POR EZEQUIEL ADAMOVSKY HISTORIADOR (UBA, CONICET)
El representante de una fundación alemana argumentó en esta misma sección el miércoles que el liberalismo debe dejar de sonar a “mala palabra”, ya que es el “espíritu” de la democracia. Nada más alejado de la realidad. Los liberales han sido participes y defensores de innumerables regímenes dictatoriales por todo el mundo. Esto no es casual, está en su naturaleza.
El liberalismo ha sido históricamente enemigo del gobierno del pueblo.
Hasta mediados del siglo XIX, la corriente que en Europa se llamaba “liberal” estaba en contra de la ampliación del derecho al sufragio. De hecho, la problemática que le dio origen como tradición intelectual fue, precisamente, la del modo de limitar los alcances de la soberanía popular.
El liberalismo nació en tiempos del advenimiento de la modernidad, que vino de la mano de un descubrimiento revolucionario. Las leyes de este mundo pertenecen a este mundo, no emanan ni de Dios ni de ningún plano trascendente. El potencial democrático de este descubrimiento era enorme, porque significaba que las leyes legítimas surgían sólo de la decisión de cada comunidad.
Comprendiendo la amenaza que eso significaba, el liberalismo surgió como una adaptación a los tiempos.
Aparentó apoyarse en los preceptos de la modernidad, pero sólo para reintroducir por la ventana un nuevo plano trascendente.
Propuso que hay “derechos naturales” que poseen los individuos antes de vivir en sociedad, por lo que ninguna comunidad puede siquiera discutirlos. Entre ellos, la propiedad privada y, con ella, la potestad de usufructuarla y ampliarla sin ser molestado por regulaciones legales. Luego, diseñó todo un andamiaje institucional formado por la división de poderes, los legislativos con cuerpos altamente selectivos, la máxima autoridad judicial “protegida” de la voluntad popular y dispositivos para asegurarse que los gobiernos nunca pudieran amenazar la desigualdad.
Sólo entonces, a regañadientes y por presión de la política callejera, los liberales fueron aceptando la posibilidad de que todos los ciudadanos tuvieran derecho al voto. Así surgió el sistema político en el que hoy vivimos, la “democracia liberal” –un oxímoron para un habitante de principios del siglo XIX–, que no significa el gobierno del pueblo, sino que designa apenas un mecanismo para la selección de algunas autoridades con atribuciones que nunca alcanzan a arañar el núcleo duro de la desigualdad. Cada tanto, sin embargo, las dinámicas electorales o las luchas populares se las arreglan para abrir escenarios en los que los basamentos de la desigualdad son puestos en cuestión.
No es extraño –más bien la norma– que cuando eso sucede, los liberales promuevan regímenes de facto o intervenciones que “corrijan” el curso mediante la violencia y la arbitrariedad.
La del liberalismo no es “mala prensa”: es una reputación bien ganada.
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