martes, 23 de abril de 2013

La transición democrática en Egipto


Crisis sin fin
Arab Reform Initiative

La literatura tradicional sobre las transiciones democráticas tiende a proponer una fórmula de transición basada en aspectos procedimentales, como elecciones libres y justas, pluralismo de partidos políticos, presencia de un sistema transitorio de justicia, etc.
Sin embargo, aunque las críticas a este enfoque schumpetérico (en referencia al economista y politólogo austríaco Joseph Schumpeter) se han multiplicado en las últimas décadas –hasta tal nivel que muchos investigadores consideraron una falacia lógica el uso de “elecciones justas” como criterio de democratización-, se ha ignorado que la sustancial dimensión económico-social seguía siendo una característica básica de la literatura democrática de la transición.
El tema se vuelve incluso más complejo aún cuando la transición democrática es auspiciada por una revolución, como es el caso de Egipto.
Por su propia naturaleza, las revoluciones revitalizan los grupos sociales y les permiten respirar aire nuevo, aunque no seré yo quien diga que necesariamente fresco, poniendo a las clases subalternas en posición de ser hacedores de la historia tras haber sido sus objetos durante muchas y largas décadas. Esto desafía prácticamente las teorías de la ingeniería política desde arriba y todo lo que va asociado a ellas, incluidas todas las hojas de ruta de la “transición”, sin que importe cuán perfectamente lógicas o trazadas sean o estén.
Por ejemplo, el Dr. Mohammad Al-Baradei podría estar completamente convencido de que el “pecado original” consistía en ignorar su consejo de poner la “constitución primero” como elemento clave hacia una hoja de ruta que asegurara una transición democrática suave y segura. Sin embargo, creo que quienes siguen muy de cerca la revolución egipcia estarán de acuerdo en que, independientemente del orden de procedimiento que la transición pudiera haber seguido, habría sido imposible evitar la lucha feroz entre las diferentes clases sociales y las fuerzas políticas que la revolución había desatado tras la caída del viejo régimen. Esto significa que es inútil limitar los pensamientos de uno a la cuestión de los procedimientos acertados o equivocados sin examinar la naturaleza de las luchas fundamentales en curso y cómo asegurar que las fuerzas democráticas triunfen finalmente.
¿Cuál es la naturaleza de la lucha actual en Egipto? ¿Y dónde se sitúa hoy en día?
Quizá podríamos decir brevemente que la lucha actual se da esencialmente entre fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias. Sin embargo, esto plantea la pregunta de quiénes son esas fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias. Creo que cualquier definición o prejuicio rígido de estos dos términos no nos servirá de ayuda aquí, ya que cualquier definición exacta de revolución y contrarrevolución debería necesariamente basarse en una revisión histórica de los cambios en las posiciones y lealtades de las partes implicadas y en el patrimonio político acumulado en su larga o corta historia.
La importancia de una revisión histórica –en contraposición a una revisión estática- de la trayectoria de la revolución y de las posiciones de sus protagonistas radica en el hecho de que evita clasificar a las partes implicadas bajo categorías predeterminadas. En cambio, lo que hace es explicar cómo sus posiciones han cambiado o se han revelado mientras el conflicto entre los principales interesados se desarrollaba y profundizaba. Evita, por ejemplo, hacer acusaciones como la de que los Hermanos Musulmanes estaban conspirando contra la revolución desde el principio mismo, o describir a Mohammad Al-Baradei y Hamdin Sabbahi como revolucionarios puros cuya lealtad a la revolución no flaqueó nunca a lo largo de los dos últimos años. Cada una de esas dos partes ha sido parte de un proceso que les ha puesto, al ir profundizándose gradualmente, frente a frente ante el desafío de crecientes cambios estructurales que tocaban o entraban en conflicto con sus intereses y ellos, en respuesta, han contribuido, han vacilado o se han enfrentado a ellos.
A través de la niebla de la transición
Cualquier proceso revolucionario, especialmente en sus formas más profundas, como es el caso de Egipto, tiene dos aspectos. El primero es el de liberar el poder de las sometidas y reprimidas clases sociales desde abajo. Como se ha indicado ya, la revolución ha sido un regalo para los oprimidos: una especie de nuevo bautismo como actores activos de la historia. Esto no significa necesariamente que estas clases hayan adquirido de repente una conciencia revolucionaria completa o que se hayan integrado de forma fluida en organizaciones que son capaces de reclutar y movilizar. Lo que significa es que se ha terminado la era histórica en la que una particular elite política o una clase por sí sola decidía, a puerta cerrada, en qué dirección y cómo debería ir la sociedad, dando paso a otra era en la cual la voluntad colectiva de las masas juega un papel vital a la hora de moldear el presente y el futuro.
No obstante, eso no es todo. Una revolución implica también un cambio fundamental por parte del régimen gobernante, ya que todos sus mecanismos, promovidos por las elites dominantes durante décadas, o bien han dejado de funcionar o son inservibles. Esta disfunción es más el punto de explosión de un proceso de acumulación que una ruptura ahistórica. Es decir, la revolución es el golpe de gracia final de las instituciones que han sobrevivido mucho tiempo a pesar de su inutilidad, de la misma forma que el cetro del bastón que sostenía al profeta Salomón, devorado por las hormigas hasta que el profeta se desplomó, reveló así que en realidad había muerto muchos años antes.
En el contexto de este cambio cualitativo doble –la liberación de la potencia y el activismo de los oprimidos y el colapso de los mecanismos coercitivos de los autócratas-, el conflicto socio-político, oculto a la vista durante mucho tiempo, continúa sobre bases nuevas. Aquí, las posiciones no están rígida ni definitivamente determinadas.
Eso se debe a que además de todas las vacilaciones y falta de experiencia con las que la revolución nos sorprende necesariamente, hay decenas de convergencias y puntos de inflexión que las cambiantes circunstancias diarias imponen a las partes interesadas.
En general, lo que ha quedado claro con el tiempo, y a través de la espesa niebla de la transición, es que mientras que algunos quieren que la revolución continúe, se profundice y asuma nuevas dimensiones que desgarren finalmente todo la infraestructura política, económica y social, otros están trabajando duro para acabar con la revolución a través de toda una variedad de medios. El principal de esos medios es la utilización del proceso democrático burgués como medio para un fin; como una nueva situación provocada por el colapso de los viejos mecanismos autocráticos que se utilizan para paralizar la calle y dirigir las energías hacia la rivalidad desde arriba entre fuerzas que pertenecen mayoritariamente a los intereses del viejo mundo.
Esto explica por qué todas las fuerzas en competición que tratan de frenar la revolución insisten en que el mundo ideal que conciben para Egipto es uno en el que los ciudadanos ya no necesitan acudir a la acción colectiva desde abajo –huelgas, manifestaciones y acciones directas, como bloquear las carreteras y ocupar las instituciones- sino que sólo deberían expresarse a través de la magia de las urnas.
Boda democrática
En los primeros días tras la renuncia del depuesto presidente, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) –representante de los viejos mecanismos represivos del régimen que consiguieron escapar de la tormenta revolucionaria en las primeras fases- se puso de acuerdo con los Hermanos Musulmanes y los salafíes, a velocidad y suavidad sorprendentes, para introducir rápidamente limitadas enmiendas constitucionales –referidas principalmente a la elección de una nueva autoridad y la redacción de una nueva constitución-, diseñadas para poner fin al “período transitorio” en un plazo de seis meses.
Como quedó claro más tarde, la intención del acuerdo no era esencialmente poner fin al período transitorio, sino más bien liquidar la revolución. El interés principal de estos partidos no era entregar el poder al pueblo, sino detener el terrible monstruo del impulso revolucionario de la calle, como revelaba su mantra: “Las ruedas de la producción tienen que empezar a girar para “apaciguar” las “justas necesidades revolucionarias”.
Por tanto, lo que esos “hermanos enfrentados” habían de hecho acordado era oponerse a la revolución desde abajo y optar por la democracia procedimental desde arriba. Es decir, su objetivo era convertir a las masas rebeldes en votantes, cuya voluntad sólo podría lograrse a través de las urnas, manifestada en forma de parlamentos electos dominados por las fuerzas poderosas que tienen fondos, organización e ideología para frenar la marcha revolucionaria.
El asunto no iba de que hubiera una contradicción fundamental, necesariamente y en todos los casos, entre activismo dinámico desde abajo y la democracia de las urnas, al contrario, iba de que en ese particular momento revolucionario las urnas representaban otra opción –una opción opuesta/alternativa- frente a la agitación revolucionaria, cuyo papel, según creía la Hermandad y el CSFA, había llegado a su fin el 11 de febrero de 2011.
