Claudio Katz1
Los debates
teóricos sobre el subimperialismo suscitan interés, pero el
concepto es relevante si esclarece la realidad contemporánea. ¿Cómo
se aplicaría en el contexto actual?
La categoría
tiene especial vigencia para una región con prolongados escenarios
de guerra como el mundo árabe. Esos conflictos involucran a
potencias centrales (Estados Unidos, Francia, Inglaterra) y en
recomposición (Rusia), junto a varios actores locales (Turquía,
Arabia Saudita, Israel, Irán).
Ese conglomerado
ha intervenido en confrontaciones que desembocaron en una tragedia
sin límites. La responsabilidad de Estados Unidos salta a la vista.
Anhela la apropiación del petróleo y el control de áreas
estratégicas del comercio internacional. Sus presidentes comandaron
la destrucción de Afganistán (Reagan-Carter), Irak (Bush), Libia y
Siria (Obama). Esa devastación incluyó aterradoras masacres, que
implicaron 220.000 muertos en el primer país, 650.000 en el segundo
y 250.000 en el cuarto.
En los últimos
seis años el principal objetivo político de esa sangría fue el
aplastamiento de la primavera árabe. Las revueltas fueron sofocadas
mediante dictaduras (Egipto, Siria), retornos al viejo régimen
(Túnez), invasiones (Libia) y masacres yihadistas (Siria).
Es evidente el
protagonismo imperial en esa demolición. Pero Estados Unidos no
actúa solo. Mantiene una estrecha conexión con tres potencias de la
región (Turquía, Arabia Saudita e Israel) y oscila entre la amenaza
y la negociación con otro contendiente decisivo (Irán). ¿Estos
países operan como fuerzas subimperiales?
EL PRINCIPAL PROTOTIPO
El concepto le
cuadra perfectamente a Turquía, que intervino en la reciente guerra
de Siria siguiendo todas las reglas del subimperialismo. El gobierno
de Erdogan buscó tumbar a su viejo rival Assad, para gestar un
liderazgo zonal en alianza con la Hermandad Musulmana.
Ante el
derrocamiento de su socio en Egipto y el peligro de gestación de un
estado kurdo, el presidente turco consumó un espectacular viraje. Se
sumó al bloque de rusos e iraníes que sostienen al régimen sirio.
Como no logró primacía en el desplazamiento de su adversario optó
por sostenerlo.
Este giro ilustra
cómo desenvuelve Turquía su estrategia de hegemonía regional. Sus
gobernantes acumulan gran experiencia en ese tipo de maniobras.
Combinan la asociación con el distanciamiento de Estados Unidos.
Turquía es
miembro de la OTAN y mantiene una aceitada conexión con el
Pentágono. Alberga una base militar con ojivas nucleares apuntando a
Rusia y ha enviado tropas a operaciones en
Afganistán, Irak y Somalia.
Pero
los gobernantes del país nunca actúan como simples policías
regionales. Apuntalan apetitos expansivos de larga data. Por eso
invadieron y ocuparon Chipre. La estrategia de resurgimiento
neo-otomano no es una fábula nostálgica. Inspira un proyecto de
hegemonía regional.
Esa
pretensión se asienta en tradiciones despótico-estatistas recreadas
por la tutela militar. A diferencia de América Latina o el sur de
Europa, el fin de la dictadura no disminuyó en Turquía el peso
dominante del ejército en la estructura política. Esa gravitación
es un componente decisivo de la presión subimperial.
Con
ese belicismo se busca mantener la tasa de crecimiento que
afianzó el perfil económico intermedio del país. Las corporaciones
de origen turco operan desde los años 80 en
varios países, a través de convenios de libre-comercio.
Estas características tornan apropiado el
calificativo subimperial que utiliza un autor para retratar el perfil
del país (Çağlı,
2009). La política expansionista parece cuajar más con la
fracción política islámica de la burguesía (Rabiismo), que con el
viejo segmento atlantista (Kemalismo). El primer sector no le perdona
al segundo haber aceptado el sometimiento a Occidente, en desmedro de
la identidad sunita. Por eso intentan comandar ahora un proyecto de
islamización regional (Savran, 2016).
El perfil
subimperial de Turquía incluye la opresión histórica de varias
minorías nacionales. Especialmente los kurdos son víctimas de un
orden autoritario que exige la total supremacía de una sola lengua,
raza e idioma.
Lo mismo ocurrió con el genocidio armenio, perpetrado sobre el final
de la Primera Guerra Mundial para construir un estado homogéneo. La
negación de esa masacre forma parte de la nacionalidad imaginada en
la constitución de Turquía. Es un cimiento del proyecto de
restauración neo-otomana (Batou, 2015).
El carácter subimperial de Turquía se verifica también en una
persistente disputa con Irán, que recrea antiguas rivalidades con el
imperio persa. Esa competencia guía la política exterior del país
y ha sido determinante de la intervención en Siria. Pero a ese
choque tradicional se ha sumando otro inesperado contendiente con
aspiraciones hegemónicas.
UN ENSAYO AVENTURERO
Las pretensiones subimperiales de Arabia Saudita han sido muy
visibles en la guerra de Siria. La monarquía encabezó el sostén a
los yihadistas para tumbar a Assad y su régimen criminal es el
principal referente de los fundamentalistas.
El reino disputa
hegemonía con Irán recurriendo a una antigua contraposición entre
sunitas y chiitas, que se cobró un millón de muertos en la guerra
entre Irak e Irán. No tolera la preeminencia lograda por sus
adversarios en los gobiernos que sucedieron a Saddam Hussein. Exige
además el sometimiento de todos los pobladores chiitas de la
península arábiga, que encabezaron las protestas de la primavera
árabe (Jahanpour, 2014).
Para constituirse como una fuerza
subimperial, los sauditas han actuando con gran autonomía militar
primero en Barhein y luego en Yemen. Comandan una atroz escalada de
masacres en este estratégico enclave. Aprovechan la importante
colaboración de Inglaterra y Francia, pero han desarrollado el
grueso de las operaciones bélicas por su propia cuenta.
