Higinio Polo 1
Un siglo después de su triunfo, la revolución bolchevique sigue
suscitando furiosos ataques de la derecha política y de sus terminales
ideológicos en la prensa y en las televisiones, en la investigación
universitaria dirigida y subvencionada, y en los centros de elaboración
ideológica liberal, que, sin embargo, apenas se interrogan sobre el
infierno capitalista del que surgió la revolución: el barro y la muerte
en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y la oprobiosa autocracia
zarista que ahogaba al pueblo ruso y lo condenaba a la miseria y la
explotación. Para los beneficiarios del capitalismo realmente existente y
para los vendedores de mentiras, el socialismo soviético se resume en
error y represión, en furia y crueldad, mientras que el horror causado
por el capitalismo, en las dos guerras mundiales y en la esclavitud
colonial, en las guerras imperiales y matanzas lanzadas desde entonces
en cuatro continentes, en Vietnam y en Corea, en Indonesia y en
Afganistán, en Yugoslavia y en Ucrania, en Brasil y en Argentina, en
Angola y en Libia, en Siria y en Iraq, por citar sólo algunos ejemplos
de la infamia, ese horror, se diluye en lejanas causas y décadas
perdidas de las que, como por ensalmo, el capitalismo no es responsable.
Los marineros y milicianos que se lanzaron al asalto del
Palacio de Invierno, que vemos en las imágenes recreadas de Eisenstein,
no son un accidente de la historia; los obreros que se atrevieron a
derribar el trono imperial, a convertir las iglesias en almacenes
útiles, y a dispersar las sombras de la explotación, no eran una ráfaga
transitoria de años convulsos, sino el rumor de siglos de protestas y de
gritos de honestidad y trabajo proletario. En 1917, los bolcheviques
supieron expresar el ansia de justicia de los rusos, la ambición de una
vida digna que dejase atrás las argollas de la miseria y la opresión
bajo los zares; supieron traducir el deseo de los trabajadores de
terminar con la explotación en las fábricas. y de los campesinos de
romper la soga que les ataba a una nobleza parasitaria y casi medieval.
La exigencia de paz, en el matadero de la gran guerra, los gritos
reclamando pan, los campesinos exigiendo la tierra, y los trabajadores
las fábricas, resumen la decisión de Lenin y los bolcheviques
protagonizando la revolución que cambió el mundo. Porque fue la
aspiración a la igualdad y la justicia la que creó el poder soviético,
la que levantó el socialismo en condiciones difícilmente imaginables
hoy: suele olvidarse, pero la revolución bolchevique tuvo que construir
el socialismo en un país que perdió, en un lapso de treinta años, a casi
cuarenta millones de personas, víctimas de la guerra civil impuesta
tras la revolución por veinte países capitalistas, y por las dos guerras
mundiales desatadas por las rivalidades de esas mismas potencias. Sólo
en la guerra de Hitler, la Unión Soviética vio morir a veintisiete
millones de trabajadores y soldados.
Tras 1017, la revolución
bolchevique se extendió por el mundo, y su voz llegó a los campesinos
malayos y a los obreros de los frigoríficos argentinos, a los labradores
chinos y a los trabajadores alemanes; desde entonces, las ideas y
propuestas del socialismo y del comunismo han seguido galopando por el
planeta, iluminando revoluciones, en China o en Vietnam, en Cuba o en
Nicaragua, cambiando el mundo, aunque esa voz haya sufrido duras
derrotas, como la matanza en Indonesia, los campos de la muerte de
Oriente Medio, o la desaparición de la propia URSS y el retroceso social
en Europa y América durante las dos últimas décadas. Pero, ni en Moscú
ni en Madrid, la revolución bolchevique no se ha olvidado, y la historia
no ha terminado.
Hoy, de forma abrumadora, los rusos siguen
viendo a Lenin como un dirigente excepcional, que desempeñó un papel
histórico trascendental, y siguen juzgándolo de manera positiva: apenas
un 14 % de la población aceptaría retirar sus estatuas de las ciudades
rusas, y una abrumadora mayoría lamenta la desaparición de la Unión
Soviética. La popularidad de Lenin crece, y, según el centro Levada,
en la última década ha aumentado de forma notable el número de
ciudadanos rusos que consideran positiva su aportación al país y al
mundo. Las estrellas rojas siguen coronando las torres del Kremlin
moscovita, y la presencia de Lenin, aunque no se traduzca todavía en
cambios políticos y sociales, no va a desaparecer, pese a los
interesados augurios de la derecha.
Para conmemorar el
centenario, el Partido Comunista ruso organizará una gran manifestación
en Moscú, el 7 de noviembre, así como otros actos en la gran mayoría de
las ciudades del país, y el gobierno de Putin también ha publicado un
calendario de actividades para destacarlo, intentando atraer hacia el
partido del poder las movilizaciones populares de celebración de la
revolución de octubre, hasta el punto de que el comité gubernamental
encargado de organizarlas está lleno de anticomunistas: el poder actual
no puede obviar la importancia de la revolución bolchevique, ni tampoco
las aportaciones de la Unión Soviética, como no puede ignorar el
prestigio creciente de Lenin y del socialismo entre la población, por lo
que se ve obligado a nadar entre dos aguas.
