En apoyo a Santiago Alba
ParaRebelión
El único argumento para no escribir estas líneas en apoyo a Santiago Alba Rico radicaría en que con ellas se dará nuevos bríos a quienes le llevan denostando desde hace tiempo, personajes que nada saben de la región árabe ni de su Historia (ni, evidentemente, nada les interesa saber), fácilmente identificables por su esquematismo mental y su agresividad verbal (que suelen ser inversamente proporcionales) y por reeditar una y otra vez una ideología que podríamos llamar neoprosovietismo, cuyos ingredientes son la necesidad psicológica de tener regímenes referenciales y el justificar lo injustificable remitiéndose a una geopolítica de cartón-piedra. Ciertamente, tras ellos está la sombra de un piolet: ya no pueden asesinar a quienes discrepan educadamente de su dogmatismo zafio, pero sí, como durante el estalinismo, dedicar todas sus energías a difamarles y desacreditarles.
Frente a ellos, Santiago Alba representa por su trayectoria y por su labor desde hace muchos años una genuina combinación de análisis y compromiso militante, ambos sustentados —y ese parece haber sido su gran pecado— en una honestidad personal e intelectual a prueba de dogmas y sectarismos. A Santiago Alba le debemos las páginas más hermosas y comprometidas, más certeras e inteligentes que se hayan escrito sobre Palestina, sobre Iraq, en general sobre el mundo árabe, donde lleva residiendo décadas y cuya lengua conoce bien, una gran ventaja para él a la hora de leer y escuchar a los hombres y mujeres árabes y una suerte para los demás, al permitirnos conocer sus aspiraciones. En concreto respecto al actual conflicto sirio, Santiago Alba ha aportado apreciaciones certeras, incluida la de que EEUU no está interesado en atacar el país. Su posición es clara para quien le escuche o lea con respeto. Albert Camus habló en una ocasión de dos compromisos difíciles de mantener: “la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión”. Santiago Alba se caracteriza por su empeño en respetar esta vocación.
Resumiremos nuestro apoyo a Santi con una simple frase: Siria no es Iraq. Nuestra posición parte del convencimiento de que ningún poder regional (ni tan siquiera Israel) o internacional (tampoco EEUU) ha querido realmente la caída del régimen de los al-Asad hasta que, ante el incierto resultado de la guerra en Siria, se han visto obligados a aceptar que el régimen ya no les podía garantizar aquello que lleva propiciando al menos desde los años 70: el mantenimiento del statu quo regional (sobre ello volveremos más adelante).
El caso de Iraq es bien distinto. En el transcurso de tres Administraciones estadounidenses, Iraq fue un país sometido a más de una década de sanciones genocidas, a una guerra de devastación (la de enero-febrero de 1991), a la imposición de zonas de exclusión aérea y a recurrentes ataques. El objetivo no era acabar con el régimen de Sadam Husein, sino destruir —como anticipó Samir Amín— una potencia emergente, es decir, aniquilar la base material y humana de un país, como así ha sido. Compartiendo intereses ocultos, a tal empeño estadounidense prestaron su apoyo buena parte de los regímenes árabes (incluido el sirio) e Irán, además de, claro está, Israel. Antes de que alguien lo piense: el régimen iraquí era ciertamente una dictadura, pero desde la imposición del embargo al país en el verano de 1990 y hasta su derrocamiento durante la invasión de 2003 fue capaz de aglutinar en un esfuerzo titánico —elogiado por organismos y personalidades internacionales, también por nosotros mismos— a la sociedad iraquí sobre los pilares opuestos a los del régimen sirio: el diálogo interno (como acreditó el retorno a Bagdad de las fuerzas opositoras laicas, nacionalistas y de izquierdas en el exilio ante el auge de la amenaza de invasión estadounidense), el mantenimiento de los sistemas públicos de protección social ante el empobrecimiento generalizado, la defensa de la educación ante la desesperanza del futuro, la estimulación del orgullo cívico por encima de los referentes étnicos, religiosos y tribales, de la laboriosidad y del sentido compartido del deber ante la adversidad, alentado todo ello por una lucha radical contra la corrupción interna. En un encuentro privado pocas horas antes del inicio de la invasión de Iraq, Tareq Aziz nos dijo: “No nos atrincheramos [el régimen] detrás de nuestro pueblo. No utilizaremos a nuestro pueblo como escudo humano”.