Siguiendo un
principio básico del subimperio Arabia Saudita mantiene una estrecha
asociación con el Pentágono. Es un gran cliente en la compra de
armamento y su poder financiero apuntala al dólar como moneda
mundial.
Pero al cabo de
muchos años de manejo de una renta colosal, los monarcas han
construido un poder propio, que genera múltiples conflictos con
Washington. El petróleo es un área de controversia. Estados
Unidos incrementó su abastecimiento interno, redujo la dependencia
de los proveedores, utiliza la baratura del combustible como
instrumento de presión sobre Rusia e Irán y afecta los negocios de
los sauditas.
Los
monarcas han respondido con cierta ambivalencia. Por un lado avalaron
la caída del precio para obstruir la vulnerable rentabilidad de la
producción norteamericana (extracción con shale). Pero también
priorizaron la convergencia con Estados Unidos para disciplinar a la
OPEP y debilitar a Teherán. Las nuevas aspiraciones subimperiales se
nutren de esta gestión de los recursos petroleros.
El
principal hito saudita en la consolidación de una fuerza propia ha
sido el apadrinamiento de los yihadistas. Los monarcas protegen
y financian a una variedad de grupos terroristas que desestabilizan a
Occidente.
Esas
organizaciones perfeccionan el terrorismo talibán, que Estados
Unidos fomentó hace varias décadas para expulsar a la Unión
Soviética de Afganistán. Forman redes que las potencias
occidentales utilizan para destruir a los regímenes adversarios del
mundo árabe. Esa demolición ha servido para sepultar los vestigios
de laicismo y modernización cultural que despuntaban en esas
sociedades.
Pero los
fundamentalistas terminaron forjando una fuerza transfronteriza, que
se alimenta del odio generado por las destrucciones imperialistas.
Prometen una regeneración social fundada en estrictas normas de
autenticidad religiosa. Esos principios incluyen alcanzar el paraíso
a través de la inmolación suicida. Siguiendo la pauta de Bin Laden,
los distintos grupos tienden a desenvolver acciones autónomas que
escapan al control de sus creadores.
Arabia Saudita
preserva esas organizaciones para apuntalar sus metas de hegemonía.
Pero el futuro del reino es muy incierto.
Varios estrategas del Departamento de Estado evalúan la conveniencia
de acabar con el fundamentalismo neutralizando a la propia monarquía.
Promueven incluso la balcanización de Arabia Saudita, para
transformar a ese país en una colección de impotentes mini-estados
(Katz, 2017).
Los jeques
garantizaron la pulverización de los adversarios seculares de
Occidente. Pero su retrógrado régimen deteriora las alianzas con
vertientes liberal-conservadoras, más subordinados a Estados Unidos.
Este conflicto retrata la tensión potencial que genera la evolución
subimperial de los sauditas (Petras, 2014).
UNA INCIERTA RECONSTITUCIÓN
Irán confirma el
estatus cambiante del subimperialismo. Marini incluyó a ese país en
su clasificación, cuando el Sha Palhevi actuaba como potencia
regional, en sociedad con el Pentágono contra la URSS. El régimen
teocrático que sustituyó a la monarquía no sólo dejó de ejercer
ambas funciones. Ha chocado en forma muy aguda con Estados Unidos.
Su intervención
reciente en Siria ratificó esa confrontación. También ilustró
cómo los Ayatollahs apuntalan al régimen de Assad, para reforzar su
preeminencia en Irak y contrarrestar el acoso saudita en Yemen.
Participan en esos conflictos con armas, asesores y cierto despliegue
de fuerzas regulares. Su ambición regional se verifica en el
reclutamiento de chiitas, para disputar liderazgo con sus adversarios
sunitas en todo el mundo árabe (Behrouz, 2017).
Irán negocia en forma directa con las
grandes potencias. Ha permitido a Rusia incursionar desde su
territorio contra los yihadistas, pero mantiene abiertas las
tratativas nucleares iniciadas con Obama. Al cabo de varias décadas
de aislamiento económico, el régimen acepta un desarme parcial a
cambio de inversiones occidentales. Tramita un lugar protagónico en
los gasoductos que diseñan las compañías petroleras (Armanian,
2016).
Los socios
privilegiados del capitalismo iraní se definirán en la intensa
batalla interna que libra el ala pro-occidental (Rohani), con la
vertiente tradicionalista (Jamenei). Todos buscan desactivar un
descontento reformista, que amenaza la supremacía de los teólogos y
militares en el manejo del gobierno.
Estados Unidos
intentó destruir a Irán mediante guerras, sabotajes y embargos.
Obama ensayó un giro negociador, pero el curso de esas tratativas es
incierto. Todos conocen la capacidad potencial de Irán para
reconstituir su incidencia como gran jugador subimperial.
La rivalidad en
esos términos que mantienen Turquía, Arabia Saudita e Irán no se
extiende a otros países como Egipto, cuyas ambiciones quedaron
diluidas por el cúmulo de derrotas sufridas ante Israel. Esas
frustraciones condujeron a un sometimiento total al Departamento de
Estado.
Medio Oriente es un área de tensiones
subimperiales por la continuada preeminencia de sociedades
inestables. Todos los países cargan con las frustraciones generadas
por el fracaso de la modernización secular. Persisten los poderes
militares autocráticos asociados al mundo de los negocios, que
utilizan la religión para legitimar su dominación (Amin, 2011:
201-216).
En ese escenario los sub-imperios
tradicionales (Turquía), nuevos (Sauditas) y en recomposición
(Irán) disputan supremacía. Estados Unidos usufructúa con esos
conflictos, apuntalando periódicamente a una sub-potencia contra
otra. Busca desgastar a todos para mantener un balance de poder. En
esta maquiavélica acción, el imperialismo central remodela su
propio control sobre aliados y contrincantes.