Por tanto, el referéndum del 19 de marzo de 2011, vendido por las fuerzas revolucionarias como “boda democrática” se celebró porque las fuerzas hegemónicas creían que pondría fin al problema de una vez por todas desde abajo, restaurando al estado su perdido prestigio y papel.
Sin embargo, la sorpresa fue que el impulso revolucionario se reveló demasiado profundo como para que pudiera frenarlo el referéndum que garantizaba la legitimidad electoral a la alianza autoritaria. Y de ahí que fuéramos testigos en 2011 de una oleada sin precedentes de huelgas laborales y de marchas de un millón de personas que pedían, entre otras demandas, castigos justos, democracia real y justicia social.
También, en 2011, presenciamos la famosa sentada en la Plaza Tahrir del mes de julio y los sucesos de la calle Mohammad Mahmud que pedían que el CSFA traspasara el poder a un gobierno civil elegido.
La calle Mohammad Mahmud
Los sucesos de Mohammad Mahmud tienen su propia y particular importancia aquí no sólo porque revelaron –una vez más- la vitalidad de la calle revolucionaria, sino también porque –de igual importancia- desenmascararon la fragilidad de la nueva alianza autoritaria entre los Hermanos Musulmanes, los salafíes y la junta militar.
Dijimos anteriormente que el acuerdo entre los miembros de la alianza autoritaria se centraba en poner fin al proceso desde abajo y lanzar una nueva senda político-electoral que moviera la alfombra bajo los pies de las fuerzas socio-políticas que trabajaban para desmantelar los viejos y disfuncionales acuerdos jerárquicos que impregnaron todos los aspectos de la vida social del país. Sin embargo, este acuerdo entre las fuerzas autoritarias para absorber el proceso revolucionario y contrarrestarlo desde arriba fue sólo uno de los muchos aspectos de la lucha en curso en la era post-Mubarak.
El otro aspecto contradictorio y complementario fue el conflicto existente entre las mismas fuerzas autoritarias para compartir el botín del poder.
Las fuerzas civiles de la derecha (muchos de cuyos símbolos y hombres fuertes se habían convertido en miembros del Consejo Consultivo establecido por el ejército tras los sucesos de Mohammad Mahmud) venían objetando desde febrero de 2011 los acuerdos autoritarios impuestos por la alianza Hermanos Musulmanes-Ejército. Esta objeción no era el resultado de un verdadero sentimiento democrático por su parte, sino que se debía a su descontento al verse excluidos y a su temor de que unas elecciones anticipadas revelarán la ausencia de base popular.
Esta fue la razón por la cual la verdadera oposición democrática radical se mezclara, ante la alianza islámica-militar, con la falsa oposición de derechas, de naturaleza igualmente autoritaria, cuya principal preocupación y fuente de descontento era su exclusión del nuevo arreglo. Esta oposición de derechas siguió una doble vía a la hora de presionar para conseguir sus intereses. Por un lado, participó cautelosamente en los movimientos de masas contra la alianza autoritaria islamistas-ejército y, por otro, hizo cuanto pudo en las discusiones a puerta cerrada para reorganizar sus posibilidades frente al CSFA para mantener a éste en el poder tanto tiempo como fuera posible, pensando que así garantizaría sus ventajas frente a los islamistas.
El Documento de Principios Constitucionales, conocido mejor como el Documento El-Selmi (llamado así por el entonces Viceprimer Ministro), fue uno de los resultados de este esfuerzo de la derecha civil. El Documento El-Selmi instituía descarada y abiertamente la “soberanía militar”, primero como fuerza no responsable ni transparente, y segundo como árbitro entre las diferentes partes y protector de la legitimidad.
Y más importante aún, el Documento imponía también un sistema de selección para los miembros de la Asamblea Constituyente (designados con la misión de redactar la nueva constitución) que limitaba el número de islamistas en ella. Hacía eso al predeterminar el número de miembros del estado y de las instituciones de la sociedad civil en las que los Hermanos Musulmanes no tienen influencia, en clara violación de la Declaración Constitucional de marzo de 2011, que estipula que los miembros de la Asamblea Constituyentes serán libremente elegidos por los miembros electos de la Asamblea Popular.
En respuesta, los islamistas organizaron el “Viernes de la Demanda Única”, una de cuyas peticiones era la anulación del Documento El-Selmi.
Sin embargo, a pesar de la naturaleza aparentemente democrática de las exigencia de la Hermandad Musulmana en aquel momento –i.e., dejad que las urnas decidan-, en el fondo había una lucha por el poder o, mejor dicho, por los acuerdos sobre el nuevo régimen entre los islamistas, el ejército y las fuerzas civiles de la derecha. Estas últimas se habían puesto del lado de la dictadura militar que se oponía a las urnas, lo que requería sobornar, entre otros, al ejército, mientras los islamistas pedían democracia electoral en la medida en que beneficiaba a sus intereses del momento.
Al final, el Documento El-Selmi cayó y se celebraron elecciones parlamentarias; fueron elecciones teñidas con la sangre de los mártires que cayeron en la calle Mohammad Mahmud. Y aunque los islamistas ganaron la mayoría de los escaños en el parlamento, nada cambió, salvo quizá un aumento en la confianza de la Hermandad cuando comprendieron el alcance de su base popular; algo que les permitió enfrentarse a los militares seis meses después en la lucha por la presidencia.
Una lucha para la mutua eliminación
Así pues, el Documento El-Selmi y los acontecimientos que le siguieron revelaron la fragilidad de unas alianzas autoritarias que eran consideradas firmes como rocas. Desde ese momento y hasta que Mursi marginó del poder al CSFA tras convertirse en presidente en agosto de 2012, la brecha entre los Hermanos Musulmanes y el CSFA siguió ensanchándose. Cada parte sabía que aunque no pudiera eliminar a la otra, todavía tenía que maniobrar y luchar para ampliar su esfera de influencia en la futura estructura del poder. Mientras tanto, la derecha civil intentó aumentar también su influencia utilizando los mejores medios a su disposición (en vista de sus pobres resultados en las elecciones), en concreto, contactando con partes del antiguo régimen, especialmente el CSFA.
Las elecciones presidenciales de mediados de 2012 supusieron en efecto otro asalto en la lucha entre las fuerzas autoritarias. Esto quedó muy claro cuando los esfuerzos por acordar, de alguna forma y manera, un candidato de consenso fracasaron miserablemente. Así pues, cuando el ejército y la Hermandad no consiguieron llegar a un acuerdo sobre un único candidato, la última decidió nombrar primero a Jairat Al-Shater y después a Mohammad Mursi en una medida que sorprendió a muchos. Los islamistas –los Hermanos Musulmanes y los salafíes- tampoco consiguieron acordar un candidato conjunto, lo que dejó a la Hermandad con Mursi y a los salafíes divididos entre Abdel Moneim Abul Futuh y Hazem Abu Islamil.
Finalmente, las fuerzas civiles y/o revolucionarias tampoco lograron llegar a un acuerdo, lo que implicó que Hamdin Sabahhi, Abul Futuh y Jaled Ali tuvieran que competir uno contra otro.
Por otra parte, quedó claro que el problema respecto a las elecciones presidenciales era que se celebraban en un momento en que la gente estaba completamente agotada tras año y medio de batallas en las calles, sin ninguna mejora palpable para el conjunto de los pobres y marginados del país. Y sucedió exactamente lo contrario; la permanente crisis política y las crecientes tasas de pobreza y desempleo fomentaron sentimientos antirrevolucionarios entre los pobres y marginados, tanto en las ciudades como en el campo.
Por tanto, si como mencionábamos antes, vemos la revolución como una lucha de eliminación mutua entre la democracia de la calle y la democracia de las urnas, las elecciones presidenciales se produjeron en un momento en que la democracia de la calle se había ido quedando cada vez más agotada. Esto significó que grandes sectores de la población habían en gran medida renunciado al cambio desde abajo y veían las urnas como la última oportunidad para escapar de un cuello de botella que parecía no tener fin.
La primera ronda de las elecciones vio el colapso de la posición política intermedia; el hecho de que Amr Musa y Abdel Moneim Abul Futuh, de quien la mayoría de los observadores pensaban que tenían las mejores posibilidades para ganar, fracasaran a la hora de reunir suficientes votos, reflejó la aguda división en la calle egipcia.
Sin embargo, las elecciones presidenciales fueron también un reflejo del síndrome de la “última oportunidad”, que empujó a la mayoría de los votantes a asumir opciones más radicales y menos matizadas con la esperanza de que aportaran soluciones más concretas a una crisis inacabable.
El resultado fue el shock de la segunda vuelta. En esa vuelta, los dos grandes candidatos que estaban más lejos de la Revolución, Mohammad Mursi y Ahmad Sahfiq, compitieron por la presidencia en un contexto que hizo que incluso sectores aún más amplios de la población perdieran la esperanza en la democracia de las urnas; esto sucedió en un momento en que la democracia colectiva de la calle desde abajo había empezado ya a parecer inútil e improductiva.
La paradoja de las elites
