viernes, 20 de noviembre de 2015

Los caprichos fronterizos de Oriente Medio

Por Fernando Arancón
El Plan Schlieffen, con el que Alemania esperaba vencer rápidamente a Francia, había fracasado. Aquella guerra que el Káiser Guillermo II esperaba resuelta para la Navidad de 1914 estaba poco tiempo después en punto muerto. El noreste de Francia se había convertido en uno de los mayores cementerios del mundo tras la batalla del Marne, situación agravada entre 1915 y 1916 tras sucederse los combates en Verdún y el Somme. Al otro extremo del Segundo Reich la situación no era mejor. Las tropas germanas habían vencido con cierta facilidad a los rusos en Tannenberg, y los ejércitos del Zar se deshacían entre los disparos de los Mauser, las deserciones, las cargas en masa y la total carencia de armamento y avituallamiento.
La pareja franco-británica, consciente de la precaria situación de su aliado oriental, se había propuesto descongestionar su maltrecho frente de Picardía y Champaña llevando la guerra lejos de allí. Los Balcanes no eran distracción suficiente para las tropas austrohúngaras y otomanas. En 1915 se consumaba el cambio de bando de Italia tras prometérsele por parte francesa, británica y rusa los territorios irredentos que su insaciable nacionalismo añoraba. Sin embargo, la aportación de los italianos al avance aliado fue escasa, ya que sus progresos en el frente alpino se demostraron prácticamente nulos, y sólo distrajeron una pequeña parte de las tropas austrohúngaras. El precio a pagar, cientos de miles de bajas.
Así pues, la apertura de otro frente era vital. Si los rusos capitulaban, las Potencias Centrales se lanzarían al asalto y barrerían al machacado ejército anglo-francés. Los aliados trataron entonces de sacar al Imperio Otomano de la guerra atacando los Dardanelos. Su clímax, Galípoli, fue otra carnicería en tablas, soportada esta vez por australianos y neozelandeses. Sin embargo, los ingleses habían dado con una tecla que sonaba medianamente bien. Aquel imperio multiétnico, multirreligioso y con un nacionalismo árabe creciente era el escenario perfecto en el que derrumbar los cimientos otomanos y sacar así de la partida a un vital aliado germano. Las consecuencias de toda aquella operación política, diplomática y militar se plasmaron en las fronteras de Oriente Medio, límites tan al gusto de Londres y París y tan incomprendidos como escasamente aceptados por distintos actores de la región. Un siglo después, lo que ocurre en aquella zona del mundo tiene mucho que ver con cómo se dinamitó y heredó el Imperio Otomano.

Promesas y desilusiones

En los primeros años del siglo XX, el declive del Imperio Otomano resultaba evidente. Lejos quedaba el sultanato hasta las murallas de Viena, y por aquel entonces los territorios más periféricos del imperio eran descaradamente repartidos e invadidos por las potencias –o semipotencias como Italia, que invadió la Libia otomana en 1912 con el fin de asistir de manera testimonial al reparto colonial– que veían en Oriente Medio la expansión natural y el conector geográfico propicio entre la metrópolis y sus inmensos imperios de ultramar.
Sin embargo, el gigante otomano se resistía a morir como imperio. Los “Jóvenes Turcos”, en el poder desde mediados de 1908, se habían propuesto fortalecer Turquía y sus territorios para alejarlos de las injerencias extranjeras. Su modelo de gobierno, altamente centralista y autocrático, había despertado recelos en las poblaciones árabes del imperio, especialmente en aquellas que desde el siglo XIX llevaban gestando un creciente sentimiento panarabista.
El Imperio Otomano hacia 1914. En aquellos años todavía controlaba importantes centros económicos y demográficos, como Mesopotamia o la costa arábiga del Mar Rojo
El Imperio Otomano hacia 1914. En aquellos años todavía controlaba importantes centros económicos y demográficos, como Mesopotamia o la costa arábiga del Mar Rojo
Los británicos, hábiles en este tipo de escenarios, optaron por alimentar los deseos independentistas de los pueblos árabes con la intención de que este conflicto carcomiese al estado otomano e inclinase la balanza a su favor en la guerra. Lord Kitchener, secretario de Estado británico para la guerra, decide contactar a través de Henry MacMahon, entonces alto comisario británico en Egipto, con el jerife de La Meca, Hussain ibn Ali, y proponerle un levantamiento de las tribus arábigas contra los Otomanos. A cambio, el Reino Unido verá con buenos ojos un estado árabe en la zona. Sin embargo, y de manera deliberada, las promesas británicas son ambiguas, y las malinterpretaciones numerosas.
Hussain piensa que el nuevo estado árabe abarcará la península arábiga, Irak y toda la zona del Levante mediterráneo. Sin embargo, los planes británicos para esos territorios son otros. Las pretensiones de Londres eran que la franja costera del Levante quedase bajo control occidental al igual que Irak, mientras que las franjas desérticas entre una zona y otra mas la península arábiga podían pasar a formar parte de un estado árabe. Los británicos, conocedores del abismo entre lo que prometían y lo que pretendían hacer, no concretan demasiado al jerife de La Meca, que a pesar de las indefiniciones británicas se levanta igualmente contra el poder otomano.
El socio del Reino Unido en la guerra, Francia, con enorme influencia cultural y económica en el Levante y tan interesado en la región como los británicos, se apresuró a respaldar el levantamiento árabe y la jugada inglesa. Al tiempo que el conocido Lawrence de Arabia hacía de enlace entre El Cairo y el jerife Hussein, el escenario de posguerra empezaba a diseñarse en 1916. Concretamente, sus encargados serían el británico Mark Sykes y el francés François Georges-Picot. El resultado, de sobra conocido, sería un tratado que pondría del revés el ya de por sí complicado equilibrio de Oriente Medio.
No obstante, aquel juego sería a múltiples bandas, y los acuerdos que en secreto iban tejiendo franceses y británicos acabaron involucrando en algún momento del proceso a los Estados Unidos, la Sociedad de Naciones, la Rusia zarista y hasta al movimiento sionista.
El acuerdo inicial estipula que Oriente Medio se dividirá en dos zonas de influencia: al norte la francesa, abarcando el sur de Anatolia y el norte del Levante y de Irak –la zona de Mosul; los británicos tutelarán los territorios del centro y el sur de Irak, así como la parte meridional del Levante, en un continuo de Mesopotamia al Sinaí. Por último, la zona de Palestina será un condominio francobritánico. Así comienza la división de la región, con una línea completamente recta trazada de suroeste a noreste que llega desde Amman a Kirkuk.
Sin embargo, los británicos no están satisfechos con este acuerdo. En 1918 el tratado anglofrancés secreto ha sido desvelado por Rusia, entonces en plena reconversión a Unión Soviética tras la Revolución de Octubre en 1917, y los árabes no están, lógicamente, muy contentos con el doble juego de Londres. Del mismo modo, la retórica wilsoniana procedente de Estados Unidos sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos hace que el Reino Unido deba cambiar de estrategia. Una división tan unilateral y descarada de Oriente Medio ya no es plausible, por lo que hay que reorientar el discurso.
Ante la amalgama étnica –y crecientemente nacional– que eran los restos del Imperio Otomano, el Reino Unido se erige como protector de esos pueblos sin experiencia política independiente. En noviembre de 1917 Lord Balfour, en la declaración homónima, promete el establecimiento de un “hogar judío” en Palestina. La carta de Balfour, tan conocida como ambigua, es otro de los episodios de aquel juego de trileros en lo que se convirtió la diplomacia británica para tener contentos a todos los implicados sin salir ellos perdiendo. Promesas similares irán destinadas también a los armenios y los kurdos, minorías dentro del entramado otomano pero con firmes deseos de autodeterminación.
Los últimos en comprobar el juego británico serían sus aliados franceses. Una vez terminada la guerra en 1918, Francia se encontraba preocupada por su parte del pastel. Desde su perspectiva, en los territorios del norte de Irak no podía sacar un rédito económico con el que compensar el gasto administrativo colonial de todo el territorio, por lo que prefiere afianzarse en lo que llamarán la “Siria útil”. En cambio, los británicos, poseedores de los derechos de explotación de los hidrocarburos en la zona de Mosul, solicitarán la cesión a los franceses. El primer ministro británico, Lloyd George, se lo pedirá personalmente a su homólogo francés, Clemenceau, y este aceptará. Se consumaba así el reparto territorial. No obstante, un problema seguía preocupando a los británicos: cómo justificar la nueva dominación.
Del reparto inicial de Sykes-Picot a la situación final, varios años después de haber terminado la Primera Guerra Mundial
Del reparto inicial de Sykes-Picot a la situación final, varios años después de haber terminado la Primera Guerra Mundial
Esta solución provino de la recién creada Sociedad de Naciones. Tanto Reino Unido como Francia se ofrecieron a establecer mandatos en sus respectivas zonas de influencia. Esto suponía que quedaban encargados de estos territorios con la condición de que promoviesen su desarrollo a fin de que estos territorios, en un plazo determinado, realizasen su transición a países independientes. Sin embargo, la persistencia de Estados Unidos de cara a permitir que estos territorios eligiesen tu potencia “mandataria” casi trastoca todos los planes francobritánicos. Y es que los enviados de los distintos territorios a las distintas comisiones de los tratados de paz acabaron eligiendo un mandatario estadounidense. Esto se debía materializar en el seno de la Sociedad de Naciones, sin embargo, y por decisión de su Senado, Estados Unidos nunca llegó a entrar en la organización, invalidándose todo lo acordado. Así, para regocijo de Londres y París, la situación volvía a estar como antes.
Con escasa oposición internacional –los árabes llegaron a tener brevemente un estado propio pero este fue rápidamente desarticulado por las potencias europeas–, los deseos británicos y franceses acabaron consumados. Durante las conferencias de San Remo, en 1920, y El Cairo, al año siguiente, la repartición de Oriente Medio se convertía en realidad. Para Francia quedaba el territorio acordado, aunque en París creyeron conveniente partir el protectorado en dos, con Siria por un lado y el Líbano por otro, este último bajo control de los cristianos maronitas, que habían presionado a Francia para obtener su futuro país lejos del poder de Damasco –aun haciendo del Líbano un territorio de alta heterogeneidad étnica y religiosa. Los británicos igualmente acabaron obteniendo los mandatos de Palestina –ya con un creciente conflicto entre árabes y sionistas–, Irak, donde colocaron como rey a uno de los hijos del jerife Hussein, Faysal, y el territorio que crearon por medio, Transjordania, a modo de estado-tapón entre la península arábiga y el Levante, cedido a otro de los hijos de Hussein, Abdallah.
En el desierto arábigo, donde Hussain ibn Ali pretendía basar el nuevo estado panárabe, el ascenso de los Saud creaba el estado de Arabia Saudí con la bendición de los británicos, abarcando todos aquellos territorios que no estaban bajo protección de Londres.
Empezaba así a tomar forma el mapa de Oriente Medio, con la línea Sykes-Picot intacta, particiones y fronterizaciones surgidas de la arbitrariedad colonial y las promesas del estado árabe disueltas en dos protectorados con los hijos de ibn Ali a la cabeza como única recompensa. En Londres se daban por satisfechos con el resultado. Habían conseguido un continuo territorial entre el Mediterráneo y Persia, un estado bajo el amparo británico, acercando aún más la India con Inglaterra. No obstante, no existiría entonces ni un atisbo en la comprensión de las consecuencias que aquella partida de ajedrez a medio terminar tendría para el futuro de Oriente Medio.
Oriente Medio - Confictos - Historia - Kurdistán y sus fronteras históricas
Y es que otras realidades nacionales, como Armenia o el Kurdistán, quedaron a medias o simplemente fueron palabras que se llevó el viento. En el primer caso, la Armenia propuesta por el presidente estadounidense Wilson era bastante más extensa que el país actual, abarcando el este de Anatolia en un intento por consumar la supremacía del estado-nación sobre los estados plurinacionales o multiétnicos. Esta “Gran Armenia” tuvo el mismo destino que el Kurdistán propuesto en el Tratado de Sévres de 1920, un país kurdo “de mínimos” que no satisfacía a nadie.
Como dicho tratado nunca llegó a ratificarse, fue sustituido por el de Lausana en 1923, un texto que recuperó Anatolia para los turcos, ya que la península había sido troceada en distintas zonas de influencia occidentales y estados recién nacidos. Se acabó primando la existencia de Turquía frente a otras realidades, y la Armenia de Wilson se esfumó con la correspondiente invasión turca, sumada al genocidio durante la Primera Guerra Mundial, al igual que el Kurdistán, cuyas fronteras acabaron siendo simples líneas en los borradores de los tratados de paz.

