La próxima era de pequeñas guerras y micro-conflictos
Tom Dispatch
En términos de proyección de poder puro nunca ha habido nada parecido. Sus militares han dividido el mundo –todo el planeta– en seis “comandos”. Su armada, con 11 grupos de batalla de portaaviones, es la reina de los mares y lo ha sido sin que nadie le haya disputado el puesto durante casi siete décadas. Su Fuerza Aérea reina en los cielos del globo, y a pesar de haber estado casi siempre en acción durante años, no ha se ha enfrentado a un avión enemigo desde 1991 ni ha recibido un desafío serio desde principios de los años setenta. Su flota de drones [aviones teledirigidos sin tripulación] ha demostrado que es capaz de atacar y asesinar a presuntos enemigos en las lejanías del planeta, de Afganistán y Pakistán a Yemen y Somalia, con poco respeto por las fronteras nacionales y ninguno por la posibilidad de ser derribado. Financia y entrena ejércitos que actúan por encargo en varios continentes y tiene complejas relaciones de ayuda y entrenamiento con militares en todo el planeta. En cientos de bases, algunas pequeñísimas y otras del tamaño de ciudades estadounidenses, sus soldados están establecidos en todo el globo, de Italia a Australia, de Honduras a Afganistán, y en las islas, de Okinawa en el Océano Pacífico a Diego Garcia en el Océano Índico. Sus fabricantes de armas son los más avanzados en la Tierra y dominan el mercado global de armas. Su armamento nuclear en silos, en bombarderos y en su flota de submarinos sería capaz de destruir varios planetas del tamaño de la Tierra. Su sistema de satélites espías no tiene igual y no es desafiado. Sus servicios de inteligencia pueden intervenir los llamados telefónicos o leer los correos electrónicos de casi todos en el mundo, desde altos dirigentes extranjeros a oscuros insurgentes. La CIA y sus fuerzas paramilitares en expansión son capaces de secuestrar a las personas que les interesan prácticamente en cualquier sitio, de la Macedonia rural a las calles de Roma y Trípoli. Para sus numerosos prisioneros ha establecido (y desmantelado) prisiones secretas en todo el planeta y en sus naves. Gasta más en sus fuerzas armadas que los siguientes 13 Estados más poderosos juntos. Si se agregan los gastos para su Estado total de seguridad nacional, es superior a cualquier posible grupo de naciones.
En términos de poder militar avanzado e indisputable, no ha habido nada como las fuerzas armadas de EE.UU. desde que los mongoles barrieron a través de Eurasia. No es sorprendente que los presidentes estadounidenses utilicen regularmente frases como “la mejor fuerza de combate que el mundo ha conocido” para describirlas. Por la lógica de la situación, el planeta debiera ser pan comido. Naciones más pequeñas, con fuerzas mucho más pequeñas han controlado, en el pasado, vastos territorios. Y a pesar de mucha discusión de la decadencia de EE.UU. y de la disminución de su poder en un mundo “multipolar”, su capacidad de pulverizar y destruir, matar y mutilar, hacer volar y aplastar no ha hecho más que amentar en este nuevo siglo.
Ningunas fuerzas armadas de otra nación le llegan a los talones. Ningunas tienen más que un puñado de bases en el exterior. Ningunas tienen más de dos grupos de batalla de portaaviones. Ningún enemigo potencial tiene una flota semejante de aviones robóticos. Ninguno tiene más de 60.000 miembros en sus fuerzas de operaciones especiales. País tras país, no hay competencia discutible. El ejército ruso (ex “Rojo”) es una sombra de lo que fue. Los europeos no se han rearmado significativamente. Las fuerzas de “autodefensa” de Japón son poderosas y crecen lentamente, pero bajo el “paraguas” nuclear estadounidense. Aunque China, regularmente identificada como el próximo Estado imperial ascendente, está involucrada en un fortalecimiento militar del que se hace mucho alboroto, con un portaaviones (reciclado de los días de la Unión Soviética), sigue siendo solo una potencia regional.
A pesar de esa deslumbrante ecuación de poder global, durante más de una década se nos ha dado una lección sobre lo que unas fuerzas armadas, por aplastantes que sean, pueden y (en su mayoría) no pueden hacer en el Siglo XXI, y en lo que unas fuerzas armadas, no importa cuán sorprendentemente avanzadas, pueden y (en su mayoría) no pueden traducir en la actual versión del planeta Tierra.