¿Qué ha hecho el régimen de los al-Asad?, todo lo contrario: desencadenar una guerra de aniquilación contra su propio pueblo para eludir un anhelado cambio interno, expresado inicialmente de manera masiva y pacífica, recurriendo incluso a un inteligente uso (ni a Kissinger se le hubiera ocurrido) de armas químicas contra barrios de Damasco para negociar en mejor posición su continuidad. La dinastía de los al-Asad se ha especializado durante décadas en el arte de la supervivencia.
Rememorar la Historia
Cuando aludíamos al mantenimiento del statu quo regional y a la estabilidad nos referíamos a lo opuesto a resistir frente al imperialismo y el sionismo: a acoplarse para coexistir. La dinámica regional ya no está determinada, como ocurrió entre las décadas de los años 50 a 70, por la vitalidad y fuerza de los movimientos populares y revolucionarios árabes, galvanizados en torno a la lucha armada palestina contra Israel. Hasta el estallido de la “primavera árabe”, la inercia regional estaba determinada por la mera defensa de los intereses de Estado, concretados en la pura preservación de los privilegios de los grupos oligárquicos dominantes, capaces de reactivar periódicamente guerras de baja intensidad en escenarios secundarios (Líbano, Iraq) para avanzar en la negociación de su propia agenda de intereses.
En el caso de Siria, echando la vista atrás, ¿cómo se puede calificar a la república hereditaria de los al-Asad de progresista o antiimperialista? Todo lo contrario: no ha habido en la región un régimen que haya favorecido tanto a Israel, a EEUU y a las oligarquías familiares del Golfo como el de los al-Asad. Para tranquilidad de Israel, con el respaldo de EEUU y de la Liga Árabe, Siria invadió Líbano en 1975 formalmente para poner fin a la guerra civil en el país, en realidad para impedir in extremis el triunfo inminente de los nacionalistas libaneses y de la OLP frente a los falangistas pro-israelíes de los Gemayel. Desde entonces y hasta su retirada de Líbano 29 años después, los ocupantes sirios eludieron una y otra vez el enfrentamiento con Israel (particularmente durante la invasión de 1982 y el cerco durante 80 días de Beirut) y se dedicaron por el contrario a erradicar militarmente, de manera directa o con fuerzas interpuestas (recordemos los criminales asedios y asaltos contra los campamentos palestinos por parte de Amal entre 1985 y 1988, la denominada “Guerra de los campamentos”) la presencia militar nacionalista, de formaciones de izquierda y palestinas en Líbano. Los Acuerdos de Taif (1989), de inspiración estadounidense y saudí, sancionaron esta tutela militar y política de Siria en Líbano, que tendría poco tiempo después su contrapartida en el apoyo y participación del régimen sirio en la primera Guerra del Golfo contra Iraq en 1991.
Entonces, ¿y Hizbolá? Los cándidos reiteran que es la máxima expresión de la resistencia contra Israel. Pero la historia de Hizbolá es de muy corto recorrido y su aparición en Líbano —a partir de Amal— se lleva a cabo precisamente después de la eliminación por parte siria de las formaciones nacionalistas libanesas y palestinas. Hizbolá explicita la desaparición definitiva de la autonomía revolucionaria y resistente árabe en la última frontera con Israel (salvo en la propia Palestina, como demostrarán posteriormente las Intifadas) y su sustitución por el juego, siempre bien medido, de los poderes regionales. También explicita (aunque se obvie interesadamente) la sustitución del secularismo socialista del nacionalismo árabe por el confesionalismo liberal/caritativo del panislamismo político. La presencia de Hizbolá en Líbano es el resultado del acercamiento camaleónico del régimen Sirio a Irán al inicio de la década de los 90, una aproximación que, antes que suponer un desafío a los intereses estadounidenses e israelíes en Oriente Próximo, contribuirá a abrir el espacio árabe a las pretensiones hegemónicas iraníes frente a las saudíes, en ambos casos sistemas confesionales extremadamente regresivos socialmente, dictaduras familiares o teocráticas defensoras de la economía de mercado (en su modalidad denominada del “bazar”).