APÉNDICES
CO-IMPERIALES
Entre los socios de Estados Unidos que
desenvuelven intereses propios, Israel fue catalogado por Marini como
un subimperio. Ciertamente presenta muchos rasgos de ese tipo. Pero
tiene más parecidos con los países orgánicamente integrados al
imperialismo colectivo. Este último grupo opera como una
prolongación directa de los centros y correspondería asignarle otra
denominación. Más que socios son apéndices de esa estructura.
La compenetración
de esos países con sus hermanos mayores induce a identificarlos con
“provincias externas” de Estados Unidos (Amin, 2013),
“imperialismos secundarios” (Bond, 2015: 15-16) o “mini-imperios”
(Petras, 2014). Esta performance asemeja a Israel con Canadá y
Australia.
En los tres casos
prevalece una adaptación contemporánea a la gestión imperial. No
son viejas potencias subordinadas en forma silenciosa (Inglaterra) o
conflictiva (Francia) al líder norteamericano. Tampoco han
transitado por experiencias previas de ambición global (Alemania,
Japón) o preeminencia colonialista (España, Portugal, Holanda).
Israel, Canadá y
Australia ocupan un lugar clave en la custodia del orden global. Por
su total amalgama con Pentágono y la OTAN no participan del
conglomerado subimperial. Tanto en la coordinación económica, como
en la acción política y la coerción militar, los tres países
actúan más como prolongaciones que como asociados de Estados
Unidos.
Conforman estados
que nunca desplegaron gran autonomía, ni se involucraron en los
conflictos que caracterizan a los subimperios. Remodelan sus acciones
en consonancia con su tutor y garantizan, a escala regional, los
mismos intereses que Estados Unidos asegura a escala global.
Esa articulación
con el poder norteamericano tiene un cimiento histórico en el legado
común de sociedades gestadas por colonos de piel blanca. Comparten
la misma herencia de racismo, exterminio de pueblos originarios,
ocupación de tierras ajenas y prejuicios ideológicos
euro-centristas.
Esa afinidad de
Israel, Canadá y Australia facilita un predominio de políticas
explícitamente pro-occidentales, que no se verifica en Turquía,
Arabia Saudita o Irán.
Por estas razones
Israel no cumple en Medio Oriente funciones equivalentes a sus
competidores. Actúa como exponente de un lobby sionista,
directamente enlazado al aparato estatal estadounidense. Esta
diferencia cualitativa lo separa de otros socios de Norteamérica en
la región.
Aunque Turquía
tiene bases de la OTAN, Egipto es el gran receptor de armamento
yanqui y Arabia Saudita es un sostén financiero del dólar, Israel
cuenta con privilegios que la primera potencia no extiende a ningún
otro aliado.
El origen de esa
preferencia es la sintonía de Estados Unidos con el colonialismo
tardío de Israel. Este país recrea todos los mecanismos de la
opresión occidental. Propicia la anexión territorial, la democracia
de exclusión, la expulsión de la población autóctona y la
creación de una masa de refugiados. En nombre de la reparación
histórica del holocausto, ejerce el terrorismo de estado en los
territorios ocupados (Katz, 2007).
La integración
israelí al poder estadounidense se afianzó luego de varias guerras
con los vecinos árabes. Mantiene igualmente conflictos recurrentes
con el Departamento de Estado. El belicismo sionista asegura el
control imperial de la región, pero obstruye la flexibilidad de la
política exterior yanqui. Destruye mercados y aliados posibles,
impone guerras adicionales y genera problemas en el manejo del
petróleo.
Estas tensiones
alcanzaron un punto crítico en la última fase de la administración
de Obama. En alianza con los republicanos, Netanyahu impugnó en
inéditos términos el acuerdo con Irán. Israel intenta ahora la
captura completa de Cisjordania para liquidar la farsa de los dos
estados.
Con ese objetivo
incentivó la demolición de un adversario sirio que albergó a los
palestinos. El gobierno israelí no acepta perder el monopolio
atómico regional frente a las instalaciones construidas por los
Ayatollahs y boicotea el convenio suscripto para desmantelar esas
estructuras.
¿Modificarán
esas tensiones el estatus de Israel? ¿Sustituirá su rol de apéndice
estadounidense por un papel semejante a los subimperios? Es una
posibilidad derivada del carácter cambiante de esas configuraciones.
Irán es un ejemplo de esas mutaciones. Pero la trayectoria de Israel
induce al país a una permanencia en su condición de prolongación
imperial.
CONTRAPUNTO DE SITUACIONES
Australia es otro
caso de un ensamble total con las potencias centrales. Algunos
estudios utilizan el término “coimperialista” para definir ese
posicionamiento (Democratic, 2001). Desenvolvió esa función, desde
los servicios que prestó a Gran Bretaña para bloquear el ingreso de
rivales (Alemania y Japón, Francia), a una alejada zona del
Pacífico.
Posteriormente
Australia recreó todas las formas del imperialismo tradicional.
Consolidó la primacía de la acción militar, el chauvinismo y la
ideología racista. Ese acervo opresivo le permitió integrarse a la
política militar norteamericana, para jugar un papel
contrarrevolucionario en Corea, China, Vietnam e Indonesia. En los
últimos años asumió un rol policial en Timor y facilitó las
iniciativas propiciadas por Estados Unidos en desmedro de Portugal.
Pero en ese papel
de custodio imperial Australia también afianzó la presencia de sus
empresas. Exportó capital y se transformó en un gran artífice del
capitalismo en el Pacifico. En la última década protagonizó otra
reconversión y retomó su especialización en la exportación de los
minerales requeridos para la industrialización asiática. Esta
sucesión de cambios se consumó remodelando su estatus coimperial.
Canadá es un caso
semejante de alta participación en incursiones militares externas.
Las empresas del país consolidaron, además, un fuerte integración
con Estados Unidos. El correlato de esos negocios ha sido una mayor
atadura a las demandas del Pentágono.
Israel, Australia
y Canadá no se amoldan, por lo tanto, al sentido que Marini asignó
al subimperialismo. La aplicación de este concepto podría en cambio
extenderse a India, que ejerce un rol parecido a Turquía en su zona
de influencia. Mantiene una relación análoga de asociación,
autonomía y dependencia con Estados Unidos.
