblos.
Afortunadamente
América Latina no atravesó esa demolición y mantiene
significativas diferencias con el mundo árabe. El cambio de
relaciones de fuerzas -que introdujo el denominado ciclo progresista
de la última década -impidió a Estados Unidos perpetrar sus
tradicionales intervenciones en la región.
La situación de
los movimientos populares también difiere sustancialmente de Medio
Oriente. El baño de sangre y la desmoralización política -que
sucedió a la derrotas de la primavera árabe- dista mucho del
resistido y acotado retroceso político, que genera la restauración
conservadora en Latinoamérica.
Pero lo sucedido
en Irak, Túnez, Egipto, Libia o Siria es una gran advertencia ante
la peligrosa presencia estadounidense en Colombia. Ya hay siete
bases militares conectadas con la cuarta flota, que operan en
estrecha asociación con un ejército de envergadura.
Colombia
prepara además un ingreso a la OTAN, que conducirá a envíos
de tropas a las zonas en conflicto. Quiénes luego lamentan la
incorporación de Latinoamérica al radio de las represalias
terroristas, suelen olvidar que el origen de esa desgracia se
encuentra en la sumisión al Pentágono.
El sometimiento de Argentina a las
aventuras estadounidenses en Medio Oriente condujo a dos graves
atentados (AMIA y Embajada). Pero como Macri está embarcado en
repetir esa subordinación hay que atenerse a las consecuencias.
Ha reabierto la
absurda causa judicial sobre el Memorándum, suscripto por el
gobierno anterior con Irán, para hacer buena letra con Trump y
Netanyahu. Si esa dupla concreta el endurecimiento con los Ayatolah,
tendrá a su disposición un pretexto de agresión fabricado en
Argentina.
La alocada idea
que el fiscal Nisman fue asesinado por orden de Teherán con la
complicidad de Cristina Kirchner ya fue sugerida por cúpula
sionista. No es la primera vez que Israel utiliza a la Argentina para
sus operaciones contra Irán. Seguramente aprovechará la disposición
de Macri a sumarse a cualquier operativo.
El líder del PRO
ya abrió los archivos a la CIA, compra armamento a Tel Aviv entrena
gendarmes en el estado de Georgia. También su colega brasileño
-Temer- busca oxígeno con mayor sometimiento a Estados Unidos
En este marco la
derecha venezolana utiliza argumentos de Medio Oriente para conspirar
contra Maduro. Afirma que alineó a Venezuela en un “eje del mal”
comandado por Rusia e Irán. Con ese disparate motoriza provocaciones
golpistas, que incluyen llamados a la intervención extranjera con
pretextos de crisis humanitaria.
No sólo pretenden
repetir el golpe institucional perpetrado en Honduras, Paraguay o
Brasil. Preparan acciones de mayor porte con exigencias de sanciones
y aplicación de la Carta Democrática de la OEA. Los aviones espías
del Pentágono acompañan la conspiración penetrando el espacio
aéreo venezolano.
Frente a este
acoso el gobierno bolivariano ha reforzado sus vínculos con el
régimen sirio. Esa alianza es comprensible pero no justificable. Los
acuerdos militares y las convergencias diplomáticas pueden
concretarse, sin emitir opiniones sobre los gobiernos involucrados.
Los movimientos
sociales, partidos políticos e intelectuales de izquierda tienen la
palabra. Deben comprometerse con la verdad, siguiendo principios de
rechazo de la intervención imperialista, oposición a los dictadores
y solidaridad con los pueblos sublevados. Estos criterios ofrecen una
brújula frente a la tragedia de Siria.
18-1-2017
RESUMEN
El giro de la
guerra no atenúa el desastre humanitario. La sublevación
democrática inicial fue usurpada por el yihadismo y se transformó
en un conflicto entre bandos regresivos. En un escenario de ocaso de
la primavera árabe y preeminencia del fundamentalismo despunta la
perspectiva progresiva de un estado kurdo.
Las grandes potencias disputan
intereses en un conflicto internacionalizado. Más intensa es la
batalla por la hegemonía entre cuatro sub-potencias regionales. En
la actual combinación de conflictos corresponde priorizar las
batallas populares frente a las tensiones geopolíticas.
Es tan equivocado
justificar los crímenes del gobierno, como ignorar la confiscación
reaccionaria de la revuelta. Los errores provienentes del registro
exclusivo de disputas inter-estatales no se superan con neutralismo.
Lo ocurrido en Siria es una advertencia para América Latina.
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PALABRAS CLAVES
Medio Oriente. Imperialismo. Guerra.
1
Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro
del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
2
En un próximo trabajo expondremos nuestra interpretación del
significado teórico de las nociones sub-imperialismo e imperialismo
en formación.
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