Un iraquí exhibe su armamento ante la bandera del Estado Islámico en la localidad de Al-Alam. REUTERS
Su surgimiento tiene las raíces en el odio sectario
generado por la ocupación militar
El jordano llevó Al Qaeda a Irak causando daños físicos y psicológicos
Fue quien impuso las decapitación de occidentales y la exhibición del horror ante la cámara
El terror era concebido por los suníes como un mal menor ante la ocupación y vejaciones
Sin esos elementos no se puede comprender el surgimiento del Estado Islámico en 2005
A EEUU y sus socios no pareció molestarles el IS hasta que la violencia fue televisada
El grupo se presenta como liberador de los suníes frente a un mundo que les odia
Aquella tarde de octubre de 2003 caía un calor plomizo en la anónima y polvorienta localidad situada entre Abu Ghraib y Faluya donde se celebraba el encuentro, pero los rostros de los cuatro militantes del Jaish Ansar al Sunna que hablaban pausadamente, sentados en el suelo ataviados con dishdashas, no emitían ni una gota de sudor. La desesperación, la legitimidad que les daba defenderse de los invasores y falta de medios para explicar por qué luchaban contra la ocupación extranjera que en abril había derrocado a Sadam Husein les habían llevado hablar, largo y tendido, con esta periodista sobre sus acciones armadas.
A lo largo de cinco horas, les pregunté si defendían el uso de suicidas, una nueva forma de guerra que comenzaba a surgir en Bagdad de la mano de Abu Musab al Zarqawi, el jordano que llevó Al Qaeda a Mesopotamia, provocando ingentes daños materiales, físicos y sobre todo psicológicos. "¿Nosotros? Por supuesto que no. Esos son los árabes, los voluntarios de Arabia Saudí, que vienen aquí a morir por su yihad... Los iraquíes no nos suicidamos, preferimos morir matando", dijo el líder de la unidad, ufano.
Dos años después, cuando las torturas norteamericanas en Abu Ghraibhabían grabado el nombre del penal en los anales de la infamia y Faluya se había consagrado como un nuevo Grozni gracias a dos dantescos asaltos militares estadounidenses destinados a poner la ciudad suní de rodillas, no se escuchaban críticas contra los métodos de Zarqawi. Tampoco se podía volver a mantener semejante conversación con un grupo armado suní porque todos simpatizaban, cooperaban o se habían integrado en las huestes del jordano consagrando su posición de líder de Al Qaeda en la antigua Mesopotamia -juró lealtad a Bin Laden en 2004 como responsable de Tawhid wa Jihad [monoteísmo y guerra santa]- y suscribiendo sus métodos de terror como una opción legítima en el Irak invadido por Washington.
Represión y venganza
Fue Zarqawi quien puso, aquellos años en Irak, de moda las decapitaciones de occidentales -su primera víctima, Nicholas Berg, vestía un uniforme naranja como lo hacen ahora las víctimas de Jihadi John- y la exhibición del horror ante una cámara de vídeo. También impuso la justificación religiosa de cualquier abominación surgida de su mente y la ampliación de sus objetivos, mucho más allá de los ocupantes y sus aliados iraquíes, a las Naciones Unidas, embajadas, instituciones internacionales o a cualquier extranjero -árabe o no- que trabajase en Irak ya fuera como transportista, cooperante, periodista o mercenario. Cualquiera que osara pisar su territorio era sospechodo de apostasía, y todos debían pagar por ello. De la forma más cruel concebible.
No se puede acusar de maldad a la comunidad suní de Irak por haberse refugiado en el terror de Zarqawi, en todo caso, de haber llevado demasiado lejos sus ansias de revancha tras haber perdido el poder absoluto que su minoría disfrutaba desde hacía décadas. ISIS era un mal menor en el contexto de la ocupación militar, las torturas en prisiones norteamericanas e iraquíes, las vejaciones, los bombardeos de zonas civiles, las innumerables decisiones erróneas -cuesta creer que inocentes- adoptadas por la Casa Blanca (como la criminalización de los baazistas iraquíes, la disolución de las Fuerzas Armadas o la entrega del poder a facciones controladas desde Irán que dieron impunidad a sus milicias) y crímenes de guerra tan visuales como los cometidos en Abu Ghraib y en otras prisiones, caldo de cultivo del actual extremismo yihadista.