La ubicación de
India en el casillero subimperial es congruente con la omnipresencia
regional de su ejército. Interviene activamente en la convulsión de
Sri Lanka, en las tensiones de Bangla Desh y en los conflictos con
Nepal.
Sus fuerzas
armadas continúan actuando en Cachemira al cabo de cuatro guerras
con Pakistán. Esa misma presencia se verifica en las disputas
fronterizas con China. Luego del choque militar de 1962 persiste la
indefinición del futuro de Tíbet. El ejército cumple también un
papel central frente a la oleada de terror talibán, en un contexto
de gran opresión de las minorías musulmanas.
El perfil
subimperial de India se nota en los giros de sus clases dominantes.
Adoptaron el credo neoliberal luego del desplome de la URSS y
aprovecharon la complicidad del ejército pakistaní con los
talibanes, para apuntalar su confluencia con Estados Unidos.
Este enorme
protagonismo geopolítico de India diferencia al país de otras
economías semiperiféricas. Sus pretensiones regionales expansivas
se corroboran en el plano de la ideología y la religión (Morales,
2013). India y Turquía ilustran modelos de subimperialismo que no se
aplican a Israel, Canadá o Australia.
PECULIARIDADES DE OTRA POTENCIA
Es intuitivamente
evidente que Rusia difiere de los subimperios. No es ubicada en ese
casillero por quienes resaltan ese rasgo en los BRICS. Todos perciben
que es una configuración de otra especie.
Rusia no ejerce
el rol de gendarme complementario que caracteriza a los subimperios.
Es una potencia militar en continuo choque con Estados Unidos.
Albergó, además, durante la mayor parte del siglo XX, un sistema no
capitalista conflictivo con cualquier modalidad de imperialismo
contemporáneo.
Rusia afronta una
inserción económica internacional vulnerable (Dzarazov, 2015). Se
asienta en el extractivismo y la explotación extensiva de los
recursos naturales y no ha superado la crisis demográfica y el
estancamiento industrial que sucedió al colapso de la URSS.
Exporta materias
primas y preserva una industria poco competitiva. Los oligarcas que
se apoderaron de las propiedades estatales invierten poco, especulan
en los mercados financieros y protegen gran parte de sus fortunas en
el exterior.
Luego de la
devastadora experiencia del neoliberalismo extremo que encabezó
Yelstin, la restauración capitalista fue remodelada con una gestión
autoritaria. Putin reintrodujo el control estatal, limitó el saqueo
y recuperó la gravitación militar del país. Esa reconstitución
incluyó la reivindicación del patriotismo ruso y un retorno al
padrinazgo sobre las zonas fronterizas (Presumey, 2014).
El desplome de la
Unión Soviética precipitó la separación de 14 repúblicas no
rusas y el resurgimiento de conflictos con otras 21 naciones, que
ocupan el 30% del territorio. La permanencia de ese vecindario bajo
la égida de Moscú es la prioridad geopolítica del Kremlin.
Ese control se
reavivó bajo la dura presión de Occidente. Con la segunda guerra de
Chechenia (2000), la respuesta militar en Georgia (2008) y la
reintegración de Crimea (2014), Putin puso freno a la pretensión
norteamericana de convertir a Rusia en un vasallo.
Esta actitud
defensiva frente al imperialismo -junto a una conducta ofensiva hacia
los vecinos- explica el peculiar posicionamiento externo de Rusia. Se
asemeja a los subimperios en la búsqueda de supremacía regional,
pero soporta un hostigamiento estadounidense que lo distancia de esa
condición. Rusia combina la protección de sus fronteras con la
ambición de forjar una estructura propia de dominación.
Esa contradicción
difiere de los dilemas que afrontan Turquía, Arabia Saudita o India.
Rusia no mantiene una relación de asociación y autonomía con
Estados Unidos, sino una tensión estructural de gran alcance. Por
eso no le cuadra la categoría subimperial. Las clases dominantes
aspiran a un estatus más significativo, a pesar del carácter
embrionario de ese anhelo.
IMPERIO EN
FORMACIÓN
La fórmula que
más se ajusta al perfil actual de Rusia es imperio en formación.
Implica la preeminencia de un proceso muy incompleto y provisorio. Se
podría utilizar también otras denominaciones como semi-imperio,
pre-imperio o proto-imperio. Este último concepto alude a una
formación ya contenida en la estructura actual. Es semejante a la
proto-industrialización (fabricación a domicilio), que anticipó la
manufactura en el debut del capitalismo.
Algunos analistas
estiman que Rusia es un imperio consumado, que desenvuelve conductas
de gran potencia en los choques con sus rivales (Pozo-Martin, 2015:
207-219). Pero omiten registrar que no se trata de una confrontación
entre pares. Existe un abismo de poder entre Rusia y sus
contendientes de Occidente.
La descripción
del país como un imperio ya establecido resalta una historia de
colonización interna, tanto en el periodo feudal, como en la era
soviética y en la actualidad (Kowalewki, 2014). Pero es cuestionable
afirmar que Rusia es un imperio porque ya lo era anteriormente. Se
olvidan las enormes mutaciones registradas al cabo de tantos siglos.
Es particularmente
problemático suponer que durante 70 años de régimen no capitalista
perduró ese hilo de continuidad imperialista. Con ese criterio se
diluye la definición de ese estatus en relación a los regímenes
sociales vigentes en cada momento. No se entiende con qué
interpretación de imperialismo se trazan equivalencias entre el
imperio zarista, soviético y contemporáneo.
En la vereda
opuesta de esa caracterización se ubica la presentación de Rusia
como un faro del antiimperialismo contemporáneo (Escobar, 2014).
Este enfoque suele incluir elogios a Putin, como lúcido conductor de
la resistencia a Estados Unidos.
Esta descripción
repite razonamientos de la vieja ortodoxia comunista olvidando que la
URSS desapareció. Rusia está gobernada actualmente por capitalistas
que priorizan su propio bienestar. Afronta tensiones con Estados
Unidos desde la perspectiva de una potencia opresiva en ciernes.