Para perplejidad de un observador incauto del devenir regional, ello conduce a la pasmosa convergencia de Irán y Siria de una parte, y de EEUU, Israel y Arabia Saudí de la otra, en la necesidad estratégica de destruir Iraq como potencia regional, un proceso culminado con la invasión estadounidense de 2003. Así, a partir de 2007, ya en las postrimerías de la fallida ocupación estadounidense del país, el antagonismo regional entre Arabia Saudí e Irán se manifestará en la terrible violencia sectaria y social generada por los salafistas y los paramilitares chiíes en Iraq, ahora reproducida en Siria a menor escala, como luego retomaremos. El resultado es de nuevo sorprendente: de facto, EEUU cede el control de Iraq a Irán, el único poder regional que le ofrece someter el país y aniquilar su resistencia, como así fue. Irán será el definitivo beneficiario de la invasión estadounidense de Iraq y su régimen el primero en reconocer a las nuevas autoridades surgidas de la ocupación, más próximas a Teherán que a Washington.
Cuanto peor, mejor
El régimen de los al-Asad ha sido una pieza clave para el mantenimiento de la estabilidad regional en el sentido indicado. El coste interno que ello ha tenido durante décadas para la población siria se ha cobrado con una elevadísima represión política, el desmantelamiento de las prestaciones sociales públicas del Estado y un proceso de privatizaciones que ha depauperado extremadamente a la población en beneficio de una oligarquía vinculada estrechamente con el régimen y la familia al-Asad. La mundialización neoliberal (la faceta económica del imperialismo) no ha sido ajena a los resortes del régimen para perpetuarse. Contra esta situación se manifestará pacíficamente la población siria a partir de marzo de 2011 en su propia “primavera”. Y ha sido la represión masiva del régimen y no la protesta civil previa la que ha desencadenado la guerra en Siria. Solo cuando el levantamiento sirio ha puesto en evidencia las contradicciones internas del régimen y su dificultad de seguir cumpliendo el papel que lleva desempeñando desde los años 70, ha sido cuando algunos actores locales y exteriores han empezado a buscar una alternativa al mismo.
La respuesta del régimen ha sido la estrategia de “O yo o el caos”. Esta estrategia, nutrida de una salvaje represión del movimiento popular, ha propiciado que Siria se convierta en escenario de la confrontación —mediante subalternos— de Arabia Saudí e Irán, en pugna por la hegemonía regional. Ciertamente Arabia Saudí está alentando la presencia masiva de combatientes salafistas en Siria, pero la contrapartida iraní es la entrada de miles de combatientes de Hizbolá y de paramilitares chiíes iraquíes en apoyo al régimen sirio. Detengámonos en este hecho. Aceptemos que a los detractores de Santiago Alba les preocupan realmente los yihadistas suníes. Pero, ¿tienen alguna opinión formada sobre los miles de combatientes iraquíes chiíes que han entrado en Siria para apoyar al régimen? Adiestradas por los Guardianes de la Revolución Iraní y por Hizbolá, toleradas por los ocupantes estadounidenses, a quienes harán el trabajo más sucio, esas milicias integraron los escuadrones de la muerte que segaron la hierba bajo la insurgencia iraquí forzando por el terror el éxodo de cinco millones de iraquíes (mayoritariamente suníes y de confesiones minoritarias), principalmente en 2005-2006. Ellos fueron quienes asesinaron selectivamente a más de tres centenares de profesores universitarios, a millares de dirigentes de organizaciones civiles, los que erradicaron al colectivo de palestinos iraquíes y de los cristianos de Basora y otras ciudades, los que impusieron a las universitarias el chador y quienes mataban a los homosexuales tras torturarlos. Son el mejor instrumento para que la destrucción sectaria de la región avance. ¿Quién puede afirmar que defendiendo al régimen de los al-Asad se defiende la preservación de la convivencia confesional en Siria y en la región?
