lunes, 4 de abril de 2016

La poderosa narrativa de los fanáticos

El ISIS ha creado una estructura copiada de su organización enemiga, Hezbolá. Su fuerza reside en la atracción de su mensaje


En 1989 el grupo chií libanés Hezbolá introdujo un cambio sustancial en su sistema interno que le permitió dejar de ser una milicia para convertirse, un cuarto de siglo después, en la organización política y militar más importante de Líbano, y en una de las más influyentes de Oriente Próximo. Ante el limitado impacto de los ataques, optó por crear órganos de dirección que ya no se ocupaban solo de la lucha armada, si no que interesaban también por la dimensión política e ideológica del combate en un momento en el que miles de personas se acercaban a sus filas seducidas por la creciente popularidad de sus operaciones. Se mantuvo al Consejo de Shura como máximo órgano de poder, pero se le dotó de un secretario general. A la nueva cabeza visible acompañaban cinco nombres secretos, incluido el jefe del Consejo de Yihad, única conexión del liderazgo político con el brazo armado, casi autónomo.
A la reforma se le añadieron dos tentáculos más: un órgano para la educación escolar y otro destinado a la propaganda a través de la televisión, medio de masas del momento. El objetivo era crear un universo en el que las familias chiíes —tantos años marginadas— sintieran un estado de confort, pertenencia y compromiso que favoreciera la fidelidad y la movilización. La estrategia funcionó. Diez años después, las tropas israelíes abandonaban derrotadas en el sur de Líbano, sin haber podido penetrar en la tupida red del liderazgo del grupo.
Una de las razones en las que se asienta el éxito la organización yihadista Estado Islámico (ISIS) es haber logrado replicar el sistema de Hezbolá, pese a ser una entidad suní, creada en un entorno suní, para defender un ideal suní que considera herejes y enemigos a los chiíes. Está igualmente dirigido por un Consejo de Shura secreto y tiene una cabeza visible: el autoproclamado califaAbu Bakr al Bagdadi. A su vera se sitúan los consejeros político, judicial y de la Yihad, y al menos cuatro más cuya identidad se desconoce. Todos están capacitados para suceder al califa si este fuera eliminado. Al igual que en Hezbolá, solo confían en un sistema ancestral de postas para comunicarse, sin teléfonos móviles ni correos electrónicos. Y al igual que el movimiento armado chií, la única conexión entre el brazo armado y la cúpula es el consejero de Yihad, que también se beneficia de un potente aparato de propaganda masiva. Un sistema que blinda la dirección, reduce al mínimo el impacto de los asesinatos selectivos y prima un segundo objetivo: crear un sentimiento de confort para los suníes, de identidad, pertenencia y compromiso que favorezca la fidelidad y la movilización.
Pero la estructura por sí sola no explica por qué las actuales tácticas occidentales —basadas en ineficaces bombardeos aéreos— están abocadas al fracaso. Jacob Olidort, catedrático adjunto en la Universidad George Washington, lanzó en la revista Foreign Affairs una pregunta esencial: ¿en que momento un extremista se convierte en un extremista violento? Y concluyó que más allá de los factores políticos y económicos, el problema radica en el arma más poderosa de los grupos yihadistas: cómo funciona su ideología. “Es la capacidad que tiene el ISIS de vender y validar su visión del mundo entre las distintas circunstancias que las comunidades musulmanas experimentan y observan”, explica.
En este marco, atacar en Bruselas, París o Lahore no es un fin en sí mismo. Si no que forma parte de una causa: la de defender la única interpretación que consideran válida del islam frente a la pléyade que forman sus enemigos, entre los que colocan también a aquellos que ejercen su propia religión de otro modo. Los hermanos Kouachi, autores de la matanza de Charlie Hebdo, y Ahmedi Coulibay, el hombre que entró en el supermercado judío, señalaron que su acción era “una venganza contra quienes insultan al islam”. Una ideología, una causa, que llena por igual el vacío social y existencial, la falta de horizontes y el afán humano de sentirse útiles y protagonistas, de aquellos que la abrazan.
Según la revista Dabiq, órgano de propaganda del ISIS, el territorio bajo su control ofrece todo lo necesario para ser un buen musulmán. Representa —dicen— una sociedad “pura”, a salvo de los perniciosos vicios de occidente, y del “islam pervertido”. Un espacio ideal en el que las aspiraciones prosaicas también están garantizadas. Uno puede casarse, combatir, formar un familia y trabajar con vecinos que son como tú. Una sensación de identidad, de pertenencia, de compromiso e incluso de solidaridad que favorece el reclutamiento, incluso de familias enteras. Por eso el ISIS supone algo más que un grupo terrorista. Necesita un territorio en el que presentar como una realidad su quimera.
Olidort eludía, sin embargo, otra pregunta fundamental. ¿De dónde viene y cómo se financia esta ideología? La narrativa de los movimientos yihadistas actuales, ya sea el ISIS o Al Qaeda, se fundamenta en el wahabismo, la interpretación literalista del islam que rige en Arabia Saudí desde el siglo XVI. Existen mínimas diferencias en cómo aplican este islam herético los dirigentes y clérigos de la autocracia saudí, el autoproclamado califa o el líder de la red fundada por Bin Laden. En la década de los ochenta, Riad se sumó a un proyecto norteamericano para enviar guerreros islámicos (muyahidin) a combatir el comunismo en Afganistán. Según datos de la Fundación Rey Fahd, la oligarquía gastó más de 4.000 millones de petrodólares en la edificación de mezquitas y madrasas en Afganistán, Pakistán y otros puntos de Asia. El objetivo era promover el wahabismo como el único islam, y a la familia real saudí como el verdadero guardián de la fe primigenia. La casa de Saud promocionó su interpretación del islam como una ideología indispensable y durante la década de los noventa financió 1.500 mezquitas más, 2.210 madrasas y centros islámicos, 4.000 imanes en África, Europa y Norteamérica. Pese a que la conexión saudí se estableció claramente en los atentados del 11-S, en 2013 el 75% de las mezquitas de EE UU estaban en poder de clérigos que predican una interpretación del islam que se opone a los valores occidentales. Similares porcentajes se repetían en Reino Unido, Francia o Túnez. Los hermanos Kouachi asistían a una mezquita wahabí en su barrio.
Son asociaciones caritativas y hombres acaudalados radicados en Arabia Saudí y otros países del golfo Pérsico los que financian esta red de mezquitas que Occidente ha dejado crecer. Una compleja madeja que, pese a las condenas de los dirigentes saudíes contra el yihadismo, desempeña una labor esencial en la política del reino y en el afán de sobrevivir de la actual familia real. Si Europa quiere derrotar a la nueva amenaza, antes que en las bombas quizá deba pensar en buscar vías para contrarrestar la narrativa ideológica de los fanáticos, y enterrar la política de alianzas e intereses que ha dominado el siglo XX.
Javier Martín es arabista, delegado de Efe en el norte de África, autor de ensayos como Estado Islámico. Geopolítica del caos, La casa de Saud y Hizbulá. El brazo armado de Dios.
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Más allá de los factores políticos y económicos, el arma más poderosa de los yihadistas es su ideología

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