Algunos pensaban que la victoria de Mursi en las elecciones presidenciales –especialmente después de su Declaración Constitucional de agosto de 2012 que marginó al CSFA del poder sin oposición- pondría fin al problemático período de transición. Ahí estaba un hombre que contaba con la mayor organización del país y que había conseguido alcanzar el poder y eliminar a todos sus competidores. Pero eso se acabó y no hay nada más que hacer.
Ahora, después de todo lo que se ha dicho y hecho, podemos decir que esta visión era bastante apresurada y prematura. La estabilidad tiene dos caras, cada de una de las cuales alimenta y se reproduce en la otra: la cohesión de la autoridad y el sometimiento de los sometidos.
¿Cómo se convierte en cohesiva una autoridad? ¿Cumpliendo los deseos de las masas rebeldes que la han puesto en escena a la fuerza? Tal vez. ¿Utilizando o uniéndose a otros movimientos fascistas o cuasi fascistas que utilizan la represión brutal para erradicar todas las semillas del rechazo y la rebelión? Tal vez.
¿Se debe a que la poderosa clase gobernante y la clase propietaria se han unido detrás de una única alternativa? Tal vez. Pero tal vez se deba también a una mezcla de todo lo anterior, que es lo que todos los autócratas triunfantes han hecho. Siempre mezclan la represión con las concesiones a fin de unificar los aparatos de la represión detrás de ellos. Nada de eso ha sucedido hasta ahora en Egipto y es poco probable que suceda en el previsible futuro.
Vamos a considerar primero la opción de “cumplir los deseos de las masas”. ¿Hizo Mursi eso? ¿Es capaz de hacer eso? Por supuesto que no…
Los Hermanos Musulmanes en su totalidad forman parte del feo mundo neoliberal. Ya sea a través de su estructura de liderazgo (desde Hassan Malek hasta Jairat Al-Shater), su oportunista y deforme reforma histórica y su tendencia a reconciliarse con el viejo mundo al que pertenece, la Hermandad están intentando resolver la crisis socio-económica acudiendo cada vez más a los métodos neoliberales: austeridad presupuestaria, subidas de precios, reducción de los subsidios, reconciliación con la comunidad empresarial y firma de acuerdos con las imperialistas instituciones financieras y monetarias, como el Fondo Monetario Internacional. Esta es la fórmula diseñada para empobrecer a los pobres y enriquecer a los ricos.
¿Quién confía en que esa fórmula calme al movimiento social y laboral? ¿Quién confía en que se convierta en una fórmula para un nuevo contrato social que acabe con las tensiones y abra una nueva página sin inquinas?
En cuanto a la “extendida represión”, a pesar del salvajismo de la policía, la cifra de personas asesinadas en los últimos meses y todo el maltrato en las calles y comisarías, no llegó a alcanzar el nivel necesario para sofocar el activismo público o acabar con la creciente inestabilidad. Mursi está tomando prestadas todas las viejas tácticas de Mubarak; pero, ¿quién dice que Mubarak y sus métodos son buenos en el mundo actual? En un momento en que las instituciones estatales están desmoronándose bajo el peso de la revolución, restaurar el control y la autoridad requiere mucho más que poner en marcha una maquinaria profesional represiva. Esto explica por qué las clases gobernantes necesitan del fascismo, ya sea populista o militar, para poner fin a la inestabilidad que acosa a la autoridad gobernante tras una revolución o rebelión de masas.
¿Podrían Mursi y su camarilla convertirse abiertamente en un aparato fascista? Desde luego que no, eso requeriría un cambio fundamental en la visión, naturaleza y pilares de la Hermandad, algo que ni se contempla ni es posible.
Por otra parte, ¿podría la actual o potencial autoridad gobernante aliarse con movimientos fascistas o cuasi fascistas para erradicar la revolución y todo el rechazo popular? No lo creo, porque esto necesitaría de un acuerdo generalizado en los pasillos del poder y dentro del sistema de gobernanza y el viejo régimen; un acuerdo cuya imposibilidad se revela en la lucha inacabable lucha interna y disputas entre la Hermandad y los militares, la Hermandad y los salafíes y la Hermandad y las fuerzas civiles de derechas.
Es aquí cuando la otra cara de la moneda se hace claramente patente: la cohesión de las fuerzas autoritarias y las clases dirigentes en general. La Declaración Constitucional del 22 de noviembre de 2012 y la posterior lucha a múltiples niveles mostraron lo frágil que realmente fue el fugaz momento de estabilidad general que hubo entre agosto y noviembre de ese mismo año.
Tras anotar buenos resultados en las elecciones presidenciales (a pesar del éxito final de Mursi), la oposición civil, incluida su ala derecha, pudo reconstituirse a sí misma en forma de nuevos partidos, incluyendo, entre otros, Hizb el-Dustur, la Corriente Popular, Egipto Fuerte y el Partido del Congreso.
La explosión del 22 de noviembre empujó a la mayoría de esas fuerzas (con excepción de Egipto Fuerte a formar una nueva coalición: el Frente de Salvación Nacional -FSN-). El FSN demostró ser capaz de promover movilizaciones a gran escala entre las clases altas, medias y bajas, así como entre algunos sectores de pobres y desposeídos (al-harafish). Y a pesar de su fracaso para desalojar del poder a los Hermanos Musulmanes (y a los salafíes), y a pesar de su naturaleza derechista, el FSN demostró que podía, hasta cierto punto, desestabilizar a la Hermandad e imponerse como parte del juego de poderes.
Sin embargo, el FSN es sólo otra fuerza de derechas. No es un sustituto radical de la Hermandad; es casi el mismo vino de siempre vertido en botellas nuevas. Por tanto, la lucha desde arriba continúa y la inestabilidad prosigue. Ahí es donde aparece el desmembramiento clásico que afecta a las fases post-revolucionarias socio-populistas. Las fuerzas que mayoritariamente no pertenecen a la revolución dominan la esfera política y compiten ferozmente por puestos de influencia en una estructura institucional podrida, en un contexto de arraigada y continua inestabilidad social. Aunque la competición continúa, las voces autoritarias se alzan cada vez más altas pidiendo poner “fin a la farsa de la inestabilidad” y exigiendo que se “gobierne con puño de hierro”. Pero nadie es capaz de hacer eso.
Esta es la paradoja en la que las elites dominantes egipcias se encuentran actualmente. Es una paradoja que creo podría durar un tiempo muy largo con independencia de las aventuras marginales y los giros en la carretera.
Lo que exacerba aún más la situación es que el Frente de Salvación ha quemado a la oposición liberal tradicional y a la de izquierdas, en el sentido literal de la palabra. Porque después de levantar consignas radicales que piden la caída inmediata de Mursi, su constitución y toda la estructura política, y después de aliarse con los residuos del viejo régimen y la derecha extremista neoliberal, se dio la vuelta y volvió a abrir la puerta a los contactos con el régimen de Mursi y sus políticas, tomando parte en el referéndum sobre la constitución y discutiendo la opción de un gobierno de salvación nacional. Y los zigzags prosiguen.
Pero la revolución permanece
Después de todo eso, la pregunta que cabe plantearse es: ¿qué queda de la revolución? Mi respuesta es: queda mucho, queda muchísimo.
La historia nos enseña que a pesar de las evidentes condiciones sombrías, la situación actual de Egipto se abre a tres posibilidades futuras. La primera es el surgimiento de un estado de seguridad fascista o cuasi fascista capaz de resolver la situación aunque sea parcialmente (Hitler, Mussolini o incluso Putin). En este escenario, probablemente, los elementos de la alianza gobernante no cambiarán; lo que cambiará es el equilibrio y distribución de roles entre los elementos de la alianza.
La segunda posibilidad contempla que el actual estado de inestabilidad continúe durante un tiempo relativamente largo, similar a lo que vemos hoy en día en Pakistán, y que antes se vio en la República alemana de Weimar.
La tercera posibilidad es una nueva rebelión popular que, en mi opinión, es el escenario más probable, incluso aunque pasemos por un momentáneo e inútil período autoritario.
Lo que me motiva para decir esto no es un optimismo revolucionario infantil sin base en la realidad, sino más bien el hecho de que Egipto no está solo en el mundo y que la lucha política no está desconectada de sus raíces estructurales socio-económicas. Estamos viviendo un momento en el que el sistema neoliberal, impuesto en los primeros años de la década de los ochenta, está experimentando una larga y profunda crisis. Estamos también viviendo un momento en el cual el capitalismo, que formó la base de la estabilidad del sistema durante treinta años, desde la década que se inició en 1940 hasta 1970, no es capaz de experimentar una nueva recuperación importante.
El Egipto que está siendo testigo de la actual inestabilidad y que no parece saber cómo completar su transición democrática es el mismo Egipto que está preparado para un nuevo ciclo revolucionario. Ni las masas han sido derrotadas ni la crisis resuelta ni la autoridad fue capaz de ser autoritaria; lo que tenemos es un círculo vicioso que va a seguir girando hasta que la nueva oleada revolucionaria choque contra nuestras costas, bien sea mañana o en los próximos años.
Tamer Wageeh es un periodista egipcio de inspiración socialista.
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