Una máquina de desestabilización
Comencemos por lo que EE.UU. puede hacer. Al respecto, el historial reciente es claro: puede destruir y desestabilizar. De hecho, cada vez que el poder militar de EE.UU. ha sido aplicado en los últimos años, cuando ha habido algún tipo de efecto duradero, ha sido desestabilizar regiones enteras.
En 2004, casi un año y medio después de que las tropas estadounidenses entraran a un Bagdad saqueado y en llamas, Amr Mussa, jefe de la Liga Árabe, comentó ominosamente, “las puertas del infierno se han abierto en Irak”. Aunque para el gobierno de Bush, la situación en ese país ya se estaba desarrollando, en la medida en que alguien prestara atención a la descripción de Mussa, esta parecía exagerada, incluso ultrajante, al ser aplicada a Irak ocupado por EE.UU. Hoy, con el último cálculo científico de muertes iraquíes causadas por la invasión y la guerra ascendiente a 461.000, más los que siguen muriendo allí, y con Siria en llamas, parece una especie de eufemismo.
Ahora es evidente que George W. Bush y sus principales funcionarios, fervientes fundamentalistas en lo que se refiere al poder de las fuerzas armadas de EE.UU. de alterar, controlar, y dominar el Gran Medio Oriente (y posiblemente el planeta) lanzaron una transformación radical de la región. Su invasión de Irak abrió un agujero en el corazón de Medio Oriente, provocando una guerra civil suní-chií que ahora se ha propagado catastróficamente a Siria, y ha costado más de 100.000 vidas en ese país. Ayudaron a convertir la región en un agitado mar de refugiados, a otorgar vida y significado a un al Qaida en Irak previamente inexistente (y ahora a una versión siria del mismo), y dejaron al país a la deriva en un mar de bombas al borde de la ruta y de atacantes suicidas, y amenazado, como otros países de la región, por la posibilidad de dividirse.
Y eso es solo una breve reseña. No importa si se habla de desestabilización en Afganistán, donde las tropas de EE.UU. han estado en el terreno durante casi 12 años y suma y sigue; Pakistán, donde una campaña aérea de drones dirigida por la CIA en sus áreas tribales fronterizas ha tenido lugar durante años mientras el país se hacía cada vez más convulso y más violento. Yemen (lo mismo), mientras un grupo llamado al Qaida en la Península Arábiga crece cada vez más; o Somalia, donde Washington apoyó repetidamente a ejércitos por encargo que había entrenado y financiado, y apoyado incursiones extranjeras mientras un país ya desestabilizado se despedazaba y la influencia de al-Shabab, un grupo insurgente cada vez más radical y violento, comenzó a filtrarse a través de fronteras regionales. Los resultados han sido los mismos: desestabilización.
Consideremos Libia donde, ya no enamorado de intervenciones con tropas en el terreno, el presidente Obama envió su Fuerza Aérea y los drones en 2011 en una intervención sin derramamiento de sangre (a menos, por supuesto, que se estuviera en el terreno) que ayudó a derrocar a Muamar Gadafi, el autócrata local y su régimen de policía secreta y prisiones, y lanzó una vigorosa joven democracia… ¡oh!, esperad un momento, no exactamente. De hecho, el resultado que, increíblemente, fue una sorpresa para Washington, fue un país cada vez más dañado con un gobierno central desesperadamente débil, un territorio controlado por una variedad de milicias –algunas islámicas, de tendencias extremistas– una insurgencia y guerra a través de la frontera en el vecino Malí (gracias a la llegada de armas saqueadas de los vastos arsenales de Gadafi), un embajador estadounidense muerto, un país casi incapaz de exportar su petróleo, etc.
Libia estaba, de hecho, tan totalmente desestabilizada, tan carente de autoridad central, que Washington sintió recientemente que podía despachar fuerzas de Operaciones Especiales de EE.UU. a las calles de su capital a plena luz del día en una operación para capturar a un presunto terrorista buscado hace tiempo, un acto que tuvo tanto “éxito” como el derrocamiento del régimen de Gadafi y, de la misma manera, desestabilizó aún más a un gobierno que todavía era, teóricamente, respaldado por Washington. (Casi inmediatamente después, el propio primer ministro fue brevemente secuestrado por una unidad de milicia como parte de lo que podría haber sido un intento de golpe.)
Milagros del mundo moderno
Si el abrumador poder militar a disposición de Washington puede desestabilizar regiones enteras del planeta, ¿qué, entonces, no puede hacer un poder militar semejante? Al respecto, el historial no es menos claro e igualmente decisivo. Como ha indicado cada acción militar significativa de EE.UU. en este nuevo siglo, la aplicación de fuerza militar, no importa en qué forma, ha resultado ser incapaz de lograr incluso los objetivos más mínimos de Washington en ese momento.