Un mal sueño y un peor despertar

A pesar de los redoblados esfuerzos británicos y franceses por controlar Oriente Medio, su dominio en la zona no perduró más de tres décadas. Tras la Segunda Guerra Mundial, las capacidades y la legitimidad de estas potencias para mantener estos territorios habían desaparecido completamente.
Así, por iniciativa de Naciones Unidas y con el apoyo –o la resignación– de los países vencedores en la guerra, nacían en los años inmediatamente posteriores al conflicto Siria, Líbano, Transjordania e Israel –conflicto incluido–, que se sumaban a los ya existentes Irak y Arabia Saudí. Sin embargo, aquella oleada descolonizadora no se tradujo en un revisionismo de los límites fronterizos, trasladando ahora el problema a un mayor número de estados, más débiles y con intereses divergentes. No obstante, la herencia cultural de la zona permaneció viva en este periodo post-colonial, impidiendo que la heterogeneidad étnica y religiosa fuese motivo de violencia o debilidad del estado. De hecho, y excluyendo la cuestión kurda, los movimientos integradores regionales desde la década de los cincuenta consiguieron superar cualquier tipo de nacionalismo “individual” en los países árabes de Oriente Medio. Experimentos como la República Árabe Unida, de carácter republicano, entre Siria y Egipto de 1958 a 1961, o la Federación Árabe de Irak y Jordania, monárquica, en 1958, mostraron que la superación de la fronterización colonial era posible incluso bajo distintas formas de gobierno.
El único y gran obstáculo para aquel proceso panarabista con un creciente componente socialista sería la existencia del estado de Israel. Su simple localización sirvió para espolear el nacionalismo árabe en contraposición al sionismo, pero también debilitó las estructuras estatales y los proyectos políticos de la región al infligir varias y contundentes derrotas militares, teniendo además el respaldo de los países occidentales. A pesar de ser un ejercicio de política-ficción, el devenir de Oriente Medio no hubiese sido el mismo si Israel no hubiese existido, hubiese cohabitado en paz con Palestina o hubiese sido derrotada por las sucesivas coaliciones árabes.
El triángulo de autocracias panárabes en Egipto, Siria e Irak imprimió estabilidad a la región durante la segunda mitad del siglo XX. A cambio de dictaduras paternalistas, la diversidad étnico-religiosa estaba garantizada, salvo el caso de los kurdos en Irak. Sin embargo, aquel sistema empezó a decaer a finales del siglo pasado con la guerra entre Irán e Irak y la posterior invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein. En la centuria actual Estados Unidos daría la puntilla en 2003 volteando el escenario político y social iraquí, un cambio que a largo plazo se ha demostrado clave en la situación actual de Oriente Medio, la redefinición de identidades y quién sabe si en unos años en la reordenación del mapa político regional.
El desmoronamiento actual de Siria e Irak no se puede entender sin los procesos de radicalización religiosa en el país del Éufrates y el Tigris y sin la ofensiva suní impulsada desde Arabia Saudí, atacando los dos puntos más débiles del “creciente chií” de Oriente Medio. Y es que el territorio actualmente controlado por el Estado Islámico no es más que la zona de clara mayoría suní existente entre Siria e Irak. Sin embargo, este desequilibrio en la balanza religiosa y la práctica quiebra del contenedor garante de dicho equilibrio, esto es el Estado, ha fomentado el impulso de las distintas identidades religiosas y étnicas que podrían traducirse bien en mayor autonomía dentro de los ahora comatosos Irak y Siria o en reivindicaciones independentistas.
En este escenario de caos, los kurdos, aun repartidos por cuatro estados, han conseguido posicionarse como un actor de peso, y de facto en Irak ya son independientes. Sólo queda saber si querrán extender dicho estatus a los países adyacentes, especialmente Siria y Turquía. Esta situación sin duda obligaría a una remodelación fronteriza de los países en un escenario de posguerra. Y lo mismo podría ocurrir con realidades identitarias similares. ¿Se podría convertir el Estado Islámico en un ‘Sunistán’? ¿El oeste de Siria se volvería en una copia multiétnica y multirreligiosa del Líbano? Incluso yendo más allá, ¿sería factible hablar de una unificación del Líbano y esa nueva Siria? Ninguna de estas preguntas tiene fácil respuesta, como tampoco deberían ser escenarios descartables. De hecho, ya hay proyectos de división federal tanto en Siria como en Irak. No cabe duda de que esta homogenización religiosa sería un paso hacia la consecución del estado-nación en Oriente Medio, pero esto no implica de manera irremediable que la zona se estabilice.
Esta región se ha caracterizado durante siglos por un modelo de coexistencia relativamente pacífica entre comunidades religiosas. En la cultura política está interiorizado, y aunque en los asuntos internacionales no hay recetas mágicas ni soluciones infalibles, lo cierto es que algo que ha funcionado durante cientos de años no conviene modificarlo en exceso, menos aún con imposiciones foráneas. Ahora los estados y las comunidades de Oriente Medio se abocan a un triple dilema: la atomización territorial; volver al camino de la unificación árabe –aunque haya tendencias que lo quieran derivar hacia el panislamismo– o volver a apuntalar el sistema anterior, a medio camino entre ambos.
Hace un siglo, la desaparición otomana supuso un punto de inflexión para las dinámicas políticas de la región, y las injerencias externas marcaron en profundidad el devenir de los territorios resultantes. En la actualidad Oriente Medio se enfrenta a una crisis aún más grave, y sólo queda esperar quién, por qué y cómo se diseñará el escenario futuro. Sin duda, las fronteras resultantes serán claves en esta renovación del orden regional.
Estados árabes oriente medio
    http://elordenmundial.com/