sábado, 20 de abril de 2013

Ser o no ser imperialista


CHINA Y UN DILEMA DE DIFÍCIL RESOLUCIÓN


Por Michael Klare*

China busca despegarse de la imagen de los países colonialistas del pasado, pero su insaciable necesidad de materias primas y su creciente influencia en África la colocan en un papel por lo menos ambiguo y complejo,como al prestar ayuda militar a regímenes absolutamente desprestigiados como los de Sudán y Zimbabwe.

bicándose ella misma entre “los países en vías de desarrollo”, China promete a los países del Sur que no reproducirá el comportamiento depredador de las antiguas potencias coloniales. Durante el Foro para la Cooperación entre China y África celebrado en Pekín el 19 de julio de 2012, el presidente Hu Jintao señaló: “China es el más grande de los países en vías de desarrollo, y África el continente que posee el mayor número de éstos. [...] Los pueblos chino y africanos entablan relaciones de igualdad, sinceridad y amistad, y se apoyan mutuamente en su desarrollo común” (1).
Aun cuando esta declaración pueda ser producto de un ejercicio de estilo diplomático, los chinos conservan en la memoria las humillaciones soportadas cuando sufrían el dominio de las potencias europeas y de Japón. Sin embargo, sus dirigentes se encuentran frente a un dilema: para sostener el crecimiento económico (su prioridad), deben obtener de sus proveedores extranjeros cada vez más materias primas, de las cuales el país se volvió muy dependiente tras su despegue económico, en los años 80. Y, para asegurarse un abastecimiento ininterrumpido, se ven envueltos en relaciones con gobiernos a menudo corruptos y autoritarios –el mismo tipo de relaciones que antes que ellos cultivaban las grandes potencias occidentales–.
En efecto, algunos países pobres conocen “la maldición de los recursos naturales”: están gobernados por regímenes autoritarios preocupados por la renta minera y mantenidos en el poder por fuerzas de seguridad generosamente remuneradas. Por su parte, los principales países compradores no escapan a una “maldición de los recursos invertida”, en cuanto se vuelven cómplices de la supervivencia de Estados autocráticos (2). Cuanto más dependen de las materias primas de sus proveedores, más se ven inducidos a asegurar la supervivencia de sus gobiernos.
Este esquema prevaleció en las relaciones entre Estados Unidos y las monarquías petroleras del Golfo, por ejemplo. El presidente Franklin Delano Roosevelt (1933-1945) sentía una profunda aversión por el imperialismo y el feudalismo. Sin embargo, una vez alertado por sus asesores sobre el bajo nivel de las reservas estadounidenses de petróleo y la necesidad de encontrar otra fuente de abastecimiento, aceptó durante la Segunda Guerra Mundial acercarse a Arabia Saudita, por entonces el único productor de Medio Oriente que escapaba al control británico. Cuando Roosevelt se reunió con el rey Abdelaziz Ibn Saud, en febrero de 1945, celebró con él un acuerdo informal: Estados Unidos garantizaría la protección militar del reino a cambio de un acceso exclusivo a su petróleo (3). Aunque sus términos se hayan modificado desde entonces –los yacimientos petrolíferos pertenecen actualmente a la familia real, no a empresas estadounidenses–, dicho acuerdo siguió siendo uno de los pilares de la política de Washington en la región.
La hereje realidad
Si pudiera elegir, Estados Unidos preferiría sin duda comprar sus hidrocarburos a países amigos, estables y seguros, como Canadá, México, Reino Unido u otros miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Pero la dura realidad de la geología se lo impide. La mayoría de los yacimientos se encuentran en África, Medio Oriente y la ex Unión Soviética. Según el gigante British Petroleum (BP), el 80% de las reservas petroleras están ubicadas fuera de la zona OCDE (4). Washington se abastece pues en otras partes, en naciones inestables, interfiriendo en las políticas locales, negociando alianzas con los dirigentes y reafirmando su tranquilidad energética a través de diversas formas de asistencia militar.
A comienzos del siglo XX, para garantizar el control de países ricos en petróleo, carbón, caucho y diversos minerales, y para facilitar su extracción, las grandes potencias imperiales crearon u otorgaron franquicias a gigantescas compañías de derecho público o privado. Después de las independencias, éstas continuaron sus actividades, forjando a menudo relaciones sólidas con las élites locales y eternizando la posición de la que gozaban bajo la administración colonial. Es el caso de BP (antiguamente Anglo-Iranian Oil Company), la francesa Total (fusión de diversas empresas petroleras del Estado) o incluso del Ente Nazionale Idrocarburi (ENI, antiguamente Agenzia Generale Italiana Petroli).
A los chinos, en cambio, les gustaría escapar de ese esquema histórico (5). Durante el último Foro entre China y África, el presidente Hu anunció un préstamo de 20.000 millones de dólares a tres años a los países africanos para la agricultura, la infraestructura y las pequeñas empresas. Los altos responsables chinos evitan toda injerencia en los asuntos internos de los países proveedores. Pero a Pekín le cuesta escapar al engranaje establecido antes que él por Japón y las potencias occidentales.
Hasta 1993, China pudo conformarse con sus propios recursos petroleros. Pero, más tarde, sus compras de oro negro se dispararon, pasando de 1,5 millones de barriles por día en 2000 a 5 millones de barriles por día en 2010, es decir, una suba del 330%. Si las previsiones actuales se confirman, deberían aumentar un 137% de aquí a 2035 para alcanzar 11,6 millones de barriles por día. Con la rápida expansión del parque automotor, algunos analistas predicen incluso, de aquí a 2040, un consumo más o menos equivalente al de Estados Unidos (6). Pero, mientras que este último podría satisfacer dos tercios de sus necesidades (contando con la producción de su vecino Canadá), China sólo cubriría un cuarto de su consumo con sus propios recursos. Deberá pues encontrar el resto en África, Medio Oriente, América del Sur y en los países de la ex Unión Soviética.
Más gas, más cobre, más níquel
Si Pekín mantiene su objetivo de triplicar su producción de electricidad de aquí a veinticinco años, las importaciones de gas, que no existían en 2005, alcanzarán los 87.000 millones de metros cúbicos por día en 2020, principalmente provenientes de Medio Oriente y el Sudeste Asiático, bajo la forma de gas natural licuado (GNL), y de Rusia y Turkmenistán, por gasoducto (7). China podría satisfacer sus necesidades de carbón, pero los cuellos de botella en la producción y el transporte hacen que sea más eficaz económicamente para las provincias costeras, en pleno desarrollo, traerlo desde Australia o Indonesia. Inexistentes en 2009, las importaciones alcanzaron los 183 millones de toneladas dos años más tarde (8). La demanda de minerales importados (hierro, cobre, cobalto, cromo, níquel...), indispensables para la electrónica de punta y la fabricación de aleaciones de alta resistencia, también aumenta.
A medida que esta dependencia se incrementa, la continuación del abastecimiento se impone como la principal preocupación de los dirigentes. “El deber de China –declaró Le Yucheng, viceministro de Relaciones Exteriores– es asegurar una vida decente a sus 1.300 millones de habitantes. Pueden imaginar el desafío que ello representa y la enorme presión que ejerce sobre el gobierno. Creo que nada es más importante. Todo lo demás debe subordinarse a esta prioridad nacional” (9). Fortalecer los lazos con los proveedores internacionales de materias primas se vuelve pues un objetivo central de la política exterior.
Las autoridades son conscientes de los riesgos de interrupción del abastecimiento que pueden generarse como consecuencia de guerras civiles, cambios de régimen o conflictos regionales. Para prevenirse, China, siguiendo el camino trazado desde hace mucho tiempo por los occidentales, se esforzó por diversificar sus fuentes de aprovisionamiento, desarrollar relaciones políticas con sus principales proveedores y adquirir participaciones en los yacimientos de minerales e hidrocarburos. Estas iniciativas cuentan con el apoyo de toda la administración: los bancos del Estado, las empresas nacionales, el cuerpo diplomático y el ejército (10).
En el caso del petróleo, el gobierno presionó a las tres compañías estatales –China National Petroleum Corporation (CNPC), China National Petrochemical Corporation (Sinopec) y China National Offshore Oil Corporation (CNOOC)– para que invirtieran en yacimientos petrolíferos en el extranjero, asociadas con las empresas nacionales locales como Saudi Aramco, Petróleos de Venezuela SA (PDVSA) o la Sociedade Nacional de Combustíveis de Angola (Sonangol). La misma política desarrolla en la industria minera, donde compañías estatales como China Minmetals Corporation (CMC) y China Nonferrous Metals Mining Group (CNMIG) multiplicaron sus inversiones en minas en el extranjero.
“Lubricar” las relaciones