La enemistad de
Occidente no convierte al gobierno ruso en defensor de los
desposeídos. Es totalmente válido centrar los cañones en el
enemigo principal, pero es ingenuo embellecer a un imperio naciente.
Equiparar a Rusia
con Estados Unidos es tan equivocado como contrastarlos, imaginando
antagonismos definitivos entre formaciones capitalistas. Un imperio
en gestación y otro dominante no son iguales, pero tampoco se ubican
en polos contrapuestos.
El estatus de
Rusia se clarifica analizando su relación con las potencias
centrales y su vecindario. Los criterios expuestos por Lenin a
principios del siglo XX no resuelven ese problema y su esquemática
aplicación conduce a razonamientos abstractos.
Algunos autores
afirman, por ejemplo, que Rusia no es imperialista por el reducido
papel de los bancos internacionales y las exportaciones de capital
(Annis, 2014). Otros entienden que sí es imperialista por la
influencia de los monopolios y las inversiones externas (Slee, 2014).
Pero el líder
bolchevique utilizaba parámetros de ese tipo para definir las
peculiaridades de una etapa del capitalismo. No pretendía clasificar
a los países. Con ordenamientos atados a esas características, una
potencia de la centuria pasada tan aguerrida como Japón, quedaría
excluida del club imperial.
Rusia actúa como
un imperio en constitución. Su comportamiento en el reciente
conflicto de Ucrania confirma ese perfil. Estados Unidos aprovechó
la oleada de protestas contra el gobierno autocrático de ese país,
para favorecer el copamiento derechista de una revuelta e inducir un
golpe de Estado. Pretendió transformar a Ucrania en satélite de la
OTAN, para consolidar el cerco de misiles que estableció en Polonia,
Estonia Letonia y Lituania (Rozhin, 2015).
Putin respondió
con la asimilación de Crimea y consintió la resistencia en el Este
ucraniano (Donetsk) contra el gobierno reaccionario de Kiev. Pero
bloqueó las acciones autónomas y radicales de esos sublevados
(Kagarlisky, 2015).
Lo ocurrido
ilustró cómo Obama intentó debilitar a Rusia para quebrar
cualquier alianza autónoma con Europa. También demostró que Putin
resiste esa andanada para reconstruir la hegemonía regional del
país. El Departamento de Estado utilizó sus agentes en Kiev y el
Kremlin respondió con jugadas de fuerza en Crimea y Siria. El
imperialismo central y su rival en formación ratificaron su
naturaleza en esas batallas.
OTRA VARIANTE EN GESTACIÓN
También China
podría ser caracterizada como un imperio en constitución. Esa
fisonomía se verifica observando cómo el pasaje de un régimen
burocrático a otro capitalista ha modificado la política exterior
del país. Ya es una potencia embarcada en proyectos de alcance
global (Rousset, 2014).
Este carácter
mundial (y no meramente regional) de la estrategia seguida por el
gigante asiático, induce acertadamente a rechazar su clasificación
dentro del conglomerado subimperial (Luce, 2015: 38-39).
La aplicación del
concepto es inadecuada en este caso por la tensión estructural que
mantiene el país con Estados Unidos. En este plano se asemeja a
Rusia y se diferencia de Turquía o India. La potencia oriental no
integra la OTAN, sino que es hostilizada por el Pentágono. No forma
parte del orden imperial actual, sino que rivaliza con esa
estructura. Por esa razón se perfila como un imperio en gestación y
no como otro eslabón del circuito subimperial.
A pesar de su
apabullante presencia económica, del peso de sus exportaciones y la
magnitud de sus inversiones foráneas, China no es aún una potencia
imperial. En algunas regiones -como África- se apropia de recursos
naturales y endeuda a las economías insolventes. Pero no actúa como
un imperio.
Algunos pensadores
estiman que repetirá la trayectoria de Japón y Alemania, que en el
pasado buscaron salidas externos a sus dificultades de crecimiento
interno (Dockés, 2013: 131-153).
Pero esta visión
no registra el curso inverso que ha seguido China. Profundiza su
expansión global a partir de una integración previa a la
mundialización. Este modelo no regía a principios del siglo XX.
Japón y Alemania competían con Estados Unidos o Inglaterra, sin
compartir asociaciones económicas con sus rivales.
China es
protagonista de la mundialización, pero tiene poco desenvuelto
el elemento geopolítico-militar del imperialismo que ha desarrollado
Rusia. Gestiona el segundo producto bruto del planeta, es el
primer fabricante de productos industriales y recibe el mayor volumen
de fondos del mundo. Pero esa gravitación
económica no tiene correlato militar.
El gigante
oriental arrastra falencias en la modernización de sus fuerzas
armadas, no participa de alianzas bélicas y carece de bases en el
exterior. El pasado colonial todavía pesa en el divorcio de Taiwán
y la parcial reintegración de Hong Kong (Loong Yu, 2015).
Hasta ahora el
emergente asiático desenvuelve estrategias defensivas, especialmente
en su principal canal de abastecimiento (el Mar de China). A
diferencia de Rusia no ensaya respuestas militares -tipo Georgia o
Siria- frente al hostigamiento norteamericano. Mantiene un perfil
bajo y evita confrontaciones.
Esa
auto-restricción de China coincide con el perfil cultural de
un gigante que llegó tarde al mercado mundial. Con una lengua de uso
puramente interno se limita a copiar la gestión transnacional de las
empresas.
Pero
su política exterior no guarda tampoco parentescos con la imagen
angelical de una potencia empeñada en forjar relaciones
internacionales equitativas (Escobar, 2015).
Esta mirada omite que el país actúa con
parámetros capitalistas que excluyen la equidad y la cooperación.
China
no inventa un capitalismo benévolo, ni se propone recuperar su
antigua primacía durante el primer milenio. Se expande con
reglas de opresión capitalistas, que no existían en
ese lejanísimo antecedente.