sábado, 31 de octubre de 2015

ARABIA SAUDÍ E IRÁN: LA GUERRA FRÍA DE ORIENTE MEDIO

La situación en el Magreb y Oriente Medio – lo que Estados Unidos llama “Gran Oriente Medio” – es, desde hace unos pocos años, más inestable que nunca. Los efectos de las “primaveras árabes” han debilitado muchos estados en la zona, derivando en una situación general de inestabilidad y conflictos que van a más tanto en número como en intensidad. Los pocos supervivientes de este seísmo político-social ven ahora el camino libre para influir masivamente en la región, algo que no podían hacer antes con tanta desenvoltura al haber otros países con cierto poder que hacían de contrapeso en el juego geopolítico de la zona. Una vez desaparecidos los rivales, son Arabia Saudí e Irán los que se están apresurando a intentar moldear, cada uno a su gusto, el futuro de la zona. Sin embargo, los intereses del reino árabe y de la república islámica chocan en numerosos puntos a lo largo de todo Oriente Medio y por multitud de factores, por lo que cada vez son más estorbo el uno para el otro, algo que podría convertirse en un factor más de desestabilización en la ya convulsa región.

Deseos cumplidos

Si por algo se han caracterizado Arabia Saudí e Irán es por haber buscado en las últimas décadas su consolidación como potencias regionales, en gran medida gracias al respaldo que les otorga su producción y sus reservas de petróleo. Sin embargo, en la región siempre habían existido países con un poder político, económico y militar similar como Egipto, Siria o Irak, lo que dificultaba enormemente el despunte de alguno de ellos. Ahora, muchos son países extremadamente débiles, sumidos en el caos interno cuando no en una guerra civil abierta. Así pues, poco a poco, los países de la zona se han ido cayendo de la lista de candidatos a potencia regional a medida que las revueltas y las infiltraciones de grupos armados transnacionales han ido aumentando. Tampoco está ya Estados Unidos como policía regional, que ha optado en los últimos años por una salida escalonada del avispero de Oriente Medio. Ya sólo quedan saudíes e iraníes para disputarse el puesto en el momento en el que ambos ven más cerca que nunca sus sueños de alcanzar el Olimpo regional.
Ambos tienen ahora la oportunidad de posicionarse adecuadamente en la región para cuando ésta se estabilice de nuevo – sea cuando quiera que se produzca – y guiar los pasos de la misma en las próximas décadas gracias a su futurible papel hegemónico. Lamentablemente para los dos, los intereses que persiguen y la manera en la que pretenden configurar la región son muy distintos, lo cual hace que cada intento de influir en un determinado país, política o actor vaya a ser un pulso entre saudíes e iraníes. Y es que aunque geográficamente estén próximos, las diferencias que les separan son numerosas. Sin entrar en demasiado detalle, conviene recordar por ejemplo que los saudíes son suníes – wahabitas – y los iraníes siguen la corriente chií; étnicamente los saudíes son árabes y los iraníes persas; ambos tienen también una concepción bastante conservadora del Islam y su influencia en el Estado y la sociedad, aunque en el caso saudí prima la estabilidad y la paz social antes que exportar el Islam, cosa que en el régimen iraní no ocurre; además, su alineamiento o afinidad en la escena internacional también es diametralmente opuesta. Desde mediados del siglo XX, Arabia Saudí es una pieza clave de Estados Unidos en Oriente Medio por sus inmensas reservas de petróleo. Washington se ha cuidado de cultivar buenas relaciones con los Saud haciendo la vista gorda con las flagrantes ausencias democráticas del país árabe a cambio de un suministro constante de crudo a Occidente a un precio módico. Al otro lado de Ormuz, Irán es desde 1979 enemigo declarado de Estados Unidos, y a menudo es apoyado y apoya a países que se encuentran en la misma línea antiestadounidense.
En cierto sentido, el régimen de Teherán es más autónomo que el de Riyad. Económicamente más débil y políticamente más curtido en la escena internacional que su rival, los iraníes han procurado no depender de otros estados a la hora de actuar. Sin embargo, los saudíes están subordinados a Estados Unidos por esa conveniencia recíproca con el petróleo como base. A pesar de su amistad con Washington, el país arábigo no deja de ser una ficha más en el tablero norteamericano, por lo que no es extraño que Estados Unidos le pida ciertos favores, a menudo relacionados con la política regional, un terreno en el que los occidentales no se mueven con ninguna soltura a pesar de ser la región clave en la política exterior norteamericana en lo que va de siglo. No obstante, en influencia sobre la vecindad, Arabia Saudí se ha posicionado mejor. Domina el Consejo de Cooperación del Golfo, formado por ese país mas Omán y las “petromonarquías” del Golfo Pérsico, o lo que es lo mismo, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Qatar y Kuwait. Así, los pequeños estados vecinos se encuentran bajo el paraguas saudita dado que no pueden competir ni en la producción de crudo, ni en capacidad militar ni en el apoyo norteamericano para la causa que deseen. Además, en los últimos años, aunque siempre por interés y no por convencimiento ni afinidad, se ha decidido a colaborar con Israel, especialmente en al asunto concerniente al programa nuclear iraní con la intención de desbaratarlo.
Este último punto de tensión, el del supuesto desarrollo iraní de armas nucleares, ha sido el principal tema de conversación internacional con Irán como protagonista. Para los países occidentales y la mayoría de estados de la región, el hecho de que se podrían estar construyendo armas nucleares en el país persa ha sido una preocupación considerable, ya que desde 2005 las sospechas de ese desarrollo han ido en aumento, llegándose a contemplar incluso una invasión estadounidense del país o un ataque aéreo israelí sobre las instalaciones nucleares iraníes para ralentizar o parar el proceso nuclear. Sin embargo, ese mismo proceso de nuclearización – que luego se ha visto que en base a la capacidad iraní, el objetivo de la bomba nuclear era casi imposible – ha hecho que numerosos países, la mayoría de ese “bando” que no congenia con las tesis occidentales, simpatizasen con la república islámica al plantarle cara a los Estados Unidos, a otros países occidentales y a la potencia militar – y nuclear – de la región como es Israel.

El petróleo del mundo en riesgo

Mundo - Economía - Petróleo - Reservas por país de petróleo
Uno de los principales miedos que existen en el planeta respecto a este pulso es que una posible escalada de tensión entre ambos o un hipotético conflicto condene al mundo a tener que subsistir sin un flujo estable de petróleo. Entre ambos suman en torno a un tercio de las reservas mundiales de crudo – un 22% Arabia Saudí y un 11% Irán – , además de ser los dos mayores productores de la región y los saudíes los primeros del mundo.
Es por ello que un bache en la producción de barriles en alguno de ellos sería un duro golpe para la seguridad energética global. Si la producción bajase en los dos, el terremoto sería total.
No obstante, el problema más profundo reside en el hecho de que la producción saudí es la única insustituible en el mundo. En momentos de necesidad, especialmente para el sector occidental, Estados Unidos solía levantar el teléfono para pedirle al rey saudí un aumento de la producción en el corto plazo y así suplir las bajadas de la producción en otros países o para mantener estable el precio del barril de crudo. Sin embargo, Arabia Saudí es el único país del mundo capaz de hacer esto, tanto por infraestructura como por reservas. Recordemos además que otros países con una producción considerable a nivel histórico como pueden ser Libia, Irak o Siria, se sitúan ahora en unos niveles de producción casi inexistentes al encontrarse sumidos en el caos. Así pues, los saudíes ya llevan algunos años tapando esos huecos en la extracción de crudo dejados por otros países.
Mundo - Economía - Producción - Producción petróleo 2010
Hablar de perjudicados en una bajada de las exportaciones de petróleo de Oriente Medio sería alargar la lista de afectados a casi la totalidad del planeta, empezando por las grandes potencias, consolidadas y emergentes, ya que salvo Rusia, las dependencias de crudo – barato además – del resto del mundo son considerables. China, por ejemplo, importa la cuarta parte del crudo de los dos países en liza y Estados Unidos, Japón o Corea del Sur también son clientes asiduos de este mercado.
En un aspecto logístico, pretender que alguno de los dos países consiguiese sacar parte de su producción por algún punto que no fuese el Golfo Pérsico es casi imposible. Bien es cierto que ambos países llevan algunos años trabajando en depender menos del cuello de botella que se forma en Ormuz, un estrechamiento entre ambas orillas que en caso de escalada en la particular competición que estos países tienen, terminaría de ahogar las posibilidades de exportar crudo de ambos estados, además de perjudicar también las exportaciones petroleras del resto de vecinos de los saudíes, en especial de los Emiratos Árabes Unidos.
Oriente Medio - Conflictos - Seguridad - Irán - Situación en el estrecho de Ormuz