Sin todos esos elementos, es imposible comprender el surgimiento del Estado Islámico de Irak que fundó Zarqawi en 2005, origen del actual Estado Islámico reinventado por el sucesor de aquél, Abu Baqr al Baghdadi, en una jugada propiciada por el odio sectario generado por la invasión en sí. Antes de la agresión de 2003, la tensión interreligiosa era imperceptible en todo Oriente Próximo; la imposición norteamericana de un Gobierno chií reforzó a esta comunidad como vencedora y a la suní como vencida. En los primeros años de invasión, en Irak, cada atentado de Zarqawi contra un mercado, una mezquita o una marcha religiosa chií enconaba a las partes y empujaba a las milicias chiíes a buscar venganza. No necesitó ni un año y medio para lograr una guerra abierta entre los musulmanes iraquíes que le reportaría hombres, financiación global y legitimidad para erigirse como líder suní con la bendición de Al Qaeda. La invasión, sembrando Irak de cadáveres, destapó una caja de Pandora que no se limitaba a las fronteras iraquíes de los acuerdos de Sikes-Picot sino que se extendería con rapidez a todo Oriente Próximo.
La derrota, la represión y el sentimiento de abandono de los suníesexplica -que no justifica- el desmedido apoyo que terminarían dando a la doctrina takfiri -cualquiera que no comulgue con su visión, musulmán o infiel, es declarado apóstata, lo que conlleva condena a muerte- y aquel efímero primer éxito del Estado Islámico, implantado en Irak en 2006. A finales de 2004, Zarqawi renombró su organización Al Qaeda en el País de los Dos Ríos -nombre de Irak, en referencia al Tigris y el Éufrates- nombrándose a sí mismo emir de Al Qaeda en Mesopotamia y en 2005, asociado con otros movimientos en el Consejo de la Shura de los Muyahidin, terminaría sentando las bases del primer proyecto moderno de estado islámico.
El Estado Islámico de Irak (ISI), como fue bautizado, nació sin que Zarqawi pudiera verlo: muerto en un ataque norteamericano en junio de 2006, su sucesor egipcio Abu Ayyub al Masri fue el encargado de anunciar, en octubre de ese mismo año, su creación. Al Masri no sería sin embargo su líder, puesto que fue asignado a Abu Omar al Baghdadi para dar al grupo un rostro iraquí que aglutinara apoyos en Mesopotamia.
La escuela de terror de Zarqawi Mario Viciosa
El califato islámico llegó a extender su poder a Mosul y a varios sectores de Bagdad además de las provincias suníes de Anbar y Diyala, con presencia menor pero destacada en Nínive, Salahadin, Kirkuk y Babel. Lo hacía mientras multiplicaba de forma exponencial los atentados en todo el territorio iraquí: chiíes, cristianos, yazidíes, norteamericanos y británicos pero también suníes se convirtieron en el objetivo de sus exacciones. Todos eran takfiri a ojos de los herederos de Zarqawi, lo que explica atentados como el de junio de 2007 contra la reunión de líderes tribales suníes de Anbar o asesinatos como el de Abdul Sattar Abu Risha, uno de los respetados líderes suníes del Irak de entonces.
El sentimiento de abandono de los suníes explica -que no justifica- el apoyo a la doctrina takfiri [cualquiera que no comulgue con su visión es apóstata, lo que conlleva condena a muerte]
Aquel califato también se financiaba con secuestros, donaciones exteriores y el control de instalaciones petrolíferas, conseguía sus armas saqueando las posiciones militares que tomaba y creó un completo proyecto de Estado con la burocracia que eso conlleva. Su consolidación atrajo a sus filas a miles de hombres, desencantados con grupos armados sin proyecto o carentes de futuro. Declaró su capital en Baaquba y no tardó en aplicar el mismo horror contra la propia población suní que, meses atrás, les había acogido de brazos abiertos, esperando que Al Qaeda restaurase los derechos y la dignidad que había perdido a manos de los invasores y los dirigentes religiosos chiíes.
El Estado Islámico de Irak comenzó a aplicar su particular sentido de la justicia con aparatosas ejecuciones de cualquier sospechoso deapostasía, secuestros de inocentes que serían liberados a cambio de rescate, torturas... Fumar, conducir, escuchar música no religiosa, cualquier cosa era susceptible de ser considerada un delito en el califato del primer Baghdadi.
