lunes, 18 de febrero de 2013

El abuso del “choque de civilizaciones”


Edición Nro 164 - Febrero de 2013




Trabajador iraní frente al puerto petroquímico de Mahshahr, 27-12-04 (Morteza Nikoubazi/Reuters)
UN ANÁLISIS PROFANO DE LOS CONFLICTOS
Por Georges Corm

Víctima de análisis polarizados y reduccionistas, el mundo árabe parece reducirse a la lucha entre sunnitas y chiitas. Sin embargo, desde Bahrein hasta el Líbano, los conflictos se encuentran anclados en una realidad social más vasta y profunda que los grandes medios de comunicación ya no se preocupan demasiado en comprender.
Cambiamos de época. Al período en que se condenaba, en Occidente, la subversión comunista fomentada por Moscú y se celebraba, en Oriente, la lucha de clases y el antiimperialismo le sucedió el que convoca a las luchas de comunidades religiosas o étnicas, e incluso tribales. Este nuevo estilo de lectura cobró una fuerza excepcional desde que el politólogo estadounidense Samuel Huntington popularizara, hace más de veinte años, la noción de “choque de civilizaciones”, explicando que las diferencias de valores culturales, religiosos, morales y políticos eran fuente de numerosas crisis. Huntington no hacía más que resucitar la vieja dicotomía racista, popularizada por Ernest Renan en el siglo XIX, entre el mundo ario, supuestamente civilizado y refinado, y el mundo semita, considerado anárquico y violento.
Esta invocación de “valores” alienta a un retorno a las identidades primarias que las grandes y sucesivas olas de modernización habían hecho retroceder y que, paradójicamente, son bien recibidas nuevamente con la globalización, la homogeneización de los modos de vida y de consumo, o incluso los cambios sociales provocados por el neoliberalismo, del que son víctimas amplios sectores de la población mundial. Permite una movilización de la opinión pública a escala internacional en favor de una u otra de las partes en conflicto, movilización fuertemente ayudada por la permanencia de ciertas tradiciones universitarias impregnadas de un esencialismo cultural heredado de las visiones coloniales. 

Mientras que el liberalismo laico a la europea y la ideología socialista, que se expandieron fuera de Europa, parecen haberse desvanecido, los conflictos se reducen a su dimensión antropológica y cultural. Pocos periodistas o universitarios se preocupan por mantener un marco de análisis de politología clásica, que tenga en cuenta los factores demográficos, económicos, geográficos, sociales, políticos, históricos y geopolíticos, pero también que contemple la ambición de los dirigentes, las estructuras neoimperiales del mundo y la voluntad de reconocimiento de la influencia de potencias regionales.

En general, la presentación de un conflicto se abstrae de la multiplicidad de factores que generaron su desencadenamiento. Se contenta con distinguir entre “buenos” y “malos” y caricaturizar los desafíos. Los protagonistas se verán designados por su afiliación étnica, religiosa y comunitaria, lo que supone una homogeneidad de opiniones y comportamientos en el seno de los grupos así designados. 

Los indicadores de este tipo de análisis surgieron durante el último período de la Guerra Fría. Fue así que en el largo conflicto libanés, entre 1975 y 1990, los diversos actores fueron clasificados en “cristianos” y “musulmanes”. Se suponía que la totalidad de los primeros adherían a una agrupación denominada Frente Libanés, o al partido falangista, formación derechista de la comunidad cristiana; los segundos se agrupaban en una coalición denominada “palestino-progresista”, luego “islamo-progresista”. A esta presentación caricaturesca no le preocupaba el hecho de que numerosos cristianos pertenecieran a la coalición antiimperialista y antiisraelí, y apoyaran el derecho de los palestinos a realizar operaciones contra Israel desde el Líbano, mientras que muchos musulmanes se opusieran a ello. Además, el problema planteado en el Líbano por la presencia de grupos armados palestinos, y por las represalias israelíes violentas y masivas que sufría la población, eran de naturaleza profana, sin relación alguna con los orígenes comunitarios de los libaneses.

Durante el mismo período, se produjeron otras manipulaciones de las identidades religiosas que no fueron en absoluto denunciadas por los analistas especializados y los grandes medios de comunicación. Así, la guerra de Afganistán, provocada por la invasión soviética de diciembre de 1979, debía dar lugar a una movilización masiva del “Islam” contra invasores calificados de ateos, y ocultar la dimensión nacional de la resistencia. Miles de jóvenes musulmanes de todas las nacionalidades, pero principalmente árabes, fueron arrastrados y radicalizados bajo la dirección estadounidense, saudí y paquistaní, creando así el contexto favorable para el desarrollo de una internacional islamista yihadista que aún perdura.