Con el fin de favorecer estas operaciones, los dirigentes realizaron grandes maniobras diplomáticas, a menudo acompañadas de la promesa de ventajas, préstamos a baja tasa de interés, suntuosas cenas en Pekín, proyectos prestigiosos, complejos deportivos y asistencia militar. Otorgaron al gobierno angoleño un préstamo de 2.000 millones de dólares a baja tasa de interés, para “facilitar” la adquisición por parte de Sinopec de la mitad de una perforación offshore prometedora. Prestaron 20.000 millones de dólares a Venezuela para “ayudar” en las difíciles negociaciones entre la CNPC y PDVSA (11). Otros países, entre ellos Sudán y Zimbabwe, recibieron un apoyo militar a cambio del acceso a sus riquezas naturales.
Este tipo de acuerdos empuja inevitablemente a Pekín a implicarse cada vez más en los asuntos políticos y militares de los Estados en cuestión. En Sudán, China, preocupada por proteger las inversiones de la CNPC, fue acusada de ayudar al régimen brutal de Omar Al Bashir proveyéndole a la vez armas y un apoyo diplomático en la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Es el “mayor inversor en Sudán, señalaba el International Crisis Group en junio de 2008. Su voluntad de proteger sus inversiones y garantizar su seguridad energética, combinada con su tradicional política de no injerencia, contribuyó a poner a Sudán al abrigo de las presiones internacionales” (12). Últimamente, los chinos redujeron su apoyo a Al Bashir. Sobre todo, desde la creación del nuevo Estado independiente de Sudán del Sur, donde se encuentra la mayor cantidad de petróleo (13)...
Olvidando tal vez que la propia China no es un modelo de gobierno democrático e incorruptible, se criticó también el apoyo de Pekín a regímenes autoritarios o corruptos tales como los de Irán y Zimbabwe. Además de militar, la ayuda al régimen iraní es diplomática, en particular en Naciones Unidas, donde Teherán fue puesta bajo vigilancia. En Zimbabwe, China habría ayudado al régimen represivo de Robert Mugabe armando y entrenando a sus fuerzas de seguridad, con la esperanza de obtener a cambio tierras cultivables, tabaco, minerales preciosos.
Aun en el caso de países menos aislados en la escena internacional, Pekín tiende a tratar con las empresas nacionales de los gobiernos aliados, contribuyendo inevitablemente a enriquecer a las élites locales antes que al resto de la población, que rara vez se beneficia de los efectos de estos acuerdos. En Angola, se entablaron estrechos lazos con Sonangol, empresa estatal controlada por personalidades cercanas al presidente José Eduardo dos Santos. Si bien los principales directivos de la empresa sacan provecho de ello, la mayoría de los angoleños, en cambio, sobrevive con menos de 2 dólares por día (14). Chevron, ExxonMobil y BP siguen sin embargo ellas también tratando con el régimen angoleño, y con otros similares.
Cambios necesarios
Aunque la naturaleza tiránica o feudal de los regímenes con los cuales trata no le preocupe demasiado, a China le gustaría enmendarse otorgando ayudas a los pequeños agricultores y otros empresarios de las clases menos favorecidas. En las regiones en las que se encuentra muy involucrada, como en África subsahariana, invirtió masivamente en la construcción de ferrocarriles, puertos y oleoductos. Sin embargo, mientras espera algún día beneficiar a otros sectores, esta infraestructura sirve principalmente para satisfacer las necesidades de las compañías mineras y petroleras asociadas.
“A primera vista, el apetito chino por las riquezas naturales aparece como una bendición para África”, estima un informe encargado por la Comisión de Desarrollo del Parlamento Europeo (15). En efecto, Pekín habría contribuido al crecimiento económico del continente. Un análisis profundo revela sin embargo una imagen más contrastada. En 2005, sólo catorce países, todos productores de petróleo y minerales, tuvieron una balanza comercial positiva –principalmente basada en la exportación de materias primas– con China. Treinta, que tienen una balanza comercial deficitaria, ven sus mercados inundados de tejidos chinos y otros bienes de consumo baratos, en perjuicio de los productores locales.
En los intercambios sino-africanos, la brecha entre países ganadores y perdedores se incrementó considerablemente, provocando aquí y allá un vivo resentimiento. El informe concluye: “Para la mayoría de los países africanos, el discurso chino sobre el desarrollo generó grandes esperanzas, pero no creó las condiciones para un crecimiento económico duradero”.
Si China sigue colocando el acceso a las materias primas por encima de todo lo demás, se comportará cada vez más como las antiguas potencias coloniales, acercándose a los “gobiernos rentistas” de los países abundantemente dotados de riquezas naturales, haciendo lo mínimo por el desarrollo general. El presidente sudafricano Jacob Zuma no dejó de señalarlo durante el foro de julio pasado “El compromiso de China con el desarrollo de África”, según él, habría consistido sobre todo en “abastecerse de materias primas”; una situación que considera “insostenible en el largo plazo” (16).
Pero todo cambio significativo en las relaciones comerciales entre Pekín y África –o los países en desarrollo en general– necesitará una transformación profunda de la estructura económica china, un vuelco de las industrias de alto consumo energético hacia producciones más ahorrativas y hacia los servicios, de las energías fósiles hacia las energías renovables. Los dirigentes parecen conscientes de este imperativo: el XII plan quinquenal (2010-2015) hace hincapié en el desarrollo de medios de transporte alternativos, energías renovables, nuevos materiales, biotecnologías y otras actividades propicias para un cambio de esta naturaleza (17). De lo contrario, los dirigentes chinos corren el riesgo de enredarse en relaciones mediocres con los países en desarrollo. 
1.Hu Jintao, “Open Up New Prospects for a New Type of China-Africa Strategic Partnership”, Ministerio de Relaciones Exteriores, Pekín, 19-7-02, www.fmprc.gov.cn/eng
2. Cf. Michael L. Ross, The Oil Curse: How Petroleum Wealth Shapes the Development of Nations, Princeton University Press, 2012.
3. Cf. Blood and Oil, Metropolitan Books, Nueva York, 2004, y Daniel Yergin, The Prize, Simon and Schuster, Nueva York, 1993.
4. “Statistical Review of World Energy”, British Petroleum, Londres, junio de 2012.
5. Léase Colette Braeckman, “Pekín frustra el mano a mano entre África y Europa”, El Atlas IV de Le Monde diplomatique, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2012.
6. “The rise of China and its energy implications: executive summary”, Foro sobre Energía, Baker Institute, Houston, 2011.
7. Cf. “China”, US Energy Information Administration (EIA), Country Analysis Brief, noviembre de 2010, www.eia.gov.
8.. “China to Boost Coal Imports on Wider Price Gap”, Bloomberg, 23-4-12.
9. Le Yucheng, “China’s relations with the world at a new starting point”, discurso pronunciado en el Foro del China Institute for International Studies (CIIS), 10-4-12.
10. “China’s thirst for oil”, International Crisis Group (ICG), Asia Report, Nº 153, 9-6-08.
11. Jeffrey Ball, “Angola Possesses a Prize as Exxon, Rivals Stalk Oil”, The Wall Street Journal, Nueva York, 5-12-05; Simon Romero, “Chávez says China to lend Venezuela $20 billion”, The New York Times, 18-4-10.
12. “China’s thirst for oil”, op. cit.
13.Léase Jean-Baptiste Gallopin, “Amargo divorcio en Sudán”, nota web, junio de 2012, www.eldiplo.org
14. Léase Alain Vicky, “Contestation sonore en Angola”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 2012.
15. Jonathan Holslag et al., “Chinese resources and energy policy in Sub-Saharan Africa”, informe de la Comisión de Desarrollo del Parlamento Europeo, 19-3-07.
16. “Zuma warns on Africa’s trade ties to China”, The Financial Times, Londres, 19-7-12.
17. Léase Any Bourrier, “China, un gigante enfermo de carbón”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2011.
*Este artículo fue tomado de la revista Explorador, publicada en marzo de 2013 por Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
Más información sobre la revista EXPLORADOR aquí.
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, presenta su nueva revista bimestral: EXPLORADOR.
Se trata de una publicación monográfica, única en su tipo en Argentina, cada uno de cuyos números estará dedicado íntegramente a un país o región del mundo.
La revista aborda la realidad de cada país con una mirada múltiple, que enfoca tanto su historia reciente como su política interior e internacional, su economía, su sociedad y su cultura, sus desafíos y sus posibles derivas futuras.
Los artículos están a cargo de especialistas de reconocido prestigio internacional, y se caracterizan por su rigor, su profundidad y su claridad. Están acompañados por un espectacular despliegue fotográfico, mapas, gráficos, estadísticas, fragmentos literarios y testimonios.
El primer número, en los kioscos desde marzo, está consagrado a China.
Los siguientes estarán dedicados a Brasil (mayo); India (julio); Rusia (septiembre); y África (noviembre).
Estará disponible en kioscos y por suscripción, tanto en formato online como impreso, a través de la web de el Dipló:www.eldiplo.org
Lea aquí un adelanto del primer número: "La historia por asalto", por Carlos Alfieri y "Ser o no ser imperialista", por MIchael Klare. 
 