Quienes arremeten contra Santiago Alba le acusan —mintiendo— de respaldar a los yihadistas que combaten en Siria a las fuerzas del régimen al haber apoyado las primaveras árabes de Egipto y Túnez, dado que han propiciado el acceso de los islamistas al gobierno en ambos países, o de Siria, por haber atraído a los salafistas a este país. Pero, ¿puede derivarse de los textos de Santiago Alba tolerancia o simpatía alguna hacia cualquier confesionalismo o sectarismo? En absoluto. La cuestión es otra: sus detractores están justificando retrospectivamente los crímenes del régimen sirio gracias a la reciente presencia de yihadistas en el conflicto; o, algo más lamentable, se están justificando a sí mismos. Su flemático antiimperialismo les ha permitido mirar hacia otro lado mientras el régimen atacaba por tierra, mar y aire ciudades y aldeas indefensas ante la completa indiferencia internacional. Durante al menos dos años (en el verano de 2011 la represión militar de las manifestaciones pacíficas da paso a los primeros enfrentamientos armados entre opositores y ejército y sabihas) han callado ante una no-guerra que se ha cobrado más de 110.000 muertos y que ha generado más de seis millones de desplazados y refugiados (el 28% de la población). En una demostración monumental de cinismo e inmoralidad han levantado la bandera del “No a la guerra” (rememorando la guerra contra Iraq) solo cuando parecía posible una intervención militar occidental contra el régimen sirio. Admirable resulta esta capacidad de anular dos veces seguidas a millones de seres humanos que, tras movilizarse pacífica y masivamente exactamente por lo mismo que aquí ha hecho el movimiento de los indignados (derechos sociales y democracia real), se han visto atrapados en una guerra aniquiladora. Ni merecieron atención antes, ni la merecen ahora; simplemente no existen. Que lo digan sin tapujos: no les preocupa que sean minoritarios los sectores sirios a los que Santiago Alba da voz o que los salafistas estén entrando en tropel (solo en una fase posterior del conflicto) en Siria; lo que les preocupa es que el régimen sirio caiga. Que no se preocupen: de momento, el régimen sirio sobrevive y se aleja la amenaza de una intervención militar estadounidense.
La ‘rehabilitación’ del régimen
Santiago Alba ha argumentado sólidamente que la Administración Obama no tiene un interés estratégico en intervenir militarmente contra el régimen sirio, al tiempo que ha reiterado una y otra vez su oposición a un ataque contra este país. De poco le ha valido. Algunos de sus detractores han advertido en ello precisamente lo contrario: es la perspicaz psicología del torturador, aquella que le permite saber que su víctima siempre miente. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos de nuevo da toda la razón a Santiago Alba.
La deriva sectaria de la guerra en Siria, el gravísimo problema humanitario que ha generado y el reciente episodio de los ataques con gas sarín en barrios de Damasco han permitido al régimen negociar su continuidad ofreciendo recuperar su tradicional funcionalidad estabilizadora. Incluso altos responsables israelíes así lo reconocen. La reciente aceptación por parte del régimen de abrir el país a los inspectores internacionales de desarme, aceptar la destrucción de sus arsenales de destrucción masiva y firmar los correspondientes tratados internacionales (pasos que han sido muy elogiosamente recibidos tanto por el secretario de Estado estadounidense Kerry como por el emir de Qatar para pasmo de Arabia Saudí) van en tal dirección. Al ofrecer la destrucción de sus arsenales de armamento no convencional, Bashar al-Asad se rehabilita y el régimen se asegura su continuidad (al menos hasta mediados de 2014 podrá proseguir con la guerra “convencional”) de la mano de la Rusia de Putin (también antiimperialista). El régimen ya ha anunciado asimismo su participación en la Conferencia de Paz de Ginebra prevista para el 23 de noviembre. No hay recambio para el régimen sino más régimen. Todo lo más que puede esperarse es la ya apuntada “solución yemení”, mediante la cual se implante en el país una transición que no cambiará la esencia del régimen ni su funcionalidad regional, aun cuando se desembarace formalmente de Bashar al-Asad y vincule a ciertos personajes acomodaticios de la oposición en el exilio.
Finalmente, que algunos sectores minoritarios de la izquierda nacionalista árabe consideren como un triunfo del antiimperialismo la huida hacia adelante del régimen constituye una equivocación histórica que les aniquilará. El régimen sirio no representa al antiimperialismo. El régimen sirio representa, como tantos otros de la zona, un eslabón del ordenamiento político poscolonial al que se ha acomodado subsidiariamente durante décadas y que no contempla para los pueblos de la región ni democracia, ni justicia social, ni desarrollo. Si las revueltas árabes estaban llamadas a desbaratar dicho ordenamiento en nombre de la dignidad y la soberanía populares, la posición inmovilista de esa izquierda ha dejado pasar una oportunidad única de ser parte activa en el ímpetu transformador de las sociedades árabes. Con ello contribuye a perpetuar ese mismo ordenamiento reaccionario que les ha aplastado todas estas décadas y que, reeditado de la mano de la contrarrevolución, puede acabar extinguiendo la esencia misma del nacionalismo árabe para satisfacción de Israel. Parafraseando al propio Santiago, “la Historia se repite no como farsa sino como apocalipsis”.