Considerémoslo uno de los milagros del mundo moderno: acumula tecnología militar, derrama dinero en tus fuerzas armadas, sobrepasa al resto del mundo, y nada de esto es más que una fantasía cuando se trata de lograr que el mundo actúe como deseas. Sí, en Irak, para tomar un ejemplo, el régimen de Sadam Hussein fue rápidamente “decapitado” gracias a una demostración abrumadora de poder y fuerza por los invasores estadounidenses. Su burocracia estatal fue desmantelada, su ejército despedido, una autoridad ocupante fue establecida respaldada por tropas extranjeras, rápidamente refugiada en inmensas bases militares multimillonarias con la intención de ser guarnecidas de tropas durante generaciones, y se instaló un gobierno local adecuadamente “amistoso”.
Y entonces los sueños del gobierno de Bush terminaron en los escombros creados por un conjunto de insurgencias de minorías mal armadas, terrorismo, y una brutal guerra civil étnica/religiosa. Al final, casi nueve años después de la invasión y a pesar del hecho de que el gobierno de Obama y el Pentágono querían mantener tropas de EE.UU. estacionadas en el país en cierta capacidad, un gobierno central relativamente débil se negó, y se fueron; los últimos representantes de la mayor potencia del planeta que se escabulleron en el silencio de la noche. Abandonadas entre las ruinas de zigurat históricos quedaron los “pueblos fantasma” y bases estadounidenses despojadas o saqueadas que debían ser nuestros monumentos en Irak.
Actualmente, en circunstancias aún más extraordinarias, parece que un proceso similar se está desarrollando en Afganistán, otro espectáculo de nuestros días que debería sorprendernos. Después de casi 12 años en el país, al descubrir su incapacidad de reprimir una insurgencia minoritaria, Washington está retirando lentamente sus tropas de combate, pero tal vez quiere mantener en las bases gigantescas que hemos construido a unos 10.000 “entrenadores” para los militares afganos y algunas fuerzas de Operaciones Especiales para continuar la caza de al Qaida y otros tipos terroristas.
Para la única superpotencia del planeta, esto, de todas las cosas, debería ser una clavada. El gobierno iraquí por lo menos tenía una cierta fuerza propia (y la riqueza petrolera del país para respaldarla). Si hay un gobierno en la tierra que merezca el término “títere”, debería ser el gobierno afgano del presidente Hamid Karzai. Después de todo, por lo menos un 80% (y posiblemente 90%) de los gastos de ese gobierno son cubiertos por EE.UU. y sus aliados, y sus fuerzas de seguridad son consideradas incapaces de continuar la lucha contra los talibanes y otros grupos insurgentes sin el apoyo y la ayuda de EE.UU. Si Washington se retirara totalmente (incluyendo su apoyo financiero), cuesta imaginar que algún sucesor del gobierno de Karzai pueda durar mucho tiempo.
¿Cómo, entonces, se puede explicar el hecho de que Karzai se haya negado a firmar un futuro pacto de seguridad bilateral que se está preparando? En su lugar, recientemente denunció acciones de EE.UU. en Afganistán; como ha hecho repetidamente en el pasado, afirmó que simplemente no firmará el acuerdo, y comenzó a negociar con funcionarios estadounidenses como si fuera el líder de la otra superpotencia del planeta.
Washington, frustrado, tuvo que enviar al secretario de Estado John Kerry a una repentina misión a Kabul para unas negociaciones de alto nivel, cara a cara. El resultado, después de lo que se dice fue un maratón de conversaciones y reuniones de 24 horas, fue saludado como un éxito: problema(s) solucionados. ¡Upa!, todos menos uno. Resultó que era el mismo que hizo tambalear la continuación de la presencia militar de EE.UU. en Irak, la demanda de Washington de inmunidad legal ante la ley local para sus soldados. Finalmente, Kerry se fue sin un acuerdo seguro.
Buscando un sentido para la guerra en el siglo XXI
Ya sea que los militares de EE.UU. duren o no unos años más en Afganistán, la pura realidad es la siguiente: el presidente de uno de los países más pobres y débiles del planeta, él mismo relativamente impotente, dicta esencialmente condiciones a Washington, ¿y quién dirá si a fin de cuentas, como en Irak, las tropas de EE.UU. no serán también obligadas a irse?