miércoles, 17 de abril de 2013

Iraq: 10 años del 'American way of death' (El modo de muerte norteamericano)

Por Gilberto López y Rivas(El modo de muerte norteamericano) El análisis de los datos es escalofriante sobre lo que la ocupación ha provocado en proporciones dantescas
Dirk Adriaensens, coordinador de la organización SOS Irak, da cuenta en un dramático texto, “2003-2013: resistencia iraquí, guerra sucia estadunidense y remodelación de Oriente Próximo” (www.brussellstribunal.org), de la catastrófica devastación que padece este país ocupado, tras 10 años de iniciada la ilegal e injustificada guerra neocolonial cuyas secuelas no cesan de aparecer. Lejos de alcanzar el propósito anunciado por los militares estadunidenses en sus manuales de contrainsurgencia, de hacer de Irak un ejemplo de la "construcción de naciones" a partir de la "democracia" impuesta por invasores, y modelo para la reconfiguración de Medio Oriente, tenemos una población diezmada, un Estado desmantelado y casi en ruinas, un gobierno colaboracionista y, lo que nadie podía imaginar, la reafirmación del nacionalismo iraquí y la resistencia política y armada en medio del caos, la muerte y el colapso del que fue el país más próspero y progresista de la región, que tuve oportunidad de conocer en 1989. Irak es la evidencia de lo que realmente resulta de las guerras "humanitarias" del imperialismo mundial encabezado por Estados Unidos.
Adriaensens señala que, tal como preveían los integrantes de un grupo de más de 200 economistas opuestos a la guerra (Ecaar, Economists Allied for Arms Reduction), entre ellos siete premios Nobel, los costos de la guerra, calculados en 3 millones de millones de dólares por Joseph E. Stiglitz en su libro The three trillon dollar war (2008) –sin contar en este balance el diagnóstico, tratamiento e indemnización de los veteranos inválidos–, han sumido a Estados Unidos y el resto del mundo en una profunda crisis económica, señalando claramente las limitaciones y aberraciones del poder estadunidense.
Nuestro autor sostiene que la guerra fue ilegal según el derecho internacional, a partir de hechos probados a una década de iniciada la guerra: 1) NO había armas de destrucción masiva; 2) NO existía ninguna relación con los terroristas de Al Qaeda, y 3) la guerra NO llevó la democracia a Irak. Fue una guerra de agresión que no contaba con la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU y que tampoco podía ser considerada de autodefensa, porque Irak no estaba atacando a Estados Unidos ni planteaba una amenaza inminente. A la luz del derecho internacional, Estados Unidos es culpable de supremo crimen de lesa humanidad. Fue una guerra de agresión y conquista neocolonial contra un país soberano integrante de la ONU.
Se pregunta Adriaensens: ¿qué ha dado Estados Unidos a los iraquíes? Pues una versión extrema y brutal del neoliberalismo de Milton Friedman: desregulación, privatización de entidades públicas y recortes de los servicios estatales, en un momento en que el auge del neoliberalismo estadunidense e internacional ha coincidido con el apogeo de Estados Unidos como potencia militar dominante mundial. Transcribiendo al columnista de The New York Times Thomas Friedman, Adriaensens destaca: "La mano oculta del mercado nunca funcionará sin el puño oculto".
En palabras del investigador: “Estados Unidos ha creado un imperio global en el que ofrece dos opciones a los países: o aceptan o se les destruye… Esta es la razón por la que Irak no sólo tuvo que ser invadido militarmente, sino también destruido… porque se posicionaba de forma completamente contraria al modelo neoliberal del Banco Mundial y el FMI… Irak era un acérrimo Estado antiliberal: se negaba rotundamente a ser… cliente de Estados Unidos y había cerrado a los inversores corporativos, estadunidenses o de otros lugares, su participación en cualquiera de los mercados tras las sanciones (que le habían sido impuestas): agricultura, sanidad, educación, industrias, etcétera […] restringir (y ya no digamos excluir) de sus mercados a las corporaciones estadunidenses hubiera sido razón suficiente para que Estados Unidos emprendiera acciones decisivas”.
Acertadamente se aduce que otra de las razones para invadir Irak es la naturaleza guerrerista del capitalismo: "Para el complejo de la industria militar, para la economía de los Bush, Cheney, Rice, Rumsfeld, etcétera, para la economía de las sociedades del petróleo y de los fabricantes de armas, para la economía de los estadunidenses ricos que poseen acciones en estos emporios y corporaciones, esta guerra, como las guerras en general, constituye algo verdaderamente maravilloso porque se embolsarán los beneficios que tan profusamente generan las guerras... (mientras) la muerte y el desastre los padecerán otros".
Examinemos los saldos de la guerra y la ocupación de Irak: más de un millón 450 mil muertos, de acuerdo con un estudio científico sobre las muertes violentas ("Just foreign policy, Iraq deaths"). Dos millones 700 mil desplazados internos y dos millones 200 mil refugiados, la mayoría de ellos en estados vecinos; 83 por ciento de esos desplazados son mujeres y niños y la mayoría de los niños son menores de 12 años. La tasa de mortalidad infantil ha aumentado 150 por ciento desde 1990, cuando Naciones Unidas impuso sanciones al país. En 2007 había 5 millones de huérfanos. El 70 por ciento de los iraquíes no dispone de agua potable. El 80 por ciento carece de condiciones higiénicas. Más de 8 millones de iraquíes requieren de ayuda humanitaria. En el Informe Mercer sobre calidad de vida, que abarca resultados respecto a la ciudad más habitable, Bagdad aparece en el último lugar, como la menos habitable del planeta, debido a la aniquilación a manos del ejército estadunidense del sistema de plantas de tratamiento de aguas residuales, de fábricas, escuelas, hospitales, museos y centrales eléctricas.
El análisis de los datos es escalofriante sobre lo que la ocupación ha provocado en proporciones dantescas: desocupados, desaparecidos, presos sin juicio, víctimas de torturas y tratos degradantes, población urbana malviviendo en cinturones de miseria, discapacitados físicos y mentales, enfermos por las municiones de uranio empobrecido, víctimas de los bombardeos y atentados, etcétera. Y aun así, el pueblo de Irak, digno, ¡resiste!
La Jornada

martes, 16 de abril de 2013

Un balance tras dos años de levantamientos en los países árabes

x Mehrash La actitud de Occidente en relación a los países que vivieron estos procesos muestra que el único objetivo que rige su accionar es la búsqueda continua de dominio
Teherán.- En febrero de 2013 se cumplieron dos años del inicio de una serie de intensos movimientos en los países árabes del norte de África y Medio Oriente. Estos procesos significaron un quiebre en las políticas nacionales de la región cuyos efectos continúan teniendo repercusiones hasta la actualidad.
El 11 de febrero de 2011, el levantamiento del pueblo egipcio puso fin a las tres décadas de la dictadura encabezada por Hosni Mubarak. El 14 de febrero de ese mismo año, los Bahreiníes iniciaron un movimiento de unidad y pacífico contra el rey Al Jalifa para exigir el cumplimiento de sus derechos más elementales cercenados por la monarquía. En simultáneo, en Arabia Saudita, en particular los árabes de la región de Qatif, han exigido cambios en la estructura política de su país. El 16 de febrero, los habitantes de Yemen comenzaron las protestas contra el régimen autoritario de Ali Abdula Saleh que lleva tres décadas y demandaron la formación de un gobierno democrático. El 17 de febrero comenzaron en Libia los movimientos civiles y militares con el objetivo de derrocar a Muamar el Gadafi.
Pasados dos años del inicio de estos movimientos en los países mencionados, el desarrollo de los procesos políticos en cada uno ha sido dispar, aunque el eje de las reivindicaciones fue similar. Pueden destacarse los esfuerzos para acabar con gobiernos impopulares; el énfasis en la aplicación de la Sharia islámica dentro de la estructura política y social del país; la oposición al régimen sionista y el objetivo de acabar con la hegemonía occidental en la región.
Estas movilizaciones masivas se han encontrado con la resistencia de Occidente, debido a que las reivindicaciones de las protestas organizadas eran contrarias a los intereses de los EE.UU. y Europa para la región. Con el paso del tiempo y el análisis de estos procesos, se hicieron visibles las diferentes medidas tomadas por Occidente para contrarrestar las manifestaciones populares.
En primer lugar debe señalarse que a partir de las protestas surgidas en febrero de 2011, Occidente modificó su estrategia geopolítica en la región. Antes de ese momento, las potencias occidentales mantenían una estrategia unificada para ejercer su poder en todos los países árabes de esta zona del globo. Luego de las movilizaciones, desde los EE.UU. y Europa se desplegaron nuevos repertorios de dominación que incluyeron la participación activa en los enfrentamientos de los manifestantes contra los gobiernos dictatoriales; la realización de ataques militares en los países en conflicto con el pretexto de proteger a su población; el derrocamiento de los regímenes impugnados y el apoyo a la creación de gobiernos emergentes subordinados a su voluntad.
En la actualidad, la estrategia de Occidente para imponerse en la región se organiza en torno a diferentes ejes. En algunos países como Libia y Yemen, se utilizó la opción militar. En el caso de Libia, los ataques comenzaron bajo el pretexto de derrocar a Gadafi para después continuar, como excusa renovada, el combate contra Al Qaeda. En cuanto a Yemen, allí también la presencia militar fué en aumento con el argumento de la “guerra contra el terrorismo.” Mientras tanto, en países como Bahréin y Arabia Saudita, cuyos regímenes cuentan a los EE.UU. como su aliado, Occidente se ha abstenido de participar directamente de las acciones armadas y se ha deslindado la tarea represiva en Al Jalifa y Al Saud.
Por el contrario, el caso de Egipto no le permitió a las potencias occidentales desarrollar ninguna de las estrategias anteriores. Por ello las medidas implementadas en este país estuvieron relacionadas con el sostenimiento de la crisis política. De este modo, buscaron que el gobierno resultante luego del derrocamiento de Mubarak se viera imposibilitado de tomar el control del país debido a la inestabilidad política y social.