Carlos Varea presidió entre 1987 y 2004 el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe (CSCA) y desde 1992 coordinó la Campaña Estatal por el Levantamiento de las Sanciones a Iraq (CELSI, posteriormente Campaña Estatal contra la Ocupación y por la soberanía de Iraq). Loles Oliván fue secretaria de organización del CSCA entre 1998 y 2004, y coordinadora de las delegaciones a Iraq de la CELSI y de la iniciativa “Brigadas a Iraq contra la Guerra” en 2003.
Frente a ellos, Santiago Alba representa por su trayectoria y por su labor desde hace muchos años una genuina combinación de análisis y compromiso militante, ambos sustentados —y ese parece haber sido su gran pecado— en una honestidad personal e intelectual a prueba de dogmas y sectarismos. A Santiago Alba le debemos las páginas más hermosas y comprometidas, más certeras e inteligentes que se hayan escrito sobre Palestina, sobre Iraq, en general sobre el mundo árabe, donde lleva residiendo décadas y cuya lengua conoce bien, una gran ventaja para él a la hora de leer y escuchar a los hombres y mujeres árabes y una suerte para los demás, al permitirnos conocer sus aspiraciones. En concreto respecto al actual conflicto sirio, Santiago Alba ha aportado apreciaciones certeras, incluida la de que EEUU no está interesado en atacar el país. Su posición es clara para quien le escuche o lea con respeto. Albert Camus habló en una ocasión de dos compromisos difíciles de mantener: “la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión”. Santiago Alba se caracteriza por su empeño en respetar esta vocación.
Resumiremos nuestro apoyo a Santi con una simple frase: Siria no es Iraq. Nuestra posición parte del convencimiento de que ningún poder regional (ni tan siquiera Israel) o internacional (tampoco EEUU) ha querido realmente la caída del régimen de los al-Asad hasta que, ante el incierto resultado de la guerra en Siria, se han visto obligados a aceptar que el régimen ya no les podía garantizar aquello que lleva propiciando al menos desde los años 70: el mantenimiento del statu quo regional (sobre ello volveremos más adelante).
El caso de Iraq es bien distinto. En el transcurso de tres Administraciones estadounidenses, Iraq fue un país sometido a más de una década de sanciones genocidas, a una guerra de devastación (la de enero-febrero de 1991), a la imposición de zonas de exclusión aérea y a recurrentes ataques. El objetivo no era acabar con el régimen de Sadam Husein, sino destruir —como anticipó Samir Amín— una potencia emergente, es decir, aniquilar la base material y humana de un país, como así ha sido. Compartiendo intereses ocultos, a tal empeño estadounidense prestaron su apoyo buena parte de los regímenes árabes (incluido el sirio) e Irán, además de, claro está, Israel. Antes de que alguien lo piense: el régimen iraquí era ciertamente una dictadura, pero desde la imposición del embargo al país en el verano de 1990 y hasta su derrocamiento durante la invasión de 2003 fue capaz de aglutinar en un esfuerzo titánico —elogiado por organismos y personalidades internacionales, también por nosotros mismos— a la sociedad iraquí sobre los pilares opuestos a los del régimen sirio: el diálogo interno (como acreditó el retorno a Bagdad de las fuerzas opositoras laicas, nacionalistas y de izquierdas en el exilio ante el auge de la amenaza de invasión estadounidense), el mantenimiento de los sistemas públicos de protección social ante el empobrecimiento generalizado, la defensa de la educación ante la desesperanza del futuro, la estimulación del orgullo cívico por encima de los referentes étnicos, religiosos y tribales, de la laboriosidad y del sentido compartido del deber ante la adversidad, alentado todo ello por una lucha radical contra la corrupción interna. En un encuentro privado pocas horas antes del inicio de la invasión de Iraq, Tareq Aziz nos dijo: “No nos atrincheramos [el régimen] detrás de nuestro pueblo. No utilizaremos a nuestro pueblo como escudo humano”.
¿Qué ha hecho el régimen de los al-Asad?, todo lo contrario: desencadenar una guerra de aniquilación contra su propio pueblo para eludir un anhelado cambio interno, expresado inicialmente de manera masiva y pacífica, recurriendo incluso a un inteligente uso (ni a Kissinger se le hubiera ocurrido) de armas químicas contra barrios de Damasco para negociar en mejor posición su continuidad. La dinastía de los al-Asad se ha especializado durante décadas en el arte de la supervivencia.