Además, la revolución iraní de enero-febrero de 1979 generó un malentendido geopolítico importante, al pensar las potencias occidentales que lo mejor, para suceder al Shah y evitar un gobierno de tinte burgués nacionalista (según el modelo de la experiencia encabezada por Mohammad Mossadegh a comienzos de los años 1950), o socializante y antiimperialista, sería la llegada al poder de dirigentes religiosos. El ejemplo de dos Estados muy religiosos, Arabia Saudita y Pakistán, estrechamente aliados a Estados Unidos, les hizo presumir que Irán sería también un socio fiel y decididamente anticomunista.

Más tarde, el esquema de análisis cambió. La política antiimperialista y pro palestina de Teherán fue denunciada como “chiita”, antioccidental y subversiva, en oposición a una política sunnita calificada de moderada. Suscitar una rivalidad entre sunnitas y chiitas, y accesoriamente entre árabes y persas –trampa en la cual Saddam Hussein cayó de cabeza al atacar a Irán en septiembre de 1980–, devino una preocupación importante para Estados Unidos, más aun tras el fracaso de su invasión a Irak en marzo de 2003, que desembocaría finalmente en un aumento de la influencia iraní (1).

Actualmente, toda una literatura política y mediática invoca el peligro representado por una media luna llamada “chiita”, constituida por Irán, Irak, Siria y el Hezbollah libanés, que intentarían desestabilizar al islam sunnita, practicarían el terrorismo y serían impulsados por la voluntad de eliminar al Estado de Israel. Nadie piensa en recordar que la conversión de una parte de los iraníes al islam chiita sólo se remonta al siglo XVI, y que fue alentada por la dinastía de los safávidas para oponerse mejor al expansionismo otomano (2). Fingen también ignorar que Irán fue siempre una potencia regional importante, y que el régimen no hace más que continuar, con nuevos ropajes, la política de grandeza del Shah, que pretendía ser el gendarme del Golfo, y que también tenía fuertes ambiciones nucleares, alentadas entonces por Francia. A pesar de estos datos históricos profanos, todo, en Medio Oriente, se analiza actualmente en términos de “sunnitas y chiitas”.


Sin matiz


Desde el desencadenamiento de las revueltas en el mundo árabe, a comienzos de 2011, el juego de la simplificación continúa. En Bahrein, los manifestantes son descriptos como “chiitas” manipulados por Irán contra los gobernantes sunnitas. Lo que significa olvidar a los ciudadanos de confesión chiita partidarios del poder vigente, así como a aquellos de confesión sunnita que simpatizan con la causa de los opositores. En Yemen, la revuelta huti (3) de los partidarios de la dinastía real que gobernó durante mucho tiempo ese país, no es vista sino como un fenómeno “chiita”, debido exclusivamente a la influencia de Irán.

En Líbano, a pesar de la oposición que puede suscitar en el seno de la comunidad chiita, y, a la inversa, de la popularidad que adquirió frente a numerosos cristianos y musulmanes de diversas confesiones, incluyendo a sunnitas, el Hezbollah es considerado un simple instrumento en manos de la ambición iraní. Olvidan que este partido nació de la ocupación por parte de Israel, entre 1978 y 2000, de una amplia parte del sur del país, poblada mayoritariamente por chiitas; ocupación que habría seguramente perdurado sin su encarnizada resistencia.

Por otra parte, que el Hamas en Gaza sea un mero producto “sunnita”, surgido de la esfera de influencia de los Hermanos Musulmanes palestinos, apenas incomoda a los analistas que defienden el sunnismo “moderado”: este movimiento debe denunciarse, ya que las armas provistas son de origen iraní y están destinadas a levantar el bloqueo del territorio por parte de Israel.

En síntesis, el matiz está ausente en todas partes. Las situaciones de opresión o de marginalidad socioeconómicas fueron silenciadas. La ambición hegemónica de las partes en conflicto no existe: hay potencias benéficas y otras maléficas. Comunidades con opiniones y comportamientos diversos son caracterizadas mediante generalidades antropológicas huecas y esencialismos culturales estereotipados, aun cuando éstas vivieron durante siglos en una fuerte interpenetración socioeconómica y cultural.