La actitud de Occidente y en particular de los EE.UU. en relación a los países que vivieron estos procesos muestra que el único objetivo que rige su accionar es la búsqueda continua de dominio sobre los países árabes. La vía principal para asegurar esta hegemonía es la militar. En el caso de países como Libia y Yemen donde Occidente no contaba con bases propias en el territorio, el método utilizado fue la ocupación militar.
En Libia, los EE.UU. fueron inventando nuevos pretextos para extender la permanencia de sus tropas. Al principio fue el asesinato de Gaddafi. Una vez muerto el líder libio se apeló a la lucha contra Al Qaeda, y cuando ese argumento parecía poco creíble, la justificación fue la necesidad de entrenar las tropas militares libias. En este contexto, cabe mencionar las sospechas sobre los ataques sufridos en las embajadas occidentales, y especialmente el asesinato del embajador estadounidense. La historia reciente permite dudar sobre el origen de estas agresiones, las cuales parecen más bien responder a un “pretexto estadounidense” para justificar la presencia militar en el país árabe.
En el caso de Yemen, a pesar de que los EE.UU. gozaban de una posición hegemónica en el país, los norteamericanos no contaban con presencia militar en ese territorio. Por tal motivo, la potencia imperialista optó por apoyar la asunción del vicepresidente Ali Abdulah Sale, Mansur al-Hadi, como medio para asegurar su dominio. Aun así, a pesar de haber conseguido sostener su influencia en el país árabe, los EE.UU. están operando para impedir la desintegración de Yemen y poder desembarcar sus tropas en ese lugar, una vez más con el pretexto de luchar contra la organización Al Qaeda.
Distinta es la situación en Bahréin y Arabia Saudita. Allí los Estados occidentales, principalmente EE.UU., cuentan con bases militares y están aliados con los gobiernos locales. Por ello las actuaciones de los países occidentales tendieron a deslegitimar los levantamientos populares y apoyar a los monarcas cuestionados por las manifestaciones.
De este modo, puede apreciarse la ambivalencia de Occidente ante las movilizaciones iniciadas en febrero de 2011 según su propia posición en el contexto local de cada país. En los casos de Libia, Egipto, Túnez y Yemen, las potencias imperialistas han posibilitado los levantamientos contra los gobiernos locales en función de crear o recuperar una situación favorable a sus propios intereses. Por el contrario, en los casos de Bahréin y Arabia Saudita las acciones tendieron a apoyar las estructuras políticas de los regímenes subordinados a su voluntad.
La situación en Bahréin y Arabia Saudita deja expuestos los objetivos imperialistas de los EE.UU. y Europa en la región. Los levantamientos populares en estos países hacen hincapié en la integración y en el impedimento de las actividades de Al Qaeda. Estas posiciones limitan la posibilidad de Occidente de apelar a la lucha contra el terrorismo o contra la desintegración del país para instalar sus fuerzas militares. Por otra parte, los países occidentales han intentado ocultar los levantamientos de los pueblos bahreiníes y sauditas ante la opinión pública del mundo, así como las respuestas represivas contra estas manifestaciones.
Desde los EE.UU. y Europa han colaborado con las autoridades de estos dos países en las áreas de armamento e inteligencia. Sin embargo, paralelamente se han visto obligados en los últimos meses a manifestar algunas posturas críticas en torno a las violaciones a los derechos humanos que sucedieron como respuesta a las protestas populares. Estas declaraciones no tuvieron por objetivo apoyar a los pueblos en lucha de Arabia Saudita y Bahréin, sino aliviar la tensión creciente en torno a los gobiernos para poder asegurar su continuidad, dado que consideran de vital importancia la existencia de estos aliados de Occidente en la región para poder garantizar su dominación política y militar.