Una vez más, la fuerza militar no se ha impuesto. Sin embargo, el poder militar, el armamento avanzado, la fuerza, y la destrucción como instrumentos de la política, como medios para crear un mundo según su propia imagen o a su propio gusto, han funcionado bastante bien en el pasado. Preguntad a los mongoles, o a las potencias imperiales europeas desde España en el siglo XVI a Gran Bretaña en el siglo XIX, que se apoderaron de sus imperios por la fuerza y los mantuvieron exitosamente durante largos períodos.
¿En qué planeta nos encontramos ahora? ¿Por qué sucede que esta potencia militar, la más poderosa imaginable, no puede derrotar, pacificar, o simplemente destruir a potencias débiles, a movimientos de insurgencia menos que impresionantes, o a los grupos harapientos de pueblos (a menudo tribales) que calificamos de “terroristas”? ¿Por qué sucede que semejante potencia militar ya no es transformadora o incluso razonablemente efectiva? ¿Será, para usar una analogía, como los antibióticos? ¿Si se utilizan demasiado tiempo en demasiadas situaciones, se genera una especie de inmunidad?
Seamos claros: fuerzas armadas semejantes siguen siendo un poderoso instrumento potencial de destrucción, muerte y desestabilización. Muy posiblemente –no es algo que hayamos visto en cierta medida en estos años– también podría ser un poderoso instrumento de una auténtica defensa. Pero si la historia reciente nos ha de servir de guía, lo que claramente no puede ser en el siglo XXI es un instrumento de determinación de políticas, un medio de alterar el mundo para que se ajuste a un proyecto desarrollado en Washington. El propio planeta y la gente que se encuentra en casi todas partes en él parecen oponer cada vez más resistencia y encontrar maneras de desechar a los militares como instrumento de Estado efectivo para una superpotencia.
Los planes y tácticas militares de Washington desde el 11-S han representado un espectacular accidente ferroviario. Cuando se mira hacia atrás, la doctrina de contrainsurgencia, resucitada de las cenizas de la derrota de EE.UU. en Vietnam, vuelve una vez más al montón de chatarra de la historia. ¿Quién llega a recordar alguna vez en la actualidad su frase organizadora crucial –“despejar, retener, y construir”– que ahora parece el remate de algún chiste maligno? “Oleadas”, aclamadas un día como una brillante estrategia militar, ya han desaparecido en la bruma. “Construcción de la nación”, otrora un término adecuado para los profesionales en Washington, ha caído en desgracia. “Soldados en el terreno”, de los cuales EE.UU. tenía enormes cantidades y sigue teniendo 51.000 en Afganistán, ya no están de moda. El público estadounidense está, todos están de acuerdo, “fatigado” de la guerra. ¿Habrá grandes ejércitos estadounidenses que lleguen a combatir en algún sitio en el continente eurasiático en el futuro previsible? No cuentes con ello.
¿Y las lecciones aprendidas del colapso de la política bélica? No cuentes con ellas, tampoco. Es bastante obvio que Washington todavía no puede absorber totalmente lo que ha sucedido. Su fe en la guerra permanece notablemente intacta en un siglo en el cual el poder militar se ha convertido en el equivalente político estadounidense de una religión de Estado. Nuestros dirigentes todavía están intoxicados con las guerras de contraterrorismo del futuro, incluso mientras se ahogan en sus esfuerzos militares del presente. Su afán sigue siendo hacer ajustes y volver a imaginar qué sería una solución militar aplicable.
Ahora el mensaje es: Pasad por alto esos soldados en masa –de hecho, reducid su cantidad en la edad del secuestro– y entusiasmaos por el paquete de contraterrorismo. No más derramamiento de sangre (estadounidense). Liquidad a “los malos”, a uno o a varios cada vez, usando el ejército privado del presidente, las fuerzas de Operaciones Especiales, o su fuerza aérea privada, los drones de la CIA. Construid nuevas bases de tamaño limitado en todo el globo. Llevad esos grupos de batalla de portaaviones frente a la costa de cualquier país que queráis intimidar.
Es obvio que estamos entrando en un nuevo período en términos del modo estadounidense de hacer la guerra. Llamadlo la era de pequeñas guerras, o micro-conflictos, especialmente en las áreas tribales pobres del planeta.
Por lo tanto algo ciertamente está cambiando en reacción al fracaso militar, pero lo que no cambia es la preferencia de Washington por la guerra como opción predilecta, a menudo la opción preferida. Lo que no cambia es la idea de que si se puede reajustar la estrategia y la táctica correctamente, la fuerza funcionará. (Recientemente, Washington solo fue salvado de caer en otro desastre militar predecible en Siria por un comentario a la ligera del secretario de Estado John Kerry y la intervención oportuna del presidente ruso Vladimir Putin).