La
combinación de preeminencia económica y estrechez geopolítica que
afronta China suscita distintos pronósticos. Algunos piensan que
continuará un curso ascendente, fortaleciendo su alianza con Rusia
para aprovechar el declive occidental (Zibechi, 2014).
Otros
estiman que el país ya está muy integrado en la economía global y
seguirá acumulando dólares o Bonos del Tesoro para mantener el
modelo exportador (Hung, 2015: 196-201). Pero como potencia no
sustitutiva de Estados Unidos deberá lidiar con las tensiones de una
integración económica socavada por rivalidades políticas.
Las vacilaciones del establishment norteamericano frente a China
ilustran el desconcierto que provoca esta indefinición de rumbos. El
status imperial del país es una incógnita del mismo tipo.
¿BRASIL SUBIMPERIAL HOY?
Brasil fue el principal modelo de Marini para caracterizar a los
subimperios. ¿Encaja ese concepto con la realidad actual? No cabe
duda que el país mantiene su condición de economía intermedia.
Ese posicionamiento persiste
por el tamaño y gravitación de sus mercados. En el 2005
desplazó a México en el tope regional y en términos absolutos su
producto llegó a ocupar el sexto lugar mundial.
Esta incidencia se verifica también
en el el rol de las multinacionales. Hay 11 firmas
de origen brasileño entre las 100 principales compañías
globales y las inversiones en el exterior pasaron
del 0,1% (1970) al 2,3% (2006%) del total global.
Las
grandes compañías se han especializado en recursos naturales
(Gerdau, Vale, Petrobras, Votorantim), construcción (Odebrecht,
Andrade Gutiérrez) e ingeniería (Marcopolo, Sabó, Embraeer, WEG,
Tigre). Han contado con el sostén de un gran banco estatal (BNDES) y
tuvieron un desenvolvimiento superior a sus pares de Argentina o
México (Bueno; Seabra, 2010).
Pero
la economía brasileña difiere del perfil que presentaba en los
años 60-70. Durante las últimas décadas reapareció la
especialización en exportaciones básicas, junto a un significativo
retroceso de la industria. Esa regresión coexistió con el creciente
endeudamiento del estado. Los bancos y el agro-negocio han recuperado
primacía frente a los industriales en el bloque de las clases
dominantes.
Brasil perdió el
aura de economía industrial ascendente. Los países asiáticos
transformados en talleres del mundo han acaparado esa fisonomía. El
declive fabril brasileño es muy relevante para un diagnóstico
subimperial en los términos de Marini. El pensador marxista atribuía
esa condición a incursiones externas derivadas del despunte
manufacturero. Si esa esfera declina se replantea el estatus del país
en la mirada dependentista.
En nuestra
actualización, la dimensión económica no es tan relevante como el
papel geopolítico, en la caracterización de un subimperio. Brasil
ha consolidado en este plano su relevancia internacional. Forma parte
de los BRICS, opera como la principal cancillería frente a cualquier
crisis regional, es el interlocutor prioritario del Departamento de
Estado y aspiró a un asiento en el Consejo de Seguridad de la
Naciones Unidas.
Pero también se
ha confirmado la ambivalencia de sus gobiernos para liderar procesos
de integración económica y conformación de bloques regionales. En
las últimas décadas todos los presidentes vacilaron entre dos
estrategias sin definir ninguna. No avanzaron en la inserción
multilateral propia, ni en liderar una presencia sudamericana
autónoma.
Las dudas en el
primer terreno condujeron a frenar la promoción
de una moneda común en la zona, bloquear
la implementación del Banco del Sur y frustrar el manejo coordinado
de las reservas acumuladas por la región. El MERCOSUR fue
formalmente propiciado sin ningún acompañamiento práctico.
Abundaron las proclamas pero no las iniciativas
efectivas.
Como
la expansión agro-exportadora de Brasil se consumó en gran medida
fuera del vecindario, el interés por el resto del mundo
prevaleció en desmedro de Sudamérica. Despertó más atención el
Banco de los BRICS que el Banco del Sur y se
amplió la participación en la cartera del
FMI, a costa de la articulación financiera latinoamericana. Este
divorcio entre intereses globales y regionales diluyó el perfil
geopolítico del país.
En
comparación a la época de Marini, Brasil afianzó su autonomía
frente a Estados Unidos. Participa en organismos -como UNASUR
o CELAC- alejados del tradicional sometimiento de la OEA. Pero esta
ampliación de la acción propia no se tradujo en acciones
subimperiales.
La ambigüedad de
Brasil se verifica en el plano militar. Los gobiernos optaron por el
rearme para proteger los recursos naturales. Modernizaron barcos,
aviones y sistemas de detección para custodiar las fronteras y
resguardar la Amazonía.
Pero
desenvolvieron una sola incursión externa con la ocupación de
Haití. Coordinaron ese operativo con Estados Unidos para cumplir las
mismas funciones policiales que anteriormente ejercían los marines.
Lejos de brindar auxilio humanitario contuvieron revueltas y
aseguraron el orden semicolonial.
El carácter
reaccionario de esa invasión salta a la vista, pero su impronta
subimperial es controvertida. Brasil lideró un pelotón
latinoamericano integrado por países como Uruguay, que nadie podría
situar en ese estatus. El subimperialismo no se define por la simple
participación en operaciones internacionales de custodia del orden
capitalista.
Ciertamente Brasil
encabeza la legión que interviene en Haití. Pero Marini no
caracterizaba al subimperialismo por la presencia bélica en acciones
propiciadas por el Pentágono. Por eso no aplicó el término a la
intervención brasileña en la Segunda Guerra Mundial.
Su tesis apuntaba
a resaltar acciones específicas de la clase dominante para reforzar
el lucro de las multinacionales. Esta caracterización se aplica muy
parcialmente al caso de Haití.
El espacio de
Brasil para implementar políticas subimperiales en la coyuntura
actual es estrecho. El desplazamiento de Dilma fue consumado por un
trípode de parlamentarios corruptos, jueces y medios de
comunicación, que reemplaza a los militares en la instrumentación
de asonadas reaccionarias.