Un pulso al calor de la revolución

Actualmente no hay un actor de peso en Oriente Medio que no esté apoyado por uno de estos dos candidatos a potencia regional. Y decimos apoyo, que no simpatía, ya que en esa búsqueda de encontrar socios para mermar el poder del oponente en la región se han formado curiosas parejas de baile. Con la situación actual de la región, casi todo vale para coronarse como organizador de esa zona del mundo. Estados más débiles, grupos terroristas u organizaciones internacionales son los mayores títeres de los intereses saudíes e iraníes. El terreno de juego es igualmente extenso: desde la frontera sur de Turquía, esto es, el inicio del Líbano, Siria e Irak, hasta los extremos de la Península Arábiga y Egipto.
Y es que desde 2011, año en el que se iniciaron los profundos cambios políticos que han afectado a la región, árabes y persas han tenido sus filias y sus fobias en cada uno de los países. En Egipto con su revolución que ha terminado volviendo al punto de partida; en Siria y su cruenta guerra civil que desde hace más de tres años arrasa el país; en el desmoronamiento del estado iraquí que se viene produciendo desde la retirada de las tropas estadounidenses; en las acciones de los grupos terroristas Hamas, Hezbollah, el Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL) o en el mosaico de milicias, formaciones y grupúsculos armados que pululan por las absolutamente permeables fronteras de la región.
No es difícil encontrar los rastros de las rivalidades saudíes e iraníes al diseccionar los procesos políticos de Oriente Medio de los últimos años. En los intentos de desestabilizar al país contrario, Arabia Saudí e Irán han intentado, aprovechando las turbulencias políticas que han afectado a la zona, sacar del tablero a países afines al enemigo del otro lado del Golfo Pérsico. Al final ha acabado todo en un “ojo por ojo”, ya las zancadillas o los apoyos en una determinada situación se acaban devolviendo meses después en algún otro punto de Oriente Medio.
Podemos comenzar nuestro recorrido en Egipto, a finales de enero de 2011. Los vientos de cambio venían desde el Magreb y llegaron a orillas del Nilo con fuerza. El incombustible Mubarak acabó cometiendo el mismo error que todos los líderes que habían caído antes: demasiada represión y poca mano izquierda. Al final, el plantón del ejército a seguir reprimiendo las protestas y la gran organización que los Hermanos Musulmanes habían mantenido en la clandestinidad propiciaron primero el fin de Mubarak y la victoria del partido islamista en las elecciones que sucedieron a la deposición del líder egipcio después. Así, en unos pocos meses, Egipto pasaba de ser un país laico – estatalmente hablando –, favorable a los intereses occidentales y sin relaciones diplomáticas con Irán desde 1980 a posicionarse en un fuerte islamismo suní y en la línea contraria a los gustos de Occidente, como la mayoría de países con un componente islámico fuerte. En ese momento y a pesar de compartir orientación religiosa, Arabia Saudí había perdido un fuerte apoyo en la zona, ya que los Hermanos Musulmanes no se subordinaron a los intereses saudíes, sino que el nuevo Egipto de Mohamed Morsi quiso desplegar un islamismo político, poco acorde a los gustos de Arabia Saudí y más del estilo iraní. Además de esta divergencia político-religiosa, los saudíes perdían un apoyo en la línea prooccidental en la región, que casi era lo más importante. Así pues, la metamorfosis egipcia cayó como un jarro de agua fría en los Saud a la vez que se recibía con buenos ojos por el régimen de Teherán. Sin embargo, la victoria iraní en el primer asalto no hizo que el país árabe tirase la toalla.
La inestabilidad en Egipto siguió aumentando bajo el gobierno de los Hermanos Musulmanes hasta que un golpe de estado en julio de 2013 acabó por zanjar la deriva islamista del país mediterráneo. El ejército, actor clave en estas revoluciones, cortó por lo sano. Una junta militar provisional y la ilegalización del hasta entonces partido de gobierno bastaron para que los países que vieron con buenos ojos el golpe, empezando por Arabia Saudí, comenzasen a bombear ayudas económicas a Egipto para sostener el nuevo y provisional régimen, que volvía a la senda laicista y proocidental. El país arábigo conseguía así reequilibrar la balanza en Egipto a su favor, haciendo del estado gobernado por el exgeneral Al-Sisi dependiente de los préstamos y el sostenimiento saudí.
Las revoluciones y los conflictos se iban expandiendo por Oriente Medio, por lo que ese primer pulso entre Riyad y Teherán sólo supuso una toma de contacto. El siguiente lugar a través del cual se disputarían la influencia regional sería Siria. Su presidente, Bachar Al-Assad, arrastró al país a una guerra civil que aún continúa tras intentar reprimir con brutal dureza las protestas que pedían reformas democráticas. El régimen de Damasco, también laico aunque aliado tradicional de Irán por su histórico posicionamiento antiisraelí iba a ser el nuevo laboratorio de las tretas saudíes y persas.
Al igual que ocurrió en Libia para derrotar al coronel Gadaffi, la oposición al régimen sirio se organizó militarmente, ya que la vía pacífica se había agotado con la represión gubernamental. Occidente, intentando no repetir el caos organizado en Libia, dudó si intervenir de la misma manera que en el país norteafricano, si armar a la oposición o si mantenerse al margen. Distinguiendo el grano de la paja en la oposición siria, que a los pocos meses del inicio de la guerra civil ya era una amalgama de fuerzas, nacionalidades, religiones e intereses, los países occidentales optaron por abstenerse de participar. No fue esa la opinión de Arabia Saudí, que no dudó en apoyar a la oposición. Como una intervención directa no terminaba de cuajar y los saudíes veían necesario intervenir, no vacilaron en actuar por su cuenta, arrastrando a la causa a otros países vecinos como Qatar o Emiratos Árabes. Si Al-Assad caía, Irán se vería privado de su único aliado firme en la región; si además de caer se formaba una Siria firmemente suní y afín a los deseos de Riyad, la victoria saudí sería doble y casi con seguridad sería el golpe de efecto necesario para afianzarse como potencia regional.
Como es lógico, Irán no iba a quedarse de brazos cruzados viendo cómo la mitad de Oriente Medio ponía contra las cuerdas a su aliado y, por extensión, a ellos. Ayudar al régimen sirio a través de un Irak semicontrolado todavía por Estados Unidos iba a ser una tarea difícil, decidieron que su actuación se realizaría a través de Hezbollah, el conocido grupo terrorista con base en el Líbano, también afín al régimen gobernante en Siria. Y es que aunque el país del Levante es demográficamente de mayoría suní, esto es, como la mayoría de países árabes y los grupos opositores en la guerra civil, la minoría dirigente es chií, al igual que Irán o el Líbano. La mezcla de influencia política regional, internacional y religiosa se entremezclaba en el territorio gobernado por los Al-Assad.
En el tercer año de guerra, con un país arrasado, cientos de miles de muertos, millones de refugiados repartidos por los países vecinos y sin una solución clara en el horizonte, ambos países se siguen afanando por hacer valer su posición en Siria, además de los dos bandos en el conflicto interno. Sobre todo a partir del último año, el régimen sirio parece que cada vez controla más la situación, ya que la oposición ha pasado de ser la auténtica oposición siria – ciudadanos armados y militares desertores – a convertirse en una heterogénea mezcla de grupos terroristas, fanáticos religiosos y demás extremistas, cuyas intenciones en caso de victoria distan mucho de las de la oposición al inicio de la revuelta y la guerra. Así pues, y aunque todavía es un conflicto que dista de cerrarse, parece que la influencia iraní se mantendrá en Siria, aunque eso sí, a un precio muy alto para el país levantino.
Oriente Medio - Siria - Conflicto - Quién apoya a quién en la guerra en Siria
El conflicto sirio ha hecho que ahora más que nunca, las fronteras del país sean simples líneas en los mapas. Igualmente, algunos de los grupos que combaten al régimen de Al-Assad han optado por cruzar la frontera siria hacia el este buscando expandir su influencia e intentar ganar poder. Irak ha sido el más afectado, ya que ha sido incapaz de detener las riadas de extremistas islámicos que se filtraban por la frontera desde Siria, y que se han sumado al enorme problema de terrorismo que presentaba ya el país desde los primeros años de la invasión estadounidense, especialmente a partir de 2006.
Y es que Irak era un país que desde la retirada de las tropas estadounidenses en 2014 se ha visto que estaba apuntalado por las fuerzas norteamericanas. A pesar de los enormes esfuerzos de Washington por entrenar a las tropas iraquíes y dotar a su ejército de medios modernos – incluyendo cientos de carros de combate M1Abrams –, el ejército iraquí se ha diluido en un abrir y cerrar de ojos en cuanto ha tenido que afrontar el primer reto militar, que no es otro que las infiltraciones del EIIL (Estado Islámico de Irak y el Levante) y los duros golpes que este grupo armado le ha asestado al ejército iraquí – con un uso masivo y efectivo de la propaganda –. Esta espantada de las tropas de Irak ha permitido que en unas pocas semanas, la república asiática bordee convertirse en un Estado fallido, ya que aunque el EIIL no se atreva a avanzar hacia el sur ni hacia Bagdad, controla – o al menos ha hecho que el gobierno iraquí pierda el control – de una parte considerable del territorio. Incluso en el norte iraquí los kurdos han aprovechado para asentar su poder en las zonas que tradicionalmente han habitado, e incluso le llegaron a plantear la independencia al secretario de estado de los EEUU, John Kerry, cuando éste se trasladó a la zona en el cénit de la crisis. A pesar de que los deseos del secretario norteamericano son que los kurdos ayuden a unir de nuevo Irak, la etnia repartida en los cuatro países que hacen esquina en esa zona de Oriente Medio pretende hacer valer los acuerdos que se estipularon en el nunca ratificado Tratado de Sèvres de 1920.
religion_ehtnic_map416
La cuestión del pulso saudí e iraní se vuelve en Iraq un asunto bastante confuso. Ninguno parece querer entrar en semejante avispero, puesto que el país del Tigris y el Éufrates es, desde una composición étnica y religiosa, enormemente inestable. O al menos empezó a serlo cuando Estados Unidos desplazó a uno de los pocos elementos que hacían estable el lugar, el régimen de Saddam Hussein. Laico, panarabista e internamente represor, tuvo controladas las riendas del país a pesar de sufrir dos contundentes reveses militares en la guerra Irán-Irak de 1980 a 1988 y la frustrada invasión de Kuwait en 1991, que irremediablemente condujeron a una situación económica muy precaria.
Actualmente, y ante el desmoronamiento del país, Arabia Saudí e Irán se encuentran en una incómoda y contradictoria posición. Ambos deben elegir entre pugnar por la influencia suní y chií respectivamente – que en Iraq es una relación 40-60 aproximadamente – o fortalecer el gobierno del chií Haidar al-Abadi – previamente el gobierno de Nuri Al Maliki – y combatir al EIIL en territorio iraquí en favor de no permitir que este grupo se siga expandiendo por la región a sus anchas. En este último punto, las reacciones de ambos han sido inmediatas. El reino saudí ha desplegado 30.000 tropas a lo largo de su extensa frontera con Iraq al huir las tropas de Bagdad conforme avanzaban los extremistas islámicos; Irán, en cambio, ha ido un paso más allá y podría estar prestándole apoyo militar efectivo a Iraq con varias brigadas de la Guardia Revolucionaria. A pesar de que a la región en general no le convenga el avance del EIIL, no cabe duda de que el debilitamiento de Iraq redunda en un fortalecimiento de Irán, por cuestiones de seguridad regional y porque el mundo no puede permitirse el lujo de vivir sin crudo, venga de quien venga. Si Bagdad no lo puede proporcionar, tendrá que ser Teherán quien lo haga.
ARTÍCULO RELACIONADO: Estado Islámico, el nuevo enemigo (Juan Pérez Ventura, Agosto 2014)
Arabia Saudí no está cómoda con esta intervención ni con el empoderamiento iraní a costa del iraquí. Tampoco tiene una línea clara de actuación para el país vecino. La irrupción del EIIL en Siria y su traslado a Iraq fue tan repentino que apenas ha habido tiempo para realizar una estrategia y poder combatirlos de manera efectiva – en gran medida eso ha facilitado la expansión de los islamistas –. El principal recelo saudí es que una ayuda iraní en Iraq pueda facilitar que la mayoría chií social y política consiga consolidarse en el país. De hecho, ese es el objetivo de Irán, atraer a un histórico enemigo/competidor al redil del chiismo. Tampoco ayuda a la tranquilidad saudí la posibilidad de que en esta búsqueda por destruir al EIIL, Estados Unidos e Irán puedan colaborar. Sin el apoyo norteamericano, Arabia Saudí retrocedería muchísimo en su búsqueda por la hegemonía regional. Un acuerdo, e incluso un acercamiento americano-iraní, sería terrible para los intereses saudíes.
La tensión está, de momento, lejos de rebajarse. Hasta los pocos vecinos estables lo saben. Las “petromonarquías” del Golfo bien lo saben, y en un intento por encontrarse preparados en caso de llegar la tormenta, llevan unos años gastando ingentes cantidades de dinero en armamento a la vez que modernizan sus ejércitos a marchas forzadas. Emiratos Árabes Unidos fue en 2013 el cuarto mayor importador de armas del mundo, seguido por Arabia Saudí. La procedencia del material se sitúa en Estados Unidos, Reino Unido y Francia principalmente, si bien muchas compras saudíes de armamento estadounidense no tienen utilidad ninguna y simplemente se utilizan para dar salida a productos de la industria norteamericana. Otro de tantos favores de los Saud a Washington.
Lo que pueda pasar en Irak a día de hoy, especialmente con Estado Islámico de por medio, es enormemente difícil de dilucidar. Cuestiones como una hipotética intervención estadounidense en suelo iraquí para combatir al grupo terrorista, el desplome total de Bagdad o la conformación de un Kurdistán sirio-iraquí son escenarios que llevarían a la región por derroteros muy distintos, en los que Arabia Saudí e Irán saldrían mejor o peor parados y a los que deberían adaptarse. Así es y lleva siendo durante milenio y medio la división de la Umma.
http://elordenmundial.com/