Lo que no comprenden nuestros dirigentes es el hecho práctico más básico del momento: la guerra simplemente no funciona, ni grande, ni micro, no para Washington. Una superpotencia en guerra en lugares distantes de este planeta ya no es una superpotencia ascendente sino una superpotencia con problemas.
Las fuerzas armadas de EE.UU. podrán ser una máquina de desestabilización. Podrán ser una máquina contraproducente. Ciertamente no son una máquina de elaboración o ejecución de políticas.
Tom Engelhardt, es cofundador del American Empire Project y autor de “ The End of Victory Culture ”, una historia sobre la Guerra Fría y otros aspectos, así como de la una novela: “The Last Days of Publishing” y de “The American Way of War: How Bush’s Wars Became Obama’s” (Haymarket Books). Su último libro, escrito junto con Nick Turse es: “ Terminator Planet: The First History of Drone Warfare, 2001-2050 ” .
Copyright 2013 Tom Engelhardt
© 2013 TomDispatch. All rights reserved.
Traducido para rebelion por Germán Leyens
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175763/tomgram%3A_engelhardt%2C_what_planet_are_we_on/#more
En términos de poder militar avanzado e indisputable, no ha habido nada como las fuerzas armadas de EE.UU. desde que los mongoles barrieron a través de Eurasia. No es sorprendente que los presidentes estadounidenses utilicen regularmente frases como “la mejor fuerza de combate que el mundo ha conocido” para describirlas. Por la lógica de la situación, el planeta debiera ser pan comido. Naciones más pequeñas, con fuerzas mucho más pequeñas han controlado, en el pasado, vastos territorios. Y a pesar de mucha discusión de la decadencia de EE.UU. y de la disminución de su poder en un mundo “multipolar”, su capacidad de pulverizar y destruir, matar y mutilar, hacer volar y aplastar no ha hecho más que amentar en este nuevo siglo.
Ningunas fuerzas armadas de otra nación le llegan a los talones. Ningunas tienen más que un puñado de bases en el exterior. Ningunas tienen más de dos grupos de batalla de portaaviones. Ningún enemigo potencial tiene una flota semejante de aviones robóticos. Ninguno tiene más de 60.000 miembros en sus fuerzas de operaciones especiales. País tras país, no hay competencia discutible. El ejército ruso (ex “Rojo”) es una sombra de lo que fue. Los europeos no se han rearmado significativamente. Las fuerzas de “autodefensa” de Japón son poderosas y crecen lentamente, pero bajo el “paraguas” nuclear estadounidense. Aunque China, regularmente identificada como el próximo Estado imperial ascendente, está involucrada en un fortalecimiento militar del que se hace mucho alboroto, con un portaaviones (reciclado de los días de la Unión Soviética), sigue siendo solo una potencia regional.
A pesar de esa deslumbrante ecuación de poder global, durante más de una década se nos ha dado una lección sobre lo que unas fuerzas armadas, por aplastantes que sean, pueden y (en su mayoría) no pueden hacer en el Siglo XXI, y en lo que unas fuerzas armadas, no importa cuán sorprendentemente avanzadas, pueden y (en su mayoría) no pueden traducir en la actual versión del planeta Tierra.
Una máquina de desestabilización
Comencemos por lo que EE.UU. puede hacer. Al respecto, el historial reciente es claro: puede destruir y desestabilizar. De hecho, cada vez que el poder militar de EE.UU. ha sido aplicado en los últimos años, cuando ha habido algún tipo de efecto duradero, ha sido desestabilizar regiones enteras.
En 2004, casi un año y medio después de que las tropas estadounidenses entraran a un Bagdad saqueado y en llamas, Amr Mussa, jefe de la Liga Árabe, comentó ominosamente, “las puertas del infierno se han abierto en Irak”. Aunque para el gobierno de Bush, la situación en ese país ya se estaba desarrollando, en la medida en que alguien prestara atención a la descripción de Mussa, esta parecía exagerada, incluso ultrajante, al ser aplicada a Irak ocupado por EE.UU. Hoy, con el último cálculo científico de muertes iraquíes causadas por la invasión y la guerra ascendiente a 461.000, más los que siguen muriendo allí, y con Siria en llamas, parece una especie de eufemismo.