Extendieron a
Brasil el nuevo tipo de “golpes blandos” que el establishment
efectivizó previamente en Honduras y Paraguay. Estas acciones
para-institucionales socavan la estabilidad requerida para
implementar estrategias subimperiales. La restauración conservadora
signada por el alineamiento total con el Departamento de Estado, sólo
augura un prolongado periodo de crisis.
COMPARACIONES CON OTROS CASOS
Si se compara el
nivel de intervención militar externa de Turquía con Brasil salta a
la vista el abismo de injerencia que se verifica en ambos casos. Como
el primer país ofrece un modelo de intervención subimperial actual,
resulta forzado extender esa caracterización a la nación
sudamericana. El mismo contrapunto podría establecerse con India.
Conviene recordar
que Brasil no arrastra tradiciones centenarias de opresión, ni
desarrolló acciones bélicas sistemáticas fuera de sus fronteras.
Mantuvo una subordinación conservadora frente a las potencias
mundiales, sin incursionar por ejemplo en el tipo de aventuras que
perpetraron los militares argentinos en Malvinas.
En las últimas
décadas el gendarme más activo de Sudamérica ha sido Colombia. Con
el pretexto de combatir el narcotráfico, el Pentágono instaló seis
bases y adiestró una fuerza armada que ampara para-militares,
amenaza a Venezuela y espía a todos los vecinos.
Ese ejército
-guiado por marines e incorporado a la OTAN- es el principal
represor de la región, pero no conforma un pelotón subimperial.
Carece de la autonomía requerida para actuar en ese plano y responde
a una clase dominante sin proyectos de supremacía zonal. Colombia se
encuentra mucho más lejos que Brasil en cualquier clasificación de
los subimperios.
La evolución
reciente de Brasil presenta semejanzas con Sudáfrica. La principal
economía del continente negro desenvolvió durante la mayor parte
del siglo XX una activa intervención en sus zonas aledañas, para
ampliar los negocios de las empresas localizadas en Johannesburgo y
contrarrestar las rebeliones anticoloniales.
El término
subimperialismo fue apropiadamente utilizado para calificar esa
estrategia del Apartheid. El sistema racista de opresión interna
operó en forma nítida como una fuerza contrarrevolucionaria
externa. Presentó muchos parecidos con el prusianismo militar
descripto por Marini (Bond, 2005).
Pero al igual que
en Brasil, el problema aparece al momento de actualizar esa
caracterización. La tesis subimperial podría ser mantenida, si se
prioriza la expansión de las firmas sudafricanas bajo el
neoliberalismo post-Apartheid.
Los gobiernos de
ese periodo han sido bendecidos por el FMI.
Cooptaron a las nuevas elites negras, para implementar políticas
regresivas que potencian la desigualdad social, el endeudamiento y el
saqueo de los recursos naturales del vecindario de Sudáfrica. La
dominación financiera y el predominio de las empresas mineras de
Johannesburgo son muy visibles en Congo y Angola (Bond, 2016).
Aquí se verifica la analogía con las transnacionales brasileñas.
Pero
con la extinción del Apartheid ha desaparecido la intervención
militar externa explícita de las tropas
de ese régimen. Tampoco perduran incursiones laterales como las
implementadas por el Pentágono. La descarada intervención del
imperialismo francés en sus viejas colonias no tiene correlato en
África Austral.
La
herencia legada por el régimen racista impide a los gobiernos
sudafricanos utilizar la fuerza militar explicita fuera de sus
fronteras. Ese recorte del margen de acción bélica externa, torna
poco aplicable el término subimperial a la principal economía del
continente negro.
Al igual que
Brasil, Sudáfrica persiste como un subimperio sólo potencial.
Confirmando el perfil variable de esa categoría no cumple ese rol en
la actualidad.
CONTROVERSIAS EN LA APLICACIÓN
La continuada
influencia de las empresas transnacionales que operan desde Sao Paulo
es remarcada en la caracterización subimperial actual de Brasil
(Luce, 2015: 29-31). Esta mirada recuerda que durante la gestión del
PT, las grandes empresas buscaron nuevamente compensaciones externas
a las limitaciones del poder de compra local. El incremento del
consumo interno no diluyó esa necesidad de mercados foráneos.
Las
multinacionales incursionaron en negocios lucrativos en Sudamérica,
generaron conflictos en Paraguay y Ecuador y compraron activos en
Argentina. Lula y Dilma actuaron como lobistas de esas compañías
perfeccionando la mediación diplomática de Itamaraty.
Pero ese
expansionismo no determinó un perfil subimperial.
Ningún gobierno del nuevo siglo recurrió a la supremacía
militar o a la presión geopolítica explícita para apuntalar a esas
empresas. Apelaron a la mediación en los conflictos que esas
compañías tuvieron con los gobiernos radicales de Bolivia y
Venezuela. Esa actitud contrasta con las posturas de los gobiernos
militares de la época de Marini (Martins, 2011).
Otro contrapunto
entre ambos periodos despunta en la solvencia de esas empresas. La
expansión del pasado ha sido sucedida por el deterioro que salió a
flote con la crisis de Odebrecht. Lula actuaba como abogado de esa
empresa en sus desarreglos externos y Temer afronta un mega-escándalo
de corrupción.
Odebrecht
utilizaba un colapsado sistema de coimas internacionales para ganar
licitaciones. Varios competidores foráneos quieren apoderase ahora
de los negocios de la compañía insignia de Brasil. Las limitaciones
para sostener el flanco geopolítico del subimperialismo comienzan a
extenderse a la órbita económica.
Algunos autores
estiman que la brecha estructural entre ambos planos signó la
historia del país. Señalan que Brasil siempre mantuvo una presencia
en el mercado mundial superior a su gravitación geopolítica.
Consideran que ese desbalance afianzó una formación híbrida, que
combina rasgos de semicolonia privilegiada con perfiles de
sub-metrópoli dependiente (Arcary, 2016).