La guerra siria también se libra en el Líbano


Cuarto Poder

La línea imaginaria que separa Siria del Líbano no sería perceptible de no ser por los flamantes todoterrenos sin matrícula que patrullan la frontera. Los cristales tintados impiden ver cuántos hombres circulan a bordo de los mismos, hasta que la presencia de un coche desconocido les hace dar bruscamente el alto. Entonces asoman sus rostros sombríos: tras reparar en la presencia de un miembro del clan Jaafar a bordo, sonríen, se relajan y se despiden oscilando la mano. “Están patrullando”, aclara Ahmed Jaafar, cuya mirada escruta inquieta los movimientos del otro lado de la presa del río Assi (Orontes), ya situada en territorio sirio. “Nosotros somos los únicos que nos encargamos de la vigilancia de la frontera”.
El hecho de que sean civiles armados quienes ‘vigilen’ la demarcación en la remota región libanesa de Hermel, una provincia chií dominada por tradiciones ancestrales y leyes tribales, mientras dos soldados dormitan en sendas casetas militares es un signo explícito de quién controla esta zona limítrofe y esta provincia, considerada feudo de Hizbulá. El último puesto de control del Ejército libanés quedó kilómetros atrás, en la provincia de Bekaa, concretamente en la localidad de Labweh, escenario de secuestros sectarios que hacen temer un contagio del conflicto sirio en tierra libanesa.
Aquí, en el lejano Hermel, no se aplican las reglas ni las prioridades del resto del país. Al Qasr es un pueblo de mujeres y niños, muchos de ellos refugiados procedentes de Siria, donde los hombres se turnan para atravesar la frontera y combatir contra los rebeldes suníes en lo que ellos consideran legítima defensa. También es un inquietante recuerdo de Siria y del potencial de desestabilización que tiene la guerra civil sobre el Líbano, dado que a pocos kilómetros al este, la localidad suní libanesa de Ersal se ha convertido en la némesis de Al Qasr: allí quienes combaten son suníes y, su principal objetivo, son los simpatizantes de Hizbulá que, según les acusan aquéllos, protegen con sus armas la dictadura de Bashar Assad.
“Nos atacan los salafistas y los miembros del Ejército Libre de Siria. Ya son cinco las veces que nos ha bombardeado el ELS [Ejército Libre de Siria]: la última, hace unos 20 días”, se remueve en su asiento Ahmed Jaafar, miembro de uno de los clanes más temidos del Líbano y portavoz de la familia chií en esta localidad de Hermel, la provincia libanesa donde se concentra la mayoría de la tribu. Eso explica a su juicio que unos “600 o 700” hombres libaneses hayan reforzado a sus familiares del lado sirio de la frontera “a modo de defensa personal. Antes había Ejército [sirio], pero ahora están ocupados y su presencia es tan pequeña que nos hacemos cargo nosotros de la defensa de nuestras localidades”.
Se refiere a 25 aldeas libanesas chiíes que, tras el Acuerdo Sykes Picot que dividió Oriente Próximo, quedaron en territorio sirio con 30.000 ciudadanos libaneses en su interior. Pese a vivir gobernados por Siria, sus habitantes son libaneses, no esconden sus abiertas simpatías por Hizbulá [socio regional de la dictadura de Damasco] y se alzaron en armas hace más de un año para “defender nuestras casas” de los rebeldes suníes. “Estamos asistiendo a una limpieza étnica de chiíes”, dice Ahmed ante el asentimiento de sus familiares. “El primer año, hacíamos vida normal. Hubo una revolución, la gente tenía derecho a exigir sus derechos. El problema llegó cuando los salafistas, que crearon una guerra civil y étnica, intentaron meterse en nuestras aldeas”.
Ese fue el momento en el que las familias que residen en las aldeas fronterizas chiíes –unas 50 familias, según los cálculos de Ahmed Jaafar- enviaron a las mujeres y los niños del lado libanés de la frontera para alzarse en armas.“Hacemos relevos a diario. La idea es tener 30 hombres apoyando las posiciones que ya existen en cada aldea”, detalla. “Si hay un problema puntual, podemos movilizar hasta a 20.000 hombres”, prosigue, sentado con las piernas cruzadas, mientras consume su cigarrillo entre grandes caladas. Jaafar recuerda que su clan controla una franja de terreno que intenta abarcar con un vasto movimiento del brazo. “Desde la frontera siria hasta Akkar: 65 kilómetros de ancho por 40 kilómetros de largo”. Según el patriarca del clan, Yasin Jaafar, la familia está compuesta por 50.000 hombres en todo el Líbano –y unos cientos en territorio sirio, en las 25 aldeas en disputa- que pueden ser movilizados de sentirse amenazados. La mayor parte está armada, y algunos están vinculados a actividades ilegales como el tráfico de drogas, lo cual ha generado un aura de temor hacia el clan en el Líbano: aún se recuerda la venganza tras la ejecución de uno de sus miembros, tras una emboscada militar, que acabó con la muerte de los cuatro uniformados implicados.
En los combates que se libran en territorio sirio, entre 7 y 8 miembros de los Jaafar han perdido la vida, según admite Ahmed. Son, al menos, decenas los combatientes chiíes que han perecido en suelo sirio a juzgar por los funerales que se celebran en el país del Cedro: los últimos murieron en Quseir, situada a sólo 12 kilómetros de Al Qasr, reducto del ELS y donde activistas y combatientes denuncian la presencia de milicianos de Hizbulá en apoyo del régimen. Sin embargo, la política oficial de Hizbulá habla de ‘disociación’ de la guerra siria, una vaga definición que pretende alejar al movimiento chií libanés del conflicto sectario que devora el país vecino pero en el que, al mismo tiempo, se ha implicado activamente. El secretario general, Hassan Nasrallah, ha admitido que simpatizantes de su movimiento están combatiendo en Siria “a título personal” al ser residentes de las citadas aldeas chiíes y rechaza que el Partido de Dios intervenga en la guerra siria, aunque son cada vez más los testimonios que señalan una implicación militar masiva: el último, el retorno del cadáver de un combatiente de Hizbulá presuntamente muerto en la mezquita de Saida Zeinab, un venerado santuario chií de Damasco que se presume estar siendo defendido por la milicia libanesa. Según el secretario general del Partido de Dios,”hasta el momento no hemos luchado junto al régimen sirio. No nos ha pedido que lo hagamos. Si llega el día en que nuestra responsabilidad nos exige luchar en Siria, no vamos a ocultarlo”
De unos 50 años, Ahmed se declara miembro de Hizbulá “con el corazón” pero asegura no estar siguiendo instrucciones del partido al tomar las armas. “Ayudamos a nuestros vecinos y familiares del otro lado de la frontera a defenderse con las armas que siempre hemos tenido”, señala Ahmed Jaafar. Su cuñado, de la familia Nasseridin –también presente y activa militarmente en las aldeas libanesas de Siria-, señala que las armas pesadas “aún siguen guardadas”.
Ali Jamal, más conocido entre los suyos como Abu Mohamed, sí admite estar siguiendo las órdenes del movimiento de Nasrallah. Este agricultor de 39 años nació en Zeita, una de las 25 villas libanesas que quedaron del lado sirio, y allí ha transcurrido toda su vida: sin embargo, muestra con orgullo sus carnés libaneses, desde el DNI hasta la tarjeta militar que certifica en sirvió en las Fuerzas Armadas del Líbano. “Los hombres atravesamos la frontera por turnos para pasar el día con nuestras familias en Líbano y regresamos por la noche a vigilar. Mi problema es que soy miembro de Hizbulá y Hizbulá me pide que sólo me defienda: si no, combatiría con el régimen”, afirma en el amplio patio de la casa que, asegura, ha sido cedida por Hizbulá para él y los suyos así como otras tres familias de refugiados. “Las instrucciones que nos han dado son no meternos con nadie: si nos atacan los salafistas podemos defendernos; si no lo hacen, no podemos atacarles”.
“El problema no son los sirios, sino los extranjeros”, dice Ali Jamal ante la mirada atenta de tres mujeres de la familia, que escuchan recostadas en la pared, a una distancia prudencial de los hombres. El hombre explica que en Zeita, con una población de 1.200 personas, hoy hay entre 500 y 700 combatientes, entre ellos un centenar de suníes a los que sólo les mueve la defensa de sus casas. “Comemos juntos, vivimos juntos, combatimos juntos… Si una de las aldeas se siente amenazada, los combatientes acudimos unidos en su defensa”, prosigue el agricultor libanés residente en Siria. Afirma que, en su aldea, unos 35 combatientes han muerto. También que los peores combates duraron tres días y les enfrentaron contra la localidad de Sarja, “tomada por los salafistas”.
Las fuertes explosiones sacuden la tierra a medida que avanza la conversación en esta casa rural de Al Qasr, situada a apenas dos kilómetros de la frontera. Abu Mohamed se levanta y señala los arañazos dejados por la metralla en el edificio. Es el resultado de uno de los proyectiles lanzados por el ELS contra Al Qasr, alcanzada por ataques de los rebeldes sirios en al menos dos ocasiones este año. Previamente, responsables del ELS habían amenazado con atacar a Hizbulá en territorio libanés en respuesta a su intromisión a favor del régimen, pese a que la potencia militar del Partido de Dios chií es indiscutible en el interior del Líbano. Ahora, la guerrra entre suníes y chiíes parece librarse a golpe de secuestro entre los habitantes de Hermel y los de Ersal, la localidad suní enclavada en la marea chií de la Bekaa, vía natural entre Quseir y Líbano, donde se hace progresivamente fuerte el ELS. Allí también hay bombardeos procedentes de Siria, sólo que son responsabilidad del régimen, que dice tener como objetivo a combatientes y traficantes de armas. Los ataques con proyectiles sirios en suelo libanés también afectan a la norteña provincia de Akkar, en una ampliación del conflicto sirio en Líbano.
“[Hermel y Ersal] son una zona de conflicto constante”, explica el periodista libanés Ali Al Amine“El conflicto no cesará aquí. El ELS ve Hermel como la puerta de entrada de Hizbulá en Siria, y Hizbulá y el régimen de Damasco ven a Ersal como puerta de entrada para los combatientes anti-régimen”. Por el momento, el conflicto sectario se dirime a golpe de secuestro: tras la captura de un miembro del clan Jaafar en Ersal –del que la tribu culpa a los residentes de la localidad suní, si bien parece que fue ejecutado por grupos radicales islamistas relacionados con la guerra siria-, los Jaafar respondieron con una decena de capturas a las que siguieron varias liberaciones. En plena negociación para poner fin a la crisis, el pasado martes otros tres miembros de la tribu Jaafar eran secuestrados por residentes de Bireh, en la provincia de Akkar, en una nueva vuelta de tuerca del conflicto. No es la primera crisis de secuestros en esta región: el año pasado, la captura de un Jaafar en territorio sirio fue replicada con 25 secuestros de ciudadanos sirios. Terminaron siendo intercambiados.
En su residencia beirutí, el líder del poderoso clan chií, Yasin Jaafar, afirma estar haciendo delicados malabarismos para evitar que la tensión lleve a mayores. “Nuestros secuestros son una reacción a sus secuestros”, asevera. “Si hubiese un Estado real en el Líbano, si funcionasen las instituciones, no tendría que preocuparme de estas cosas”, añade el hombre, original de Hermel, ante la atenta mirada de su familia y asistentes. Yasin Jaafar desvela que tanto Hizbulá como Mustaqal –principal facción suní del Líbano- le han pedido que haga esfuerzos para contener a su familia y evitar así que se propague el conflicto entre chiíes y suníes. “Hay una voluntad política de prevenir la fitna [enfrentamiento religioso]”, añade. “Si quisiéramos un conflicto sectario mandaríamos a miles de hombres a Ersal”, señala Ahmed Jaafar desde la residencia de su hermana en Al Qasr.
Es difícil saber si los miembros del poderoso clan en el valle de Hermel se sienten más obligados por las órdenes que imparten sus líderes o por las instrucciones de Hizbulá. “Yo haré lo que me pida Hizbulá. Cualquier cosa, menos retirarme de mi tierra”, aduce Abu Mohamed mientras los ecos de la artillería resuenan frente a su casa. “Si me pide que muera, lo haré, pero en mi tierra. Y si en cualquier momento Bashar nos pide que le defendamos, lo haremos hasta la muerte”.