miércoles, 29 de mayo de 2013

Revolución en horas bajas

New Left Review

Ya en 2011 las revueltas árabes fueron celebradas como acontecimientos capaces de cambiar el mundo, acontecimientos que definirían de un nuevo modo el espíritu de nuestros tiempos políticos. La asombrosa propagación de estos levantamientos de masas, seguidos enseguida por las protestas Occupy, disiparon las dudas que pudieran tener los observadores de izquierda de que se estaba en presencia de un fenómeno sin precedentes: “algo totalmente nuevo”, “ilimitado”, un “movimiento sin nombre”, revoluciones que anunciaban un nuevo camino hacia la emancipación. Según Alain Badiou, la Plaza Tahrir y todo el movimiento que tuvo lugar allí –luchas, barricadas, acampadas, debates, alimentación y cuidado de los heridos– constituía el “comunismo del movimiento”, postulado como una alternativa al Estado convencional liberal-democrático o autoritario, un concepto universal que anunciaba una nueva forma de hacer política, una verdadera revolución. Para Slavoj Žižek, sólo estos acontecimientos políticos “radicalmente nuevos”, sin organizaciones hegemónicas, liderazgos carismáticos o aparatos de partido, podían crear lo que él llamó la “magia de Tahrir”. Para Hardt y Negri, la primavera árabe, las protestas de los indignados en Europa y Occupy Wall Street expresaban el anhelo de las multitudes de una “democracia real”, un tipo diferente de política que podría sustituir a la incurable variedad liberal, desgastada y raída por el capitalismo corporativo. Estos movimientos, en suma, representaban las “nuevas revoluciones mundiales”. [1]
“Nuevas”, sin duda, pero ¿qué nos dice esta “novedad” sobre la naturaleza de estos levantamientos políticos?, ¿qué valor les atribuye? De hecho, al tiempo que estas confiadas valoraciones circulaban por Estados Unidos y Europa, los protagonistas árabes mismos se angustiaban sobre el destino de sus “revoluciones”, lamentando los peligros de una restauración conservadora o su secuestro por free-riders aprovechados. Dos años después de la caída de los dictadores en Túnez, Egipto y Yemen, no ha habido grandes cambios efectivos en las instituciones de estos países o en las bases de poder de las viejas élites. La policía, el ejército y el poder judicial; los medios de comunicación controlados por el Estado; las élites empresariales; y las redes clientelares de los viejos partidos gobernantes se han mantenido más o menos intactos. El hecho de que los gobernantes militares provisionales egipcios hayan impuesto la prohibición de las huelgas y hayan llevado a más de 12.000 activistas ante los tribunales militares sugiere que algo extraño encierra el carácter de estas “revoluciones”.
En cierto sentido, estas reacciones opuestas –alabanzas y lamentaciones– reflejan la realidad paradójica de las “revoluciones” árabes, si entendemos el término “revolución” en el sentido de, como mínimo, una transformación rápida y radical del Estado impulsada por movimientos populares de la base. Las polarizadas opiniones se hacen eco de la profunda separación entre dos dimensiones clave de la revolución: el movimiento y el cambio. Las narrativas laudatorias se han centrado principalmente en la “revolución como movimiento”, en los dramáticos episodios de gran solidaridad y sacrificio, de altruismo y propósito común, la communitas de Tahrir. Aquí, la atención se centra en esos momentos extraordinarios vividos en toda movilización revolucionaria, cuando las actitudes y los comportamientos de repente se transforman: las divisiones sectarias se desvanecen, reina la igualdad de género y el egoísmo disminuye, las clases populares muestran una notable capacidad de innovación en el activismo, la autoorganización y el proceso democrático de toma de decisiones. Estos relevantes episodios merecen sin duda ser destacados y documentados; sin embargo, el énfasis en la “revolución como movimiento” ha servido para oscurecer la naturaleza peculiar de estas “revoluciones” en términos de cambio, con poco que decir acerca de lo que ocurre el día después de que los dictadores abdiquen. Incluso pueden servir para ocultar