martes, 27 de octubre de 2015

Cine iraní y palestino contra las convicciones de Occidente

-Nahid y Dégradé han sido dos de las proyecciones que, durante la 60 Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci), han causado sensación entre el público
-Ambas cintas intentan desmontar la imagen que Occidente tiene de las mujeres en algunos países islámicos, como Irán o Palestina

'Nahid' Foto: EP

'Nahid' Foto: EP
"Ser mujer no es nada fácil en ningún punto del planeta Tierra, pero es algo fascinante", afirmó la directora iraní Ida Panahandeh al término de la proyección de Nahid, su primer largometraje. La película ha concursado dentro de la sección oficial de la 60 Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci).
Panahandeh estuvo acompañada de su esposo y coautor del guión, Arsalan Amiri, que pidió a las mujeres de Occidente que acudan a Irán y comprueben por sí mismas la situación de las féminas en ese país, lejos de estereotipos configurados durante décadas, filtrados principalmente a través de los fundamentalismos. "Vivimos en 2015. Lo que veis fuera no pasa aquí dentro porque ahora Irán es uno de los países con mayor número de personas que acuden a la universidad y donde el número de mujeres con estudios superiores es muy alto", matizó.
La cinta de Panahandeh,  Nahid, es el relato de una joven divorciada que no puede emprender una nueva vida sin el riesgo de perder la custodia compartida de su hijo debido a la condición impuesta por su ex marido, lo que provoca una tensión continua entre su condición de madre abnegada y de mujer que no puede rehacer su vida amorosa. Lleva todo el peso de la educación de su único hijo, concebido con un drogadicto en proceso de rehabilitación, una situación que Panahandeh ha recreado a través de vivencias personales aunque con otro origen, el de la guerra entre Irán e Irak. La directora dijo que muchas madres tuvieron que hacerse cargo de la educación y economía familiares "mientras los hombres se encontraban en la guerra", como ocurrió con su marido.
El cine árabe diluye el mito de la mujer sometida en los países del islam
El cine persa y palestino diluye el mito de la mujer sometida en los países del islam
Nahid no ha tenido ningún problema con la censura. Tampoco es un alegato sobre una supuesta opresión social de las mujeres iraníes. "Tenemos una situación y una cultura diferentes -respecto con la mujer de Occidente-", dijo Panahandeh. "Todas las mujeres pueden sentir las mismas dificultades" que la protagonista de su primer largometraje, aclaró.