No será sólo en
Rusia. En los cinco continentes habitados, se sucederán las
celebraciones entre los trabajadores, acompañadas por la monótona y
reiterada condena de los centros del poder capitalista, que busca
arrojar a la hoguera el persistente susurro de décadas de la revolución
bolchevique y del socialismo. De Bolivia a China, de Cuba a Alemania, de
Venezuela a Vietnam, de Sudáfrica a Australia, ese centenario recorre
durante este año conferencias y congresos, seminarios y libros, ondea en
las banderas rojas de las manifestaciones y en las huelgas que siguen
reclamando el fin de la explotación y un mundo mejor; se interroga por
los excesos y errores cometidos, trabaja en los laboratorios que
alumbran el progreso humano, y brilla en los ojos de las mujeres del
mundo que contemplan la desventura y la marginación de la mitad del
cielo sin renunciar a nada; se manifiesta en el esfuerzo de los
campesinos por salvar la vida y el planeta, se escucha en el ruido de
las cadenas de montaje y centellea en el parpadeo de las pantallas de
ordenador, y se revela en la noche maltratada de los pobres, en las
gargantas de los esclavos, en las lágrimas de los apátridas y en el
sufrimiento de los inmigrantes perseguidos por el odio.
Un
siglo después, el capitalismo se empeña en desacreditar la idea de una
sociedad justa e igualitaria, y destruye paulatinamente las conquistas
obreras; reduce salarios, convierte la seguridad en el trabajo en la
precariedad de empleos temporales o de trabajadores autónomos, y
mantiene legiones de operarios con empleos-basura, mientras sus
terminales ideológicas y sus medios de comunicación siguen intentando
demoler la razón socialista, destruir el recuerdo de la dignidad obrera y
de las luchas por la emancipación social; al tiempo que los empresarios
arrojan el socialismo y la revolución bolchevique a las tinieblas como
un prescindible vestigio del pasado, y presentan a sindicatos y partidos
obreros como herramientas inútiles superadas por la historia,
atreviéndose a postularse a sí mismos como los creadores de la
modernidad y del progreso, aunque tengan las manos sucias de la
explotación y la mentira.
Sin embargo, la huella de la
revolución bolchevique está ahí, y se encuentra en los territorios
cotidianos conquistados por las mujeres y en las leyes que aseguraron
los derechos de los trabajadores (en la reducción de las horas de
trabajo diarias y en el derecho a vacaciones pagadas, en la asistencia
sanitaria gratuita y en los permisos de maternidad, en el derecho a
tener pensiones y en la jubilación a una edad antes impensable), como se
encuentra en la derrota del monstruo nazi y en el proceso que dio
inicio de la emancipación de las colonias que los países capitalistas
oprimieron, y en los espacios de libertad contemporánea que se salvaron
por el esfuerzo soviético de ser enterrados en la cal viva del nazismo.
Cien años después, el impulso de la revolución bolchevique no ha
desaparecido, aunque los partidos comunistas vivan años de debilidad,
que no les afecta sólo a ellos, sino a toda la izquierda. Ese
agotamiento debe terminar con el abandono de cualquier esperanza de
reforma capitalista y con la adopción de un programa radical que luche
por el socialismo en todos los continentes, porque el capitalismo ahoga a
millones de trabajadores, ensucia el mundo, aplasta a la humanidad,
vende nuestro futuro, pero alberga también en su seno a quienes tienen
el fermento de la revuelta, con la seguridad de que el comunismo y la
revolución bolchevique son la juventud del mundo de la que nos habló
Alberti, y la fraternidad que le dio a Neruda el verso tierno del
comunismo chileno: un siglo después del octubre rojo, son los
trabajadores que se manifestaron en la gigantesca huelga general de la
India en 2016, son las manos que acarician a los niños en medio de las
catástrofes con las que nos hace convivir el capitalismo, y las que se
aferran a las alambradas de los campos de refugiados.
Higinio Polo es Licenciado en Geografía e Historia, y Doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Barcelona. Ha
publicado numerosos trabajos y ensayos sobre cuestiones políticas y
culturales, y colabora habitualmente en medios como la revista El Viejo
Topo, el periódico Mundo Obrero y otros, tanto convencionales como
digitales. Entre sus libros se cuentan la investigación Los
últimos días de la Barcelona republicana, las novelas Al acabar la
tarde, en Singapur; Vientre de nácar, y El caso Blondstein, así como los
ensayos Irán: memorias del paraíso; USA: el Estado delincuente; El
terrorismo (en colaboración); Retratos (de interior); Dashiell Hammett.
Novela negra y caza en brujas en Hollywood; La noche de Calcuta;
Barcelona (informe confidencial). Su última obra publicada, en 2014, es
Rosas blancas sobre Stalingrado.
correo electrónico: higini_polo@hotmail.com
correo electrónico: higini_polo@hotmail.com
www.rebelion.org
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