Al leer esto se intuye, pues, que Jerusalén es la historia de Israel, es el corazón del mito sionista, el escenario exclusivo de los profetas bíblicos, el origen hasta de Dios —el de los judíos—, la Palabra y la luz, por tanto, el origen de todos, pues según eso, todos venimos de las escrituras, del lugar en el que empezó todo, hasta los otros dioses, los mentirosos, los impostores, los becerros de oro.
No hay lugar para preguntarse por el Dios islámico, la historia árabe, ni, mucho menos, por la Jerusalén que también es capital de Palestina. Ninguna palabra de ese muro lleva a preguntarse por la palabra Palestina, como tampoco por lo islámico y lo árabe: borran por completo la otra parte de la historia en los lugares de recogimiento histórico, igual que en la política, como veremos.
Desde que se voltea la mirada a la historia de Jerusalén se percibe una política de negación de la identidad, pues la Jerusalén palestina e islámica no se tiene en cuenta: se minimiza, se niega y se ignora.
Una parte de la construcción sociohistórica de Israel —el Estado de Israel— se ha promovido desde la negación del otro: la negación de Palestina. Pero, paradójicamente, la creación del Estado de Israel en 1948 y la posterior ocupación de Palestina ha sido tanto un golpe como un impulso para el sentido identitario de los palestinos*.
Por un lado, se tiene la discursividad política que ha emitido Israel. Por ejemplo, la primera ministra israelí de 1969, Golda Meir, declaró que “no existe nada llamado pueblo palestino”, lo que rebotó en el habla israelí y dio como resultado que los judíos se creyeran y repitieran este postulado, entre otras declaraciones de otros personajes que han deshumanizado y negado la ancestralidad palestina, lo que hace que, según el periodista independiente Sherri Muzher, ningún ataque a dicha sociedad sea infame ni mucho menos ilegal, pues allí no había nadie más que tribus y personas que venían de otros países, la tierra estaba sola, la arquitectura no tenía autor y el orden establecido era una arbitrariedad. (Lea también:El proyecto filosófico Latinoamericano)
Por otro lado están las modificaciones que han hebraizado la toponimia palestina al cambiar los nombres de los lugares, produciendo así una expropiación de la memoria territorial, como lo expone Martín A. Martinelli (U. Nacional de Luján) en su artículo La construcción de la identidad palestina, y que han deconstruido la urbanidad del país.
Por último están las narrativas míticas —el libro judío y el libro cristiano, principalmente— que en lo que concierne a Palestina dicen que es la tierra que Dios les regaló a los judíos; así, permanecer allí es infringir la voluntad de Dios.
Ante esto, los palestinos tienen un mínimo común que les permite una resistencia al golpe identitario que Israel les ha propiciado. Inclusive, los llaman “refugiados árabes”, ¿refugiados en su propio país?, y “árabes de Israel”, como si todos los palestinos fueran árabes y como si todos los árabes hablaran, creyeran y sintieran mediante el mismo dialecto y la misma “ideología”.
Esa resistencia devenida en identidad se ha forjado desde la desolación ante lo que comenzó hace más de medio siglo; desde la pérdida de autonomía en cualquier frontera del mundo, pues los palestinos están permanentemente en un purgatorio: no alcanzan la gloria de las ventajas que da la ciudadanía israelí, pero tampoco son muy válidos sus carnés del infierno en el que duermen; desde la incertidumbre de los cierres y desviaciones nuevas en las vías; desde el riesgo de la exposición de cada vivienda a la expropiación; desde el miedo diario fundado en la constante amenaza de perder la vida y la culpa misma por haber nacido; pero también desde la incesante pregunta sin respuesta de si algún día serán vistos como humanos o si seguirán siendo fantasmas numéricos de la historia y del presente.
Si bien Palestina es un país que ha soportado distintos dominadores —el Imperio otomano, Gran Bretaña y el Estado de Israel son los más recientes—, se ha llamado de distintas formas y su identidad se ha transformado en respuesta a cada cambio, también, y a pesar de esas variables los palestinos tienen una identidad que se ha hecho y les acompaña desde sus primeras leyendas, que inmortalizaron las hazañas de sus antepasados comunes, como todos los pueblos.
Es así, entonces, que Palestina, a su identidad de antaño —de antaño pero viviente en los genes—, suma en este momento y desde hace varias décadas una identidad rasgada por el sufrimiento y la vivencia del miedo ya mencionados, pero también por un sentimiento que no deja de creer y pedirles a los cielos que haya, algún día, independencia y que las cenizas vuelvan a ser olivos.
La dignidad poetizada
Cuando al fin se fueron las tropas británicas de Palestina, en 1948, se asomaba una pequeña sombra de esperanza. Pero al otro lado de la moneda, con apoyo británico, se estaba impulsando un asentamiento de judíos en Palestina. Empezó la instalación del Estado de Israel, el cual se fue expandiendo, ocupando tierras que hizo llamar tácitamente suyas, entre ellas ese reino de olivos.
Las gentes empezaban a escapar como ladrones de sus propias casas, sin llaves, ni maletas, con algún billete y lo que llevaban puesto. Huían, aunque algunos escribían y hacían fotos y trataban de plasmar lo que ocurría, como lo haría con el tiempo Mahmoud Darwish (Galilea, 1941-2008).
Su familia había huido sin nada y con apuros, para no perder la vida en manos y armas del nuevo Israel. Llegaron hasta el Líbano y allí sobrevivieron varios meses, no más de un año. Al regresar a su aldea, Birwa, en Galilea, no hallaron más que destrucción. En el lugar donde se levantaba su casa había escombros, polvo y rastro del olvido; igual era en donde había antes aldeas vecinas.
Otra versión, mucho más desgarradora, dice que su familia huyó no por miedo sino porque no les quedaba otra opción: ellos mismos presenciaron la destrucción de su casa. Fue entonces cuando partieron al Líbano.
Darwish tenía siete años. Mientras su familia estuvo en el Líbano, el gobierno adelantó una serie de censos entre los palestinos que se quedaron, y así, quienes no figuraran en las listas no tenían derecho a permanecer en el nuevo Estado de Israel: eran palestinos ilegales en Palestina. Tiempo después, Darwish comenzó a velar porque los problemas políticos no paralizaran la literatura palestina, la creación, la circulación y las agendas en torno a ella. Clandestino, sin derechos, desde joven se refugió en la literatura. Gritó y lloró contra Israel, volvió a ver el mundo por primera vez y lo retrató desde los ojos de su pluma. Para los palestinos, decía, la poesía es una fiesta perpetua, un símbolo de sí. Escribió sobre todo poemarios. Trabajó como editor en revistas y también se dedicó a la investigación. Entre sus obras están Enamorado de Palestina, El lecho de una extraña y Como la flor del almendro o allende.
Hay quienes dicen que los libros tienen un alma sabia que a cada hombre le susurra una revelación distinta. Darwish respondió a la suya con grandeza: reconstruyó mediante el lenguaje poético —ese que es una celebración para su pueblo— aquella identidad que está labrada sobre el dolor y la esperanza que los unen, pero añadió un esencial humano: dignificó el sufrimiento del pueblo palestino y homenajeó, letra tras letra, y en vida y obra, pues también fue a encarcelado por su coraje, a cada hombre junto a su hazaña de resistencia (sí, a cada palestino), que ha sido muerto por ese monstruo que se hace a sí mismo desde las más miserables inhumanidades y la complicidad de los que sólo miramos .
* Kevin Ary Levin – UBA.
Fuente https://www.elespectador.com/noticias/noticias-de-cultura/clandestina-de-si-misma-articulo-727236
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