Rememorar la Historia
Cuando aludíamos al mantenimiento del statu quo regional y a la estabilidad nos referíamos a lo opuesto a resistir frente al imperialismo y el sionismo: a acoplarse para coexistir. La dinámica regional ya no está determinada, como ocurrió entre las décadas de los años 50 a 70, por la vitalidad y fuerza de los movimientos populares y revolucionarios árabes, galvanizados en torno a la lucha armada palestina contra Israel. Hasta el estallido de la “primavera árabe”, la inercia regional estaba determinada por la mera defensa de los intereses de Estado, concretados en la pura preservación de los privilegios de los grupos oligárquicos dominantes, capaces de reactivar periódicamente guerras de baja intensidad en escenarios secundarios (Líbano, Iraq) para avanzar en la negociación de su propia agenda de intereses.
En el caso de Siria, echando la vista atrás, ¿cómo se puede calificar a la república hereditaria de los al-Asad de progresista o antiimperialista? Todo lo contrario: no ha habido en la región un régimen que haya favorecido tanto a Israel, a EEUU y a las oligarquías familiares del Golfo como el de los al-Asad. Para tranquilidad de Israel, con el respaldo de EEUU y de la Liga Árabe, Siria invadió Líbano en 1975 formalmente para poner fin a la guerra civil en el país, en realidad para impedir in extremis el triunfo inminente de los nacionalistas libaneses y de la OLP frente a los falangistas pro-israelíes de los Gemayel. Desde entonces y hasta su retirada de Líbano 29 años después, los ocupantes sirios eludieron una y otra vez el enfrentamiento con Israel (particularmente durante la invasión de 1982 y el cerco durante 80 días de Beirut) y se dedicaron por el contrario a erradicar militarmente, de manera directa o con fuerzas interpuestas (recordemos los criminales asedios y asaltos contra los campamentos palestinos por parte de Amal entre 1985 y 1988, la denominada “Guerra de los campamentos”) la presencia militar nacionalista, de formaciones de izquierda y palestinas en Líbano. Los Acuerdos de Taif (1989), de inspiración estadounidense y saudí, sancionaron esta tutela militar y política de Siria en Líbano, que tendría poco tiempo después su contrapartida en el apoyo y participación del régimen sirio en la primera Guerra del Golfo contra Iraq en 1991.
Entonces, ¿y Hizbolá? Los cándidos reiteran que es la máxima expresión de la resistencia contra Israel. Pero la historia de Hizbolá es de muy corto recorrido y su aparición en Líbano —a partir de Amal— se lleva a cabo precisamente después de la eliminación por parte siria de las formaciones nacionalistas libanesas y palestinas. Hizbolá explicita la desaparición definitiva de la autonomía revolucionaria y resistente árabe en la última frontera con Israel (salvo en la propia Palestina, como demostrarán posteriormente las Intifadas) y su sustitución por el juego, siempre bien medido, de los poderes regionales. También explicita (aunque se obvie interesadamente) la sustitución del secularismo socialista del nacionalismo árabe por el confesionalismo liberal/caritativo del panislamismo político. La presencia de Hizbolá en Líbano es el resultado del acercamiento camaleónico del régimen Sirio a Irán al inicio de la década de los 90, una aproximación que, antes que suponer un desafío a los intereses estadounidenses e israelíes en Oriente Próximo, contribuirá a abrir el espacio árabe a las pretensiones hegemónicas iraníes frente a las saudíes, en ambos casos sistemas confesionales extremadamente regresivos socialmente, dictaduras familiares o teocráticas defensoras de la economía de mercado (en su modalidad denominada del “bazar”).
Para perplejidad de un observador incauto del devenir regional, ello conduce a la pasmosa convergencia de Irán y Siria de una parte, y de EEUU, Israel y Arabia Saudí de la otra, en la necesidad estratégica de destruir Iraq como potencia regional, un proceso culminado con la invasión estadounidense de 2003. Así, a partir de 2007, ya en las postrimerías de la fallida ocupación estadounidense del país, el antagonismo regional entre Arabia Saudí e Irán se manifestará en la terrible violencia sectaria y social generada por los salafistas y los paramilitares chiíes en Iraq, ahora reproducida en Siria a menor escala, como luego retomaremos. El resultado es de nuevo sorprendente: de facto, EEUU cede el control de Iraq a Irán, el único poder regional que le ofrece someter el país y aniquilar su resistencia, como así fue. Irán será el definitivo beneficiario de la invasión estadounidense de Iraq y su régimen el primero en reconocer a las nuevas autoridades surgidas de la ocupación, más próximas a Teherán que a Washington.