Cisjordania desde la perspectiva de 13 mujeres

Esta cinta ha competido con Dégradé, de los hermanos gemelos y de nacionalidad palestina Tarzan y Arab Nasser, quienes han rodado su película en Ammán (Jordania). Ambientada en una peluquería situada en la franja de Gaza como única localización, los hermanos Asser no obvian el conflicto armado contra Israel, pero han preferido centrar sus críticas en la falta de unión y agresividad mutua, por su forma diferente de encarar el problema, entre las facciones que conforman la resistencia.
No faltan críticas explícitas contra Hamás, los métodos terroristas y las mafias que constriñen a una población civil (2,5 millones de habitantes) con vidas limitadas por su propia seguridad, y confinadas por ello a una atmósfera asfixiante como la que han tratado de reflejar en los pocos metros cuadrados de la peluquería.
"Reflejar la realidad tal como es, representa el primer paso para el cambio", explicaron los directores en rueda de prensa, quienes criticaron también el tratamiento estereotipado, "pequeño y limitado", de la mujer palestina en las películas que narran el conflicto bélico contra Israel. "Son normales, hablan de todo y no todas llevan velo", dijeron.
Las 13 protagonistas de Dégradé coinciden como clientas en la peluquería cuando se ven encerradas en ella por una refriega armada en la calle. Las mujeres están representadas, cada una, a través de distintas personalidades: desde la muy religiosa, hasta la descreída; pasando por la enamorada, la que ansía la maternidad y la sometida a los dictados de la apariencia de clase.
Gracias en parte a estas dos películas, la imagen que Occidente tiene de la mujer en la mayor parte de los países islámicos, sometida a una férrea interpretación del Corán y a los presupuestos de una sociedad machista, ha quedado parcialmente desenfocada con la proyección de sendas películas árabes. Ha concursado también45 years, la segunda película del británico Andrew Haigh, autor también de un guión donde explora las perturbaciones del pasado lejano, en apariencia un volcán apagado que a veces despierta para condicionar el presente. Como el de un matrimonio casi anciano que se dispone a celebrar sus 45 años de casados cuando afloran el tiempo ido en sus vidas.
www.eldiario.es

lunes, 19 de octubre de 2015

Palestina: la Intifada de los cuchillos

Desconfianza en las autoridades palestinas, una de las razones del descontento

Mientras se enfrentan a la ocupación israelí y a la falta de un apoyo internacional certero, los palestinos viven una frustración proveniente de las promesas incumplidas y de una economía ahogada. Sus gobernantes parecen incapaces de llegar a un trato.

Por: Víctor de Currea Lugo
Resultado de imagen para intifada 2015
Estando en 2008 en Gaza, un abogado me enseñó una palabra árabe de difícil traducción al español: sumud, que traducen como perseverancia pero que, me decía, significa más que eso: aquí estoy y aquí sigo, es el apego a la tierra, la solidez de permanecer. Pero el sumud tiene un costo, el costo de renunciar a huir, de aferrarse al mástil en medio del vendaval.
Ahora que llegan nuevas malas noticias de Palestina, recuerdo aquella conversación. Algunos palestinos están usando cuchillos para atacar judíos, tomando carros que estrellan contra peatones israelíes y tirando piedras contra el ejército. El público israelí y la opinión internacional temen preguntarse: ¿Por qué? Pero el debate de la violencia política no es estético sino ético.
Ya hay un lenguaje establecido y aceptado, que explica el conflicto palestino-israelí de manera simple y equivocada: los judíos son eternamente víctimas, los árabes son terroristas, el oprobioso muro que construye Israel encerrando a los palestinos es una “valla defensiva”, la demolición de miles de casas árabes es una “medida de seguridad”, cualquier crítica a Israel es antisemitismo y cualquier ataque en su contra es un nuevo Holocausto. Los periódicos siguen repitiendo mentiras como que no se trata de una ocupación sino de un “territorio en disputa”.
Los palestinos deciden, de nuevo, levantarse frente a un conflicto que se define con un solo concepto: ocupación por parte de Israel de una tierra que no le pertenece, y que incluye la negación del derecho al retorno de los palestinos expulsados en 1948, el estatuto de ciudad internacional dado a Jerusalén y que Israel niega mientras se la apropia ilegalmente, la necesidad de definir fronteras reconociendo un territorio para los palestinos y el crecimiento de un crimen de guerra llamado asentamientos.
En 1987, armados de piedras, los palestinos se enfrentaron con el quinto ejército más poderoso del mundo, obligando a que Israel diera inicio al proceso de negociación de Oslo que, a su vez, dio como resultado una serie de acuerdos, incumplidos por el ocupante. Los palestinos tiraron piedra con el sueño de conseguir un Estado.
En 2000, fruto de las promesas incumplidas y en medio de unas deplorables condiciones de vida, los palestinos volvieron a tomar las calles para pedir que Oslo se cumpliera y la ocupación finalizara. En esa oportunidad optaron por acompañar la protesta callejera con acciones militares y de actos terroristas; rápidamente toda la Intifada fue presentada al mundo con la lógica imperante de la “guerra contra el terror”, negando las causas del conflicto.
Ahora en 2015, con una economía ahogada y miles de violaciones de derechos humanos que nada importan a la comunidad internacional, los palestinos se vuelven a levantar para pedir unas condiciones de vida digna. Ya no bastan las piedras pero tampoco han hecho presencia las acciones militares de gran calado. Curiosamente aparece una práctica ya vista de manera aislada en años anteriores: el ataque con cuchillos a israelíes.
Este giro hace que la confrontación, desde el lado palestino, ya no sea entre actores armados sino entre sociedades. Pero esta lógica no se la inventaron los palestinos, la aprendieron del pueblo de Israel que ha visto en cada palestino un responsable de terrorismo; entonces, cada sionista es responsable de la ocupación.
Este método impide cualquier respuesta por parte de Israel y lo empuja a reforzar lo que ya viene haciendo por décadas: castigos colectivos, demolición de casas, controles militares y detenciones sin cargos. Nadie que haya pisado Palestina podría decir que el respeto a la distinción entre civiles y combatientes, por parte de los palestinos, haya servido para algo en el pasado.
Y ahí radica una gran diferencia para esta Intifada: los palestinos no tienen esperanzas. No tienen ninguna en el derecho internacional pues las resoluciones de la ONU son letra muerta; en los procesos de paz que imponen primero medidas al pueblo ocupado antes que al ocupante y que evitan la agenda real del conflicto; en los medios de comunicación que nunca han ofrecido un asomo de imparcialidad; en reconocer a Israel y optar por la diplomacia porque estas dos decisiones de nada le sirvieron a Arafat, envenenado por Israel. Kafka parece vivir en Palestina y repetir su frase “hay esperanza, pero no para nosotros”.
Hoy, por más crudo que suene, los palestinos reclaman y asumen el derecho a la defensa por mano propia que han alegado por décadas los israelíes, especialmente los colonos y los judíos ortodoxos, para aplastarlos. La creciente pérdida de legitimidad de la Autoridad Palestina alimenta la decepción y hace agua por completo la maniquea tesis de que hay unos palestinos “buenos” en Cisjordania y otros “malos” en Gaza, territorio que Israel ha calificado de base terrorista para justificar sus múltiples ataques que han dejado miles de muertos.
En mayo de 1943, el gueto de Varsovia fue exterminado. Cuatro años antes, empezaron las medidas progresivas para aniquilar a los 400.000 judíos que había en la ciudad. En abril, cuando los judíos finalmente se sublevaron, utilizaron todo tipo de armas para enfrentarse a las tropas nazis. No era un debate estético sino ético: resistir, incluso sabiendo que no había ninguna posibilidad de triunfo.
En mayo de 2004, Yosef Tommy Lapid, ministro de Justicia de Israel y único miembro del Gabinete superviviente del Holocausto, comparó el dolor de una madre palestina en Gaza con el dolor de su propia madre y fue acusado de hacer paralelismo y de traicionar a Israel. En esa línea, cualquier comparación de la historia de estos dos pueblos es condenada.
Las dos salidas que hay sobre la mesa están condenadas al fracaso: crear dos Estados le significaría a Israel renunciar al mito de la Tierra Prometida para apropiarse toda la Palestina histórica, y la opción de crear un Estado con igualdad de derechos para los dos pueblos, sería negar el mito del Pueblo Elegido, dejando sólo paso a un sistema de Apartheid, insostenible a largo plazo y, de hecho, ya en curso. Inútilmente en Palestina, Kafka, cuchillo en mano, sin reparar en el derecho, busca su propia esperanza y murmura la palabra sumud que juega entre sus labios.
* PhD. @DeCurreaLugo