Esta
caracterización es una variante del estatus intermedio resaltado por
numerosos investigadores. Pero esa definición debería considerar,
además, las novedosas fracturas entre la esfera económica y el
ámbito político-militar. Se han potenciado países con atributos en
el primer plano sin correspondencia en el segundo (Corea del Sur) y
situaciones exactamente inversas (Rusia).
No es sencillo
precisar la peculiaridad intermedia de Brasil que exploró Marini.
Pero ese estatus se ubica muy lejos del ascenso del país al rango de
“nueva potencia global”, que ocupa el vacío dejado por el
declive estadounidense (Zibechi, 2015).
No existe ningún segmento de la
economía brasileña comparable a sus equivalentes de Estados Unidos,
Europa o Japón. Tampoco en el plano geopolítico o militar, el país
se equipara con alguno de los imperios en gestación. No implementan
acciones exteriores análogas al despliegue bélico de Rusia en
Georgia o Siria. Y no se visualiza el menor signo de equiparación
con la presencia de China en África o el sur de Asia (Sotelo, 2015:
70-86).
La ubicación de Brasil en un lugar de
potencia central tampoco cuaja con alguna teoría del imperialismo.
El único fundamento conceptual sería la mirada
pos-desarrollista, que asocia la irrupción de nuevos poderes con la
dinámica depredadora del capitalismo extractivista. Pero en ese caso
la conceptualización del imperio vuelve a asumir connotaciones vagas
y desvinculadas de la lógica de la acumulación.
REPLANTEO Y UTILIDAD
¿Cuál es la
utilidad del concepto subimperialismo en la actualidad? Contribuye
ante todo a comprender la estructura jerárquica del capitalismo
contemporáneo. Confirma que en la cúspide de este sistema se sitúan
potencias centrales -que han actuado hasta ahora bajo el comando
estadounidense-y que en la base se ubica el gran conglomerado de
países dominados.
En el medio de
ambos polos se desenvuelven las distintas formaciones que operan como
apéndices, rivales o asociados autónomos de los poderes dominantes.
Todas esas sub-potencias buscan afianzar su hegemonía regional con
posicionamientos distintos.
Los apéndices del
imperialismo expanden ese poder en total sintonía con las
estrategias de Washington, los imperios en formación chocan con ese
centro y los subimperios desenvuelven acciones autónomas en
coordinación o conflicto con las metrópolis.
La categoría
subimperio es particularmente apropiada para entender el estado de
guerra permanente, que impera en ciertas zonas para dirimir
supremacía regional. Las subpotencias recurren a la acción bélica
para hacer valer su predominio. Medio Oriente es el principal ejemplo
de estos escenarios. Las rivalidades entre Turquía, Arabia Saudita e
Irán se procesan en esos términos.
Esa competencia
desestabiliza el orden mundial, como lo prueba el descontrol de las
fuerzas yihadistas. Genera convulsiones que se proyectan al interior
de Estados Unidos y Europa. El terrorismo se ha desbordado como
consecuencia de la acción autónoma de los subimperios.
Este descontrol
nunca se verifica en los países incorporados a la estructura del
Pentágono o la OTAN. Es el caso de Israel, Canadá o Australia, que
no actúan como subimperios sino como prolongaciones del
imperialismo.
La categoría
tampoco se aplica a las principales potencias en conflicto
estructural con Estados Unidos. Rusia y China conforman imperios en
formación que actúan a nivel global y no solo regional. Mantienen
vínculos de hostilidad y no de asociación con Washington. En estos
casos no rige el concepto de subimperio. Aquí la categoría sirve
para ilustrar -por contraposición- cuál es el estatus de los
principales adversarios del imperialismo occidental.
Los subimperios
registran intensas mutaciones por su vulnerable inserción en la
división internacional del trabajo y en el orden geopolítico
global. Esos ascensos y descensos modifican su perfil. Junto a los
subimperios en acción (Turquía), recomposición (Irán) o
surgimiento (Arabia Saudita), otros no ejercen en la actualidad ese
rol (Sudáfrica y Brasil).
La ausencia de
despliegue militar de envergadura fuera de sus fronteras determina
ese pasaje de subimperios efectivos a potenciales. El fin del
Apartheid en el primero caso y el desarme atómico en el segundo
fueron determinantes del tránsito de una posición a otra.
El subimperio
ofrece un concepto provechoso para comprender la realidad
contemporánea. Pero se requiere una reinterpretación de la noción
distanciada de su aplicación original. Este replanteo valoriza el
significativo geopolítico del concepto, en función de los grandes
cambios mundiales registrados en los últimos 40 años.
¿Pero cuál es el
nexo del subimperialismo con las categorías específicamente
económicas de la Teoría Marxista de la Dependencia? ¿Cómo se
relaciona con la superexplotación? Abordaremos este tema en nuestro
próximo texto.
16-3-2017
RESUMEN
El subimperialismo
se verifica en Medio Oriente. Turquía exhibe esa condición en sus
ambiciones de liderazgo neo-otomano. Con recursos petroleros y
aventuras yihadistas Arabia Saudita intenta una hegemonía semejante.
Irán rivaliza reconstruyendo su viejo peso regional.
El estatus
subimperial no se extiende al apéndice israelí del poder
estadounidense. Lo mismo ocurre con Canadá y Australia. En cambio
India reúne todos los ingredientes de esa categoría.
Rusia afronta
tensiones estructurales con Estados Unidos buscando afianzar su
dominación fronteriza. Es un imperio en formación, que difiere
tanto de los contendientes occidentales como del antiimperialismo.
China se ubica en el mismo casillero, pero con preeminencia económica
y sin correlato geopolítico-militar.
El deterioro
industrial y las vacilaciones estratégicas actuales de Brasil
contrastan con el diagnóstico de Marini. Al igual que Sudáfrica,
tiene recortado su margen de intervención externa. Persiste como
formación intermedia entre imperios y periferias. El subimperialismo
contribuye a clarificar los escenarios de la época actual.
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PALABRAS CLAVES
Imperialismo, geopolítica, hegemonía.
1
Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro
del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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