Ahora es evidente que George W. Bush y sus principales funcionarios, fervientes fundamentalistas en lo que se refiere al poder de las fuerzas armadas de EE.UU. de alterar, controlar, y dominar el Gran Medio Oriente (y posiblemente el planeta) lanzaron una transformación radical de la región. Su invasión de Irak abrió un agujero en el corazón de Medio Oriente, provocando una guerra civil suní-chií que ahora se ha propagado catastróficamente a Siria, y ha costado más de 100.000 vidas en ese país. Ayudaron a convertir la región en un agitado mar de refugiados, a otorgar vida y significado a un al Qaida en Irak previamente inexistente (y ahora a una versión siria del mismo), y dejaron al país a la deriva en un mar de bombas al borde de la ruta y de atacantes suicidas, y amenazado, como otros países de la región, por la posibilidad de dividirse.
Y eso es solo una breve reseña. No importa si se habla de desestabilización en Afganistán, donde las tropas de EE.UU. han estado en el terreno durante casi 12 años y suma y sigue; Pakistán, donde una campaña aérea de drones dirigida por la CIA en sus áreas tribales fronterizas ha tenido lugar durante años mientras el país se hacía cada vez más convulso y más violento. Yemen (lo mismo), mientras un grupo llamado al Qaida en la Península Arábiga crece cada vez más; o Somalia, donde Washington apoyó repetidamente a ejércitos por encargo que había entrenado y financiado, y apoyado incursiones extranjeras mientras un país ya desestabilizado se despedazaba y la influencia de al-Shabab, un grupo insurgente cada vez más radical y violento, comenzó a filtrarse a través de fronteras regionales. Los resultados han sido los mismos: desestabilización.
Consideremos Libia donde, ya no enamorado de intervenciones con tropas en el terreno, el presidente Obama envió su Fuerza Aérea y los drones en 2011 en una intervención sin derramamiento de sangre (a menos, por supuesto, que se estuviera en el terreno) que ayudó a derrocar a Muamar Gadafi, el autócrata local y su régimen de policía secreta y prisiones, y lanzó una vigorosa joven democracia… ¡oh!, esperad un momento, no exactamente. De hecho, el resultado que, increíblemente, fue una sorpresa para Washington, fue un país cada vez más dañado con un gobierno central desesperadamente débil, un territorio controlado por una variedad de milicias –algunas islámicas, de tendencias extremistas– una insurgencia y guerra a través de la frontera en el vecino Malí (gracias a la llegada de armas saqueadas de los vastos arsenales de Gadafi), un embajador estadounidense muerto, un país casi incapaz de exportar su petróleo, etc.
Libia estaba, de hecho, tan totalmente desestabilizada, tan carente de autoridad central, que Washington sintió recientemente que podía despachar fuerzas de Operaciones Especiales de EE.UU. a las calles de su capital a plena luz del día en una operación para capturar a un presunto terrorista buscado hace tiempo, un acto que tuvo tanto “éxito” como el derrocamiento del régimen de Gadafi y, de la misma manera, desestabilizó aún más a un gobierno que todavía era, teóricamente, respaldado por Washington. (Casi inmediatamente después, el propio primer ministro fue brevemente secuestrado por una unidad de milicia como parte de lo que podría haber sido un intento de golpe.)
Milagros del mundo moderno
Si el abrumador poder militar a disposición de Washington puede desestabilizar regiones enteras del planeta, ¿qué, entonces, no puede hacer un poder militar semejante? Al respecto, el historial no es menos claro e igualmente decisivo. Como ha indicado cada acción militar significativa de EE.UU. en este nuevo siglo, la aplicación de fuerza militar, no importa en qué forma, ha resultado ser incapaz de lograr incluso los objetivos más mínimos de Washington en ese momento.
Considerémoslo uno de los milagros del mundo moderno: acumula tecnología militar, derrama dinero en tus fuerzas armadas, sobrepasa al resto del mundo, y nada de esto es más que una fantasía cuando se trata de lograr que el mundo actúe como deseas. Sí, en Irak, para tomar un ejemplo, el régimen de Sadam Hussein fue rápidamente “decapitado” gracias a una demostración abrumadora de poder y fuerza por los invasores estadounidenses. Su burocracia estatal fue desmantelada, su ejército despedido, una autoridad ocupante fue establecida respaldada por tropas extranjeras, rápidamente refugiada en inmensas bases militares multimillonarias con la intención de ser guarnecidas de tropas durante generaciones, y se instaló un gobierno local adecuadamente “amistoso”.