El horror impune conlleva un precio. Las tribus suníes no habían apoyado a Al Qaeda en Irak para cambiar de opresores y seguir siendo víctimas.
La rebelión interna contra los extremistas fue fraguada, en un calculado ejercicio político, por Estados Unidos -sin interés por perder vidas doblegando un Estado Islámico temible para sus tropas- y las autoridades chiíes de Bagdad. La solución parecía brillante: dejar que los suníes combatiesen a otros suníes, preservando las vidas de los socios en el poder. Así surgieron las Sahwa, las fuerzas del despertar suní que tomaron las armas contra Al Qaeda para desembarazarse de la última forma de terror que se cebaba contra su comunidad. Lo lograron, financiadas y dotadas por Estados Unidos, en 2009, tras meses de combates. El Estado Islámico de Irak quedó fuertemente debilitado y sus fuerzas se dispersaron, quizás cambiaron de uniforme, a la espera de un momento mejor. Pero no era el final, sino el primer capítulo de un drama que se desarrolla en un Oriente Próximo de fronteras religiosas.
Ruptura con Al Qaeda
En 2011, cuando la revolución estalló en Siria movida por el sentimiento de injusticia de la sociedad -en su mayoría suní- contra un régimen dictatorial alauí [secta chií, aliada con Irán] el ISI era una sombra de lo que había sido. Sus acciones seguían perturbando Irak pero con una cadencia casi anecdótica, comparada con tiempos pasados. La persecución del ISI en Irak era prioritaria para Bagdad, y la financiación ya no llegaba como antes.
El primer año de represión militar en Siria alumbró los primeros grupos armados y el Estado Islámico de Irak, entonces dirigido por Abu Bakr al Baghdadi -sus predecesores Abu Omar y Abu Ayyub habían muerto- vio su oportunidad de resurgir fuera de sus fronteras aprovechando el contexto sectario que ya le había dado la victoria a su organización años atrás: no lo haría abiertamente sino exportando combatientes y financiación bajo un liderazgo sirio y con un nombre diferente: Jabhat al Nusra, dirigida por Abu Mohamed al Golani, el primer grupo armado que introdujo -como Zarqawi años atrás- la figura del suicida en Siria. El guión iraquí se repitió. Como ocurriera en Irak, a medida que crecía el sentimiento de abandono internacional y aumentaban los crímenes del régimen, más simpatía generaba la organización entre los sirios, islamistas moderados.
Al tiempo, el régimen de Bashar Assad supo aprovechar el potencial de la carta islamista (exprimida a fondo durante la guerra civil y la invasión iraquí, cuando canalizó combatientes, fondos y armas para defender sus intereses) liberando a los extremistas de las prisiones en las que les había confinado juntos, dándoles el tiempo y el espacio físico necesario para organizar futuras acciones. "De esas prisiones es de donde salen todos los actuales líderes islamistas y donde se creó parte del IS", me explicaba en Estambul hace pocos meses un ex reo que acompañó a los ideólogos salafistas de IS, Nusra o Ahrar al Sham en aquellas celdas. Podía identificar a los principales islamistas sirios de hoy en día por nombre y apellidos. "Fue una estrategia del régimen para radicalizar un movimiento inicialmente pacífico y disponer así de la excusa 'terrorista' para justificar sus métodos de represión".
En abril de 2013, Baghdadi trató de recuperar el control de Jabhat al Nusra incorporándola a un nuevo grupo denominado el Estado Islámico de Irak y Levante (territorio que, en términos islamistas, incluye Jordania, Líbano, Palestina, Israel, Chipre y parte del sur de Turquía). Habría supuesto una evolución transfronteriza del ISI, pero el Frente Nusra se negó. Ayman al Zawahiri, máximo líder de Al Qaeda, intervino respaldando a Jabhat al Nusra lo que confirmó la escisión absoluta entre el IS y Al Qaeda.
"Carece de legitimidad y metodología", escribió Baghdadi sobre Zawahiri. El alumno de Al Qaeda se rebelaba contra sus maestros y declaraba la guerra a su antigua organización. Y sus despiadados métodos robaron el espectáculo a Al Qaeda: ahora, la moda internacional es rendir lealtad a Baghdadi y a la última reedición de su grupo terrorista: el Estado Islámico, un califato con el tamaño de Gran Bretaña que aspira a expandirse a medio mundo.