www.elespectador.com

viernes, 16 de octubre de 2015

Claro que es una Intifada: lo que hay que saber


Cuando se publicó mi libro Searching Jenin [En busca de Yenin] poco después de la masacre israelí en el campamento de refugiados de esa ciudad cisjordana en 2002, muchos medios de comunicación y algunos lectores me cuestionaron en varias ocasiones que definiese como “masacre” lo que Israel representaba como una batalla legítima contra “terroristas” del campamento. Ese cuestionamiento estaba orientado a trasladar el discurso de un debate sobre posibles crímenes de guerra a una disputa técnica sobre la utilización del lenguaje. La evidencia de las violaciones de los derechos humanos por parte de Israel les importaba bien poco.Este reduccionismo es el que opera frecuentemente en el preludio a cualquier discusión relacionada con el llamado conflicto árabe-israelí: los acontecimientos se representan y se definen utilizando una terminología polarizada que concede escasa atención a los hechos y a los contextos y que se centra esencialmente en las percepciones y en las interpretaciones.
Por lo tanto, a esos mismos individuos también les debe importar poco que haya jóvenes palestinos, como Isra 'Abed, de 28 años, disparado en repetidas ocasiones el 9 de octubre en Afula, y Fadi Samir, de 19, asesinado por la policía israelí unos días antes, que lleven navajas para defenderse y que acaben siendo disparados por la policía israelí.
Hay quienes siempre acabarán aceptando que los hechos son los que relata el discurso oficial de Israel aun cuando haya un vídeo que arroje luz y cuestione la versión oficial israelí y revele, como en la mayoría de los casos, que los jóvenes asesinados no representaban ninguna amenaza. Isra, Fadi, y todos los demás son “terroristas” que ponen en peligro la seguridad de los ciudadanos israelíes y, por desgracia, en consecuencia, tuvieron que ser eliminados.
Esa misma lógica fue la que Israel utilizó durante el siglo pasado cuando lo que hoy se conoce como Fuerzas de Defensa israelíes operaban aún como milicias armadas y bandas organizadas en Palestina antes de que fuera limpiada étnicamente para convertirla en Israel. Desde entonces, esta lógica se ha aplicado en todos los contextos posibles en los que Israel se ha visto supuestamente obligado a utilizar la fuerza contra los “terroristas” palestinos y árabes, contra “terroristas” potenciales, y contra la “infraestructura terrorista”.
Esto nada tiene que ver con qué armas utilizan los palestinos si es que las usan. Tiene que ver con la violencia israelí sustentada en una percepción de una realidad que Israel ajusta a su medida: que es un país asediado cuya existencia está bajo amenaza constante de los palestinos, ya sea de los que resisten utilizando armas o de los niños que juegan en la playa de Gaza. Jamás en la historiografía del discurso oficial israelí se ha constatado una desviación de la norma para explicar, justificar o celebrar la muerte de decenas de miles de palestinos a lo largo de los años: los israelíes nunca tienen la culpa y jamás se apela a un contexto que explique la “violencia” palestina.
La mayor parte de los debates que se están produciendo sobre las protestas en Jerusalén, Cisjordania y últimamente en la frontera de Gaza, se centran en las prioridades israelíes y no en los derechos de los palestinos, lo que claramente supone prejuzgarlas. Una vez más, Israel habla de “disturbios” y “ataques” originados en los “territorios”, como si la prioridad fuera garantizar la seguridad de los ocupantes armados, soldados y colonos extremistas por igual. La lógica mueve a inferir que el estado opuesto a la “agitación”, el de la “calma” y el “sosiego”, solo puede descollar si millones de palestinos aceptan el sometimiento, la humillación, la ocupación, estar sitiados y, de manera habitual, ser asesinados o en algunos casos, linchados o quemados vivos por turbas de judíos israelíes, mientras apechugan con su mala suerte y siguen adelante con su existencia como si todo eso fuera normal.
Así se consigue la vuelta a la “normalidad”; obviamente a un alto precio de sangre palestina y de violencia en monopolio de Israel, cuyas acciones casi nunca se cuestionan; los palestinos pueden entonces asumir el papel de la víctima perpetua y sus amos israelíes seguir gestionando los controles militares, robando territorio y construyendo todavía más asentamientos ilegales en violación del derecho internacional. La cuestión clave en estos momentos no debe ser si algunos de los palestinos asesinados llevaban o no navajas, ni si realmente representaban una amenaza a la seguridad de los soldados y los colonos armados. Más bien, debe centrarse principalmente y en primer término en la violencia que representa la ocupación militar y los asentamientos ilegales en territorio palestino. Desde esta perspectiva, blandir una navaja es un acto irrevocable de legítima defensa; debatir sobre si la respuesta israelí a la “violencia” palestina es desproporcionada o no resulta absolutamente irrelevante.
Elucubrar con definiciones técnicas es deshumanizar la experiencia colectiva palestina. Mi respuesta a los que cuestionaron que utilizase el término “masacre” fue: “¿Cuántos palestinos tendrían que ser asesinados para que se pudiese utilizar el término masacre?” Y por lo mismo, ¿a cuántos tendrán que matar, cuántas manifestaciones tendrán que celebrarse y por cuánto tiempo para que el malestar, la agitación o los enfrentamientos de estos días entre los manifestantes palestinos y el ejército israelí se conviertan en una intifada?
Y ¿por qué debería siquiera llamarse Tercera Intifada? Mazin Qumsiyeh describe lo que está sucediendo en Palestina como la Decimocuarta Intifada. Él debe de saberlo mejor, porque es el autor de un libro excepcional, Popular Resistence in Palestine: a History of Hope and Empowerment [Resistencia Popular en Palestina: Una historia de esperanza y empoderamiento]. Sin embargo, yo sugeriría ir aún más lejos, pues si utilizamos las definiciones referenciales del discurso popular de los propios palestinos son muchas más las intifadas que se han producido. La intifadas –levantamientos– se convierten en tales cuando las comunidades palestinas se movilizan por toda Palestina unificándose más allá de las facciones y las agendas políticas para llevar a cabo una campaña sostenida de protestas, desobediencia civil y otras formas de resistencia popular.
Lo hacen cuando han llegado a un punto de ruptura y sin que el proceso se anuncie en comunicados de prensa o en conferencias televisadas sino que es tácito, y sin embargo, perpetuo.
Hay quienes, aun siendo bienintencionados, argumentan que los palestinos aún no están listos para una tercera intifada, como si los levantamientos palestinos fueran un proceso calculado que se lleva a cabo tras muchas deliberaciones y discusiones estratégicas. Nada puede estar más lejos de la realidad.
Un ejemplo es el de la Intifada de 1936 contra el colonialismo británico y sionista en Palestina. Inicialmente la organizaron los partidos árabes palestinos, que fueron sancionados en su mayoría por el propio gobierno del Mandato británico. Pero cuando los felahin, los empobrecidos campesinos sin estudios, percibieron que su liderazgo se estaba vendiendo –como es el caso en la actualidad– actuaron fuera de los límites de la política lanzando y sosteniendo una rebelión que duró tres años. En aquel momento, como siempre, l os campesinos fueron los que se llevaron la peor parte de la violencia de británicos y sionistas y cayeron en tropel. Aquellos que tuvieron la mala suerte de ser capturados fueron torturados y ejecutados: Farhan al-Sadi, Iz al-Din al-Qasam, Muhammad Yamyum, Fuad Hiyazi son algunos de los muchos líderes de esa generación.
Desde entonces ese escenario se ha repetido constantemente y con cada intifada el precio pagado en sangre es cada vez mayor. Sin embargo, es inevitable que haya más intifadas, ya duren una semana, tres o siete años, porque las injusticias colectivas que experimentan los palestinos siguen siendo el denominador común entre las sucesivas generaciones de campesinos y sus descendientes refugiados.
Lo que está ocurriendo hoy en día es una intifada a la que no hace falta ponerle número porque la movilización popular no siempre sigue la lógica ordenada que algunos requieren. La mayoría de los que están a la cabeza de la intifada actual eran niños o ni siquiera habían nacido cuando la Intifada al-Aqsa se inició en 2000; obviamente no vivían cuando estalló la Intifada de las piedras en 1987. Puede incluso que muchos ignoren los detalles de la Intifada primera de 1936. Esta generación ha crecido oprimida, confinada y subyugada, en total desacuerdo con el léxico engañoso del proceso de paz que ha prolongado una extraña paradoja entre fantasía y realidad. Protestan porque experimentan cotidianamente la humillación y porque tienen que soportar la violencia implacable de la ocupación.
Además han de soportar el sentimiento de la traición del liderazgo palestino, corrupto y vendido. Así que se rebelan e intentan movilizarse y mantener su rebelión tanto como puedan porque no tienen un horizonte de esperanza fuera de su propia acción.
No nos perdamos en los detalles de las definiciones auto-impuestas y de las cifras. Esto es una intifada palestina aunque acabe hoy. Lo que de verdad importa es qué respuesta vamos a dar a las súplicas de esta generación oprimida; ¿seguiremos otorgando más importancia a la seguridad de los ocupantes armados que a los derechos de una nación hostigada y oprimida?