Y entonces los sueños del gobierno de Bush terminaron en los escombros creados por un conjunto de insurgencias de minorías mal armadas, terrorismo, y una brutal guerra civil étnica/religiosa. Al final, casi nueve años después de la invasión y a pesar del hecho de que el gobierno de Obama y el Pentágono querían mantener tropas de EE.UU. estacionadas en el país en cierta capacidad, un gobierno central relativamente débil se negó, y se fueron; los últimos representantes de la mayor potencia del planeta que se escabulleron en el silencio de la noche. Abandonadas entre las ruinas de zigurat históricos quedaron los “pueblos fantasma” y bases estadounidenses despojadas o saqueadas que debían ser nuestros monumentos en Irak.
Actualmente, en circunstancias aún más extraordinarias, parece que un proceso similar se está desarrollando en Afganistán, otro espectáculo de nuestros días que debería sorprendernos. Después de casi 12 años en el país, al descubrir su incapacidad de reprimir una insurgencia minoritaria, Washington está retirando lentamente sus tropas de combate, pero tal vez quiere mantener en las bases gigantescas que hemos construido a unos 10.000 “entrenadores” para los militares afganos y algunas fuerzas de Operaciones Especiales para continuar la caza de al Qaida y otros tipos terroristas.
Para la única superpotencia del planeta, esto, de todas las cosas, debería ser una clavada. El gobierno iraquí por lo menos tenía una cierta fuerza propia (y la riqueza petrolera del país para respaldarla). Si hay un gobierno en la tierra que merezca el término “títere”, debería ser el gobierno afgano del presidente Hamid Karzai. Después de todo, por lo menos un 80% (y posiblemente 90%) de los gastos de ese gobierno son cubiertos por EE.UU. y sus aliados, y sus fuerzas de seguridad son consideradas incapaces de continuar la lucha contra los talibanes y otros grupos insurgentes sin el apoyo y la ayuda de EE.UU. Si Washington se retirara totalmente (incluyendo su apoyo financiero), cuesta imaginar que algún sucesor del gobierno de Karzai pueda durar mucho tiempo.
¿Cómo, entonces, se puede explicar el hecho de que Karzai se haya negado a firmar un futuro pacto de seguridad bilateral que se está preparando? En su lugar, recientemente denunció acciones de EE.UU. en Afganistán; como ha hecho repetidamente en el pasado, afirmó que simplemente no firmará el acuerdo, y comenzó a negociar con funcionarios estadounidenses como si fuera el líder de la otra superpotencia del planeta.
Washington, frustrado, tuvo que enviar al secretario de Estado John Kerry a una repentina misión a Kabul para unas negociaciones de alto nivel, cara a cara. El resultado, después de lo que se dice fue un maratón de conversaciones y reuniones de 24 horas, fue saludado como un éxito: problema(s) solucionados. ¡Upa!, todos menos uno. Resultó que era el mismo que hizo tambalear la continuación de la presencia militar de EE.UU. en Irak, la demanda de Washington de inmunidad legal ante la ley local para sus soldados. Finalmente, Kerry se fue sin un acuerdo seguro.
Buscando un sentido para la guerra en el siglo XXI
Ya sea que los militares de EE.UU. duren o no unos años más en Afganistán, la pura realidad es la siguiente: el presidente de uno de los países más pobres y débiles del planeta, él mismo relativamente impotente, dicta esencialmente condiciones a Washington, ¿y quién dirá si a fin de cuentas, como en Irak, las tropas de EE.UU. no serán también obligadas a irse?
Una vez más, la fuerza militar no se ha impuesto. Sin embargo, el poder militar, el armamento avanzado, la fuerza, y la destrucción como instrumentos de la política, como medios para crear un mundo según su propia imagen o a su propio gusto, han funcionado bastante bien en el pasado. Preguntad a los mongoles, o a las potencias imperiales europeas desde España en el siglo XVI a Gran Bretaña en el siglo XIX, que se apoderaron de sus imperios por la fuerza y los mantuvieron exitosamente durante largos períodos.
¿En qué planeta nos encontramos ahora? ¿Por qué sucede que esta potencia militar, la más poderosa imaginable, no puede derrotar, pacificar, o simplemente destruir a potencias débiles, a movimientos de insurgencia menos que impresionantes, o a los grupos harapientos de pueblos (a menudo tribales) que calificamos de “terroristas”? ¿Por qué sucede que semejante potencia militar ya no es transformadora o incluso razonablemente efectiva? ¿Será, para usar una analogía, como los antibióticos? ¿Si se utilizan demasiado tiempo en demasiadas situaciones, se genera una especie de inmunidad?