Pese a toda la desesperación de la guerra, el doble rasero y la represión, resulta difícil digerir el éxito del IS. En Siria, su doctrina takfiri le ha llevado a enfrentarse con el resto de actores del conflicto pero ni siquiera la ofensiva generalizada de grupos armados -Jabhat al Nusra incluido- a principios de 2014 minaron la fuerza de la organización.
En Irak, los mismos que les expulsaron por las armas en 2009 les reciben hoy con brazos abiertos. Hay elementos que explican ese éxito: a diferencia del resto de los grupos armados suníes en Oriente Próximo, IS tiene un proyecto y una visión de futuro-nada menos que el proyecto del Califato islámico, que además ha materializado-, tiene la determinación de imponerse por las armas liberando zonas suníes oprimidas y maneja las redes sociales a la hora de extender su mensaje. Su inteligente discurso religioso, capaz de justificar todo -si bien el nivel de brutalidad que emplea es considerado anti-islámico- despierta la admiración dentro y fuera de sus fronteras.
También contó con el inestimable apoyo del régimen sirio, en unamaquiavélica estrategia para justificar su represión militar: Damasco permitió que el actual IS crease su prototipo de estado en Raqqa sin bombardear sus instalaciones hasta que el movimiento comenzó a decapitar periodistas y vio la oportunidad de granjearse la simpatía de Occidente. Hoy en día, las bases e instalaciones del IS siguen gozando de considerable seguridad en Siria, en comparación con los barrios civiles de zonas rebeldes.
A medida que el Estado Islámico se fortalecía, desde fuera su importancia se ninguneaba quizás con la esperanza de que si se tapaba los ojos al público, el mal dejase de existir. A Estados Unidos y sus socios no pareció molestarles la presencia de ISIS hasta que la violencia contra sus civiles -las exacciones contra árabes nunca fue noticia- fue televisada.
Hubo escasa conmoción cuando las excavadoras del Estado Islámico derribaron los puestos fronterizos entre Siria e Irak reescribiendo la Historia, y el discurso donde el autoproclamado califa Al Bagdadi cambiaba el nombre a la organización y declaraba un Estado Islámico con aspiraciones internacionales en la Gran Mezquita de Al Nuri de Mosul, tras una escalofriante ofensiva que devolvía a Irak a sus peores años, pareció generar más curiosidad que angustia.
Washington y sus aliados actuaron como si se tratase de un fenómeno desconocido. "Es como si el Vietcong regresara en 1985 con una bandera diferente y tomase bajo su control un tercio de Asia y todo el mundo, desde la Administración Reagan a la CNN, se mostraran asombrados por la irrupción de una nueva y desconocida forma de insurgencia. Si había un enemigo familiar [para EEUU] ese era el IS", escriben los autores de 'IS, en el Ejército del Terror', Michael Weiss y Hassan Hassan.
Y sí, la población suní iraquí volvió a acoger como liberadores a sus antiguos opresores. La causa subyace en la desconocida revolución de las provincias suníes de Irak de 2011 y 2012, donde decenas de miles tomaron las calles exigiendo la liberación de presos políticos y emulando a otros escenarios revolucionarios árabes con un resultado similar al de Siria: la represión del régimen chií, que bombardeó, arrestó y mató a activistas sin que ningún medio de comunicación alzase la voz.
El IS, a medias entre grupo terrorista, organización radical islamista y mafia organizada, se presenta como único actor liberador de los suníes oprimidos frente a un mundo que les odia, donde Irán y Estados Unidos trabajan mano con mano para consumar su limpieza étnica, la prensa miente para criminalizarles y potencias suníes como Egipto, Arabia Saudí o Turquía actúan en colaboración con sus peores enemigos. Y ese es un papel que no estaba cogido en la región.
"Si nadie nos ayuda, entonces ellos son la única solución", dice Mohamed, un joven bagdadí de 17 que hoy se plantea seriamente ingresar en las filas del IS pese a la oposición de su familia. Cuando le pregunto por acciones como el asesinato del piloto jordano, quemado vivo en una jaula, piensa antes de responder. "Cometen errores, pero son mejor que todo lo demás".
- MÓNICA G. PRIETO ha trabajado 12 años en Oriente Próximo y ha cubierto los conflictos de Irak entre 2003 y 2010 y la revolución siria entre 2011 y 2014.
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