Una región atormentada


Nuevos conceptos invadieron los discursos: en Occidente, los “valores judeocristianos” sucedieron a la invocación de naturaleza laica de raíces “grecorromanas”. Del mismo modo, la promoción de “valores, especificidades y costumbres musulmanas”, o “arabo-musulmanas”, sucedió a las reivindicaciones antiimperialistas, socializantes e “industrializantes” del nacionalismo árabe de inspiración laica, que durante mucho tiempo había dominado la escena política regional.

Actualmente, los valores individualistas y democráticos que pretende encarnar Occidente se oponen a los supuestos valores exclusivamente holistas, “patriarcales y tribales” de Oriente. Grandes sociólogos europeos ya habían estimado que las sociedades budistas nunca accederían al capitalismo industrial, basado en los valores aparentemente muy específicos del capitalismo “protestante”...

En la misma línea, la cuestión palestina ya no es percibida como una guerra de liberación nacional, que podría resolverse mediante la creación de un solo país donde vivirían en pie de igualdad judíos, cristianos y musulmanes, tal como durante mucho tiempo lo reclamó la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) (4). Es considerada como un rechazo arabo-musulmán opuesto a la presencia judía en Palestina, y por ende, para muchas mentes lúcidas, como la señal de una permanencia del antisemitismo a la cual habría que castigar. Sin embargo, un poco de sentido común basta para comprender que si Palestina hubiera sido invadida por budistas, o si la Turquía post-otomana hubiera querido reconquistarla, la resistencia habría sido igualmente constante y violenta. 

En el Tíbet, Xinjiang, Filipinas, el Cáucaso bajo dominación rusa, y actualmente en Birmania, donde acaba de descubrirse la existencia de una población musulmana en conflicto con sus vecinos budistas, pero también en la ex Yugoslavia desmembrada sobre líneas comunitarias (croatas católicos, serbios ortodoxos, bosnios musulmanes), en Irlanda (dividida entre católicos y protestantes)... En todas estas regiones, ¿pueden los conflictos percibirse realmente como el enfrentamiento de valores religiosos? ¿O son, en cambio, profanos, es decir, anclados en una realidad social cuya dinámica ya nadie se preocupa demasiado en analizar, mientras que numerosos dirigentes comunitarios autoproclamados encuentran allí la ocasión de concretar sus ambiciones?

La instrumentalización de las identidades en el juego de las grandes y las pequeñas potencias es vieja como el mundo. Podía creerse que la modernidad política y los principios republicanos que se difundieron en el planeta desde la Revolución Francesa habían instalado en forma duradera la laicidad en la vida internacional y en las relaciones entre los Estados; ahora bien, no ha ocurrido así. Se asiste a un aumento de la pretensión de algunos Estados de convertirse en los portavoces de religiones transnacionales, en particular en lo que concierne a las tres religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam).

Estos Estados se adueñan de lo religioso para ponerlo al servicio de su política de potencia, influencia y expansión. Justifican así la no aplicación de los grandes principios de los derechos humanos definidos por Naciones Unidas, al ratificar Occidente la ocupación continua de los territorios palestinos desde 1967, y al aceptar algunas potencias musulmanas las flagelaciones, lapidaciones, las manos cortadas a los ladrones. Las sanciones infligidas a quienes infringen el derecho internacional también varían: severos castigos impuestos por la “comunidad internacional” en algunos casos (Irak, Irán, Libia, Serbia, etc.), ausencia total de una simple reprimenda en otros (ocupación israelí, régimen de detención estadounidense en Guantánamo).

Hacer cesar esta instrumentalización y los análisis simplistas tendientes a disimular la realidad profana de los conflictos, especialmente en Medio Oriente, constituye un imperativo urgente, si se quiere lograr apaciguar esta región atormentada. 


1. Seymour M. Hersch, “The Redirection. A Strategic Shift”, The New Yorker, 5-3-07, www.newyorker.com
2. La dinastía de los safávidas reinó en Persia de 1501 a 1736. Ismail I (1487-1524) inició la conversión de la población al chiismo.
3. Véase Pierre Bernin, “La guerra oculta de Yemen”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, octubre de 2009.
4. Especialmente en el célebre discurso de Yasser Arafat ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1974, en el cual defendía la causa de un Estado donde judíos, cristianos y musulmanes vivirían en pie de igualdad.
* Ex ministro libanés, autor de Pour une lecture profane des conflits, La Découverte, París, 2012.

Traducción: Gustavo Recalde


Aporte de Pablo Ferri

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