Fuente: http://www.counterpunch.org/2015/10/14/of-course-it-is-an-intifada-this-is-what-you-must-know/
Traducción de Loles Oliván.
www.rebelion.org

¿Una nueva Intifada? Esa no es la pregunta correcta


Middle East Monitor


En los últimos días se ha repetido una y otra vez una pregunta: ¿estamos asistiendo al inicio de una nueva Intifada en los Territorios Palestinos Ocupados (TPO)?Es normal hacerse esa pregunta: en 72 horas más de 500 palestinos han resultado heridos en enfrentamientos con las fuerzas de ocupación israelíes en Cisjordania y una tercera parte de ellos recibieron disparos de bala o de balas metálicas recubiertas de caucho.
Desde el pasado jueves [1 de octubre de 2015] cuatro israelíes y cuatro palestinos han sido asesinados en diferentes incidentes en Cisjordania y Jerusalén. La última víctima era un niño palestino de 13 años al que un soldado israelí mató de un disparo en el campo de refugiados de Aida al norte de Belén el lunes [5 de octubre].
Pero debatir si estos enfrentamientos constituyen una tercera Intifada resulta menos útil que valorar los hechos, una parte importante de los cuales son los datos de los que disponemos sobre la violencia en los TPO, tanto por parte de las fuerzas de ocupación israelíes como de los palestinos que resisten a su presencia.
Hasta la fecha, en 2015 han sido asesinados 30 palestinos y 8 israelíes. No resulta muy útil comparar estos datos con los de 2014 porque en ese año hubo dos importantes ofensivas israelíes. En 2013, sin embargo, fueron asesinados 38 palestinos y 4 israelíes.
Una base de datos del Shin Bet, el servicio de inteligencia interior de Israel, es un barómetro útil del nivel de resistencia palestina en los TPO (una vez que se obvia el absurdo de que se califiquen de “ataque terroristas” el lanzamiento de cócteles Molotov contra un ejército de ocupación).
En el lapso de los 12 meses comprendidos entre septiembre de 2014 y agosto de 2015 incluidos (véase Gráfico 1), la cantidad de ataques palestinos en Cisjordania varía pero tiene a situarse entre 100-150 incidentes al mes (dirigidos tanto a las fuerzas de ocupación como a los colonos).

Gráfico 1: Ataques a israelíes en Cisjordania y Jerusalén (en naranja cantidad de ataques totales y en azul cantidad de israelíes heridos)

El Gráfico 2, por su parte, muestra la cantidad de ataques con “bombas incendiarias” (esto es, cócteles Molotov) registrados por el Shin Bet en el mismo periodo de 12 meses. De nuevo no hay un aumento evidente y constante, aunque en Jerusalén Oriental es posible discernir un claro ascenso en los últimos meses que se ha mantenido constante:

Gráfico 2: Ataques con “bombas incendiarias” palestinas en los TPO (en naranja cantidad de ataques en Jerusalén Oriental y en azul en Cisjordania)

Por último, en el Gráfico 3 vemos tanto la cantidad de ataques israelíes a las comunidades palestinas como la cantidad de palestinos detenidos y heridos. Los tres gráficos vistos en conjunto no permiten identificar una tendencia o modelo claros.


Gráfico 3: Represión por parte de las fuerzas israelíes en los TPO (en naranja cantidad de palestinos detenidos, en azul cantidad de heridos palestinos y en gris cantidad de ataques israelíes)

Con todo, la situación de conjunto muestra un claro aumento de la cantidad de ataques palestinos a las fuerzas de ocupación y a los colonos. En 2011 el Shin Bet registró 320 incidentes de este tipo en Cisjordania, en 2012 aumentaron a 578 y en 2013 a 1.271 (incluido el hecho de que se quintuplicara el uso de armas de fuego).
La cantidad relativamente pequeña de víctimas mortales israelíes en los últimos años (incluido 2012, año en que no fue asesinado ni un solo israelí en Cisjordania) puede ocultar este aumento de la resistencia palestina (hay que señalar que la inmensa mayoría de los “ataques registrados” son incidentes de lanzamiento de piedras o de cócteles Molotov).
Aquí hay varios factores en juego. Por supuesto, la falta de negociaciones entre Israel y la Autoridad Palestina tiene relación, pero la razón principal de este colapso del proceso de paz es más significativa: un gobierno israelí dirigido por la derecha y la extrema derecha.
Netanyahu, Naftali Bennett, Moshe Ya’alon, Miri Regev, Ayelet Shaked: el gobierno israelí está repleto de políticos cuyo compromiso con la creación de un Estado palestino es dudoso o claramente inexistente, pero cuya dedicación a la colonización de Jerusalén Oriental y de Cisjordania no tienen precedentes.
Uno sabe que las cosas van mal cuando Yair Lapid es la voz de la moderación dentro del gobierno e Isaac Herzog la cara de la “oposición”, Muchos palestinos renunciaron hace mucho tiempo al “proceso de paz” y ahora incluso incluso sus más fervientes defensores dudan de que estas negociaciones puedan tener éxito.
Mientras tanto permanecen los diferentes aspectos del régimen de apartheid de Israel: las colonias se expanden, hay expropiaciones de tierra, las fuerzas israelíes asesinan a civiles impunemente, los palestinos languidecen en las cárceles israelíes, se demuelen casas, continúa la violencia de los colonos y sigue restringida la libertad de movimientos de los palestinos.
Por otra parte, Mahmoud Abbas y los dirigentes y fuerzas de seguridad de la Autoridad Palestina se siguen oponiendo a un levantamiento más amplio. Como afirma Amira Hass, “la débil condición política de Fatah excluye la convocatoria de conferencias regulares, por no hablar de dirigir una nueva Intifada”.
Mouin Rabbani indicaba en un artículo escrito en agosto que “durante la mayor parte de la última década” la Autoridad Palestina (AP) “ha llevado a cabo sistemáticamente operaciones ofensivas […] contra su propio pueblo y precisamente para impedir la emergencia de una oposición importante a la ocupación israelí”.
En aquellas zonas en la que la AP ejerce menos influencia o está ausente, como los campos de refugiados de Cisjordania, la Zona C y, más particularmente, Jerusalén Oriental es donde ha habido enfrentamientos más sistemáticos e intensos con las fuerzas israelíes.
No han desaparecido los factores que Rabbani identificaba este verano que “conspiran juntos contra una rebelión renovada”. Una oleada de apoyo público a un levantamiento más amplio, continuo y organizado, especialmente proveniente de militantes de Fatah, podría cambiarlo, pero no está claro que se materialice en la coyuntura actual.
Esta situación no es nueva. Ya en 2006, hace casi una década, los medios de comunicación israelíes se preguntaban: “¿Es esto una nueva Intifada?”. En 2011 se describía como “inevitable” aunque “no inminente” una tercera Intifada y en 2012 como “inevitable”, mientras que en 2013 un comentarista israelí anunciaba que ya había empezado.
¿Es esto una nueva Intifada? Por decirlo sencillamente, es demasiado pronto para saberlo, pero probablemente no lo es. Con todo, en vez de preocuparnos por definiciones o etiquetas tiene más sentido centrarnos en la realidad sobre el terreno, que nos dice que en los últimos años ha ido creciendo una nueva oleada de levantamiento palestino por la obvia razón de que la ocupación, el colonialismo y el apartheid producen resistencia. 

Fuente: https://www.middleeastmonitor.com/articles/debate/21480-a-new-intifada-youre-asking-the-wrong-question
Traducido del inglés por Beatriz Morales Bastos.
www.rebelion.org