Seamos claros: fuerzas armadas semejantes siguen siendo un poderoso instrumento potencial de destrucción, muerte y desestabilización. Muy posiblemente –no es algo que hayamos visto en cierta medida en estos años– también podría ser un poderoso instrumento de una auténtica defensa. Pero si la historia reciente nos ha de servir de guía, lo que claramente no puede ser en el siglo XXI es un instrumento de determinación de políticas, un medio de alterar el mundo para que se ajuste a un proyecto desarrollado en Washington. El propio planeta y la gente que se encuentra en casi todas partes en él parecen oponer cada vez más resistencia y encontrar maneras de desechar a los militares como instrumento de Estado efectivo para una superpotencia.
Los planes y tácticas militares de Washington desde el 11-S han representado un espectacular accidente ferroviario. Cuando se mira hacia atrás, la doctrina de contrainsurgencia, resucitada de las cenizas de la derrota de EE.UU. en Vietnam, vuelve una vez más al montón de chatarra de la historia. ¿Quién llega a recordar alguna vez en la actualidad su frase organizadora crucial –“despejar, retener, y construir”– que ahora parece el remate de algún chiste maligno? “Oleadas”, aclamadas un día como una brillante estrategia militar, ya han desaparecido en la bruma. “Construcción de la nación”, otrora un término adecuado para los profesionales en Washington, ha caído en desgracia. “Soldados en el terreno”, de los cuales EE.UU. tenía enormes cantidades y sigue teniendo 51.000 en Afganistán, ya no están de moda. El público estadounidense está, todos están de acuerdo, “fatigado” de la guerra. ¿Habrá grandes ejércitos estadounidenses que lleguen a combatir en algún sitio en el continente eurasiático en el futuro previsible? No cuentes con ello.
¿Y las lecciones aprendidas del colapso de la política bélica? No cuentes con ellas, tampoco. Es bastante obvio que Washington todavía no puede absorber totalmente lo que ha sucedido. Su fe en la guerra permanece notablemente intacta en un siglo en el cual el poder militar se ha convertido en el equivalente político estadounidense de una religión de Estado. Nuestros dirigentes todavía están intoxicados con las guerras de contraterrorismo del futuro, incluso mientras se ahogan en sus esfuerzos militares del presente. Su afán sigue siendo hacer ajustes y volver a imaginar qué sería una solución militar aplicable.
Ahora el mensaje es: Pasad por alto esos soldados en masa –de hecho, reducid su cantidad en la edad del secuestro– y entusiasmaos por el paquete de contraterrorismo. No más derramamiento de sangre (estadounidense). Liquidad a “los malos”, a uno o a varios cada vez, usando el ejército privado del presidente, las fuerzas de Operaciones Especiales, o su fuerza aérea privada, los drones de la CIA. Construid nuevas bases de tamaño limitado en todo el globo. Llevad esos grupos de batalla de portaaviones frente a la costa de cualquier país que queráis intimidar.
Es obvio que estamos entrando en un nuevo período en términos del modo estadounidense de hacer la guerra. Llamadlo la era de pequeñas guerras, o micro-conflictos, especialmente en las áreas tribales pobres del planeta.
Por lo tanto algo ciertamente está cambiando en reacción al fracaso militar, pero lo que no cambia es la preferencia de Washington por la guerra como opción predilecta, a menudo la opción preferida. Lo que no cambia es la idea de que si se puede reajustar la estrategia y la táctica correctamente, la fuerza funcionará. (Recientemente, Washington solo fue salvado de caer en otro desastre militar predecible en Siria por un comentario a la ligera del secretario de Estado John Kerry y la intervención oportuna del presidente ruso Vladimir Putin).
Lo que no comprenden nuestros dirigentes es el hecho práctico más básico del momento: la guerra simplemente no funciona, ni grande, ni micro, no para Washington. Una superpotencia en guerra en lugares distantes de este planeta ya no es una superpotencia ascendente sino una superpotencia con problemas.
Las fuerzas armadas de EE.UU. podrán ser una máquina de desestabilización. Podrán ser una máquina contraproducente. Ciertamente no son una máquina de elaboración o ejecución de políticas.
Tom Engelhardt, es cofundador del American Empire Project y autor de “ The End of Victory Culture ”, una historia sobre la Guerra Fría y otros aspectos, así como de la una novela: “The Last Days of Publishing” y de “The American Way of War: How Bush’s Wars Became Obama’s” (Haymarket Books). Su último libro, escrito junto con Nick Turse es: “ Terminator Planet: The First History of Drone Warfare, 2001-2050 ” .
Copyright 2013 Tom Engelhardt
© 2013 TomDispatch. All rights reserved.
Traducido para rebelion por Germán Leyens
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175763/tomgram%3A_engelhardt%2C_what_planet_are_we_on/#more
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