Cuanto peor, mejor
El régimen de los al-Asad ha sido una pieza clave para el mantenimiento de la estabilidad regional en el sentido indicado. El coste interno que ello ha tenido durante décadas para la población siria se ha cobrado con una elevadísima represión política, el desmantelamiento de las prestaciones sociales públicas del Estado y un proceso de privatizaciones que ha depauperado extremadamente a la población en beneficio de una oligarquía vinculada estrechamente con el régimen y la familia al-Asad. La mundialización neoliberal (la faceta económica del imperialismo) no ha sido ajena a los resortes del régimen para perpetuarse. Contra esta situación se manifestará pacíficamente la población siria a partir de marzo de 2011 en su propia “primavera”. Y ha sido la represión masiva del régimen y no la protesta civil previa la que ha desencadenado la guerra en Siria. Solo cuando el levantamiento sirio ha puesto en evidencia las contradicciones internas del régimen y su dificultad de seguir cumpliendo el papel que lleva desempeñando desde los años 70, ha sido cuando algunos actores locales y exteriores han empezado a buscar una alternativa al mismo.
La respuesta del régimen ha sido la estrategia de “O yo o el caos”. Esta estrategia, nutrida de una salvaje represión del movimiento popular, ha propiciado que Siria se convierta en escenario de la confrontación —mediante subalternos— de Arabia Saudí e Irán, en pugna por la hegemonía regional. Ciertamente Arabia Saudí está alentando la presencia masiva de combatientes salafistas en Siria, pero la contrapartida iraní es la entrada de miles de combatientes de Hizbolá y de paramilitares chiíes iraquíes en apoyo al régimen sirio. Detengámonos en este hecho. Aceptemos que a los detractores de Santiago Alba les preocupan realmente los yihadistas suníes. Pero, ¿tienen alguna opinión formada sobre los miles de combatientes iraquíes chiíes que han entrado en Siria para apoyar al régimen? Adiestradas por los Guardianes de la Revolución Iraní y por Hizbolá, toleradas por los ocupantes estadounidenses, a quienes harán el trabajo más sucio, esas milicias integraron los escuadrones de la muerte que segaron la hierba bajo la insurgencia iraquí forzando por el terror el éxodo de cinco millones de iraquíes (mayoritariamente suníes y de confesiones minoritarias), principalmente en 2005-2006. Ellos fueron quienes asesinaron selectivamente a más de tres centenares de profesores universitarios, a millares de dirigentes de organizaciones civiles, los que erradicaron al colectivo de palestinos iraquíes y de los cristianos de Basora y otras ciudades, los que impusieron a las universitarias el chador y quienes mataban a los homosexuales tras torturarlos. Son el mejor instrumento para que la destrucción sectaria de la región avance. ¿Quién puede afirmar que defendiendo al régimen de los al-Asad se defiende la preservación de la convivencia confesional en Siria y en la región?
Quienes arremeten contra Santiago Alba le acusan —mintiendo— de respaldar a los yihadistas que combaten en Siria a las fuerzas del régimen al haber apoyado las primaveras árabes de Egipto y Túnez, dado que han propiciado el acceso de los islamistas al gobierno en ambos países, o de Siria, por haber atraído a los salafistas a este país. Pero, ¿puede derivarse de los textos de Santiago Alba tolerancia o simpatía alguna hacia cualquier confesionalismo o sectarismo? En absoluto. La cuestión es otra: sus detractores están justificando retrospectivamente los crímenes del régimen sirio gracias a la reciente presencia de yihadistas en el conflicto; o, algo más lamentable, se están justificando a sí mismos. Su flemático antiimperialismo les ha permitido mirar hacia otro lado mientras el régimen atacaba por tierra, mar y aire ciudades y aldeas indefensas ante la completa indiferencia internacional. Durante al menos dos años (en el verano de 2011 la represión militar de las manifestaciones pacíficas da paso a los primeros enfrentamientos armados entre opositores y ejército y sabihas) han callado ante una no-guerra que se ha cobrado más de 110.000 muertos y que ha generado más de seis millones de desplazados y refugiados (el 28% de la población). En una demostración monumental de cinismo e inmoralidad han levantado la bandera del “No a la guerra” (rememorando la guerra contra Iraq) solo cuando parecía posible una intervención militar occidental contra el régimen sirio. Admirable resulta esta capacidad de anular dos veces seguidas a millones de seres humanos que, tras movilizarse pacífica y masivamente exactamente por lo mismo que aquí ha hecho el movimiento de los indignados (derechos sociales y democracia real), se han visto atrapados en una guerra aniquiladora. Ni merecieron atención antes, ni la merecen ahora; simplemente no existen. Que lo digan sin tapujos: no les preocupa que sean minoritarios los sectores sirios a los que Santiago Alba da voz o que los salafistas estén entrando en tropel (solo en una fase posterior del conflicto) en Siria; lo que les preocupa es que el régimen sirio caiga. Que no se preocupen: de momento, el régimen sirio sobrevive y se aleja la amenaza de una intervención militar estadounidense.
La ‘rehabilitación’ del régimen
Santiago Alba ha argumentado sólidamente que la Administración Obama no tiene un interés estratégico en intervenir militarmente contra el régimen sirio, al tiempo que ha reiterado una y otra vez su oposición a un ataque contra este país. De poco le ha valido. Algunos de sus detractores han advertido en ello precisamente lo contrario: es la perspicaz psicología del torturador, aquella que le permite saber que su víctima siempre miente. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos de nuevo da toda la razón a Santiago Alba.
La deriva sectaria de la guerra en Siria, el gravísimo problema humanitario que ha generado y el reciente episodio de los ataques con gas sarín en barrios de Damasco han permitido al régimen negociar su continuidad ofreciendo recuperar su tradicional funcionalidad estabilizadora. Incluso altos responsables israelíes así lo reconocen. La reciente aceptación por parte del régimen de abrir el país a los inspectores internacionales de desarme, aceptar la destrucción de sus arsenales de destrucción masiva y firmar los correspondientes tratados internacionales (pasos que han sido muy elogiosamente recibidos tanto por el secretario de Estado estadounidense Kerry como por el emir de Qatar para pasmo de Arabia Saudí) van en tal dirección. Al ofrecer la destrucción de sus arsenales de armamento no convencional, Bashar al-Asad se rehabilita y el régimen se asegura su continuidad (al menos hasta mediados de 2014 podrá proseguir con la guerra “convencional”) de la mano de la Rusia de Putin (también antiimperialista). El régimen ya ha anunciado asimismo su participación en la Conferencia de Paz de Ginebra prevista para el 23 de noviembre. No hay recambio para el régimen sino más régimen. Todo lo más que puede esperarse es la ya apuntada “solución yemení”, mediante la cual se implante en el país una transición que no cambiará la esencia del régimen ni su funcionalidad regional, aun cuando se desembarace formalmente de Bashar al-Asad y vincule a ciertos personajes acomodaticios de la oposición en el exilio.
Finalmente, que algunos sectores minoritarios de la izquierda nacionalista árabe consideren como un triunfo del antiimperialismo la huida hacia adelante del régimen constituye una equivocación histórica que les aniquilará. El régimen sirio no representa al antiimperialismo. El régimen sirio representa, como tantos otros de la zona, un eslabón del ordenamiento político poscolonial al que se ha acomodado subsidiariamente durante décadas y que no contempla para los pueblos de la región ni democracia, ni justicia social, ni desarrollo. Si las revueltas árabes estaban llamadas a desbaratar dicho ordenamiento en nombre de la dignidad y la soberanía populares, la posición inmovilista de esa izquierda ha dejado pasar una oportunidad única de ser parte activa en el ímpetu transformador de las sociedades árabes. Con ello contribuye a perpetuar ese mismo ordenamiento reaccionario que les ha aplastado todas estas décadas y que, reeditado de la mano de la contrarrevolución, puede acabar extinguiendo la esencia misma del nacionalismo árabe para satisfacción de Israel. Parafraseando al propio Santiago, “la Historia se repite no como farsa sino como apocalipsis”.
Carlos Varea presidió entre 1987 y 2004 el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe (CSCA) y desde 1992 coordinó la Campaña Estatal por el Levantamiento de las Sanciones a Iraq (CELSI, posteriormente Campaña Estatal contra la Ocupación y por la soberanía de Iraq). Loles Oliván fue secretaria de organización del CSCA entre 1998 y 2004, y coordinadora de las delegaciones a Iraq de la CELSI y de la iniciativa “Brigadas a Iraq contra la Guerra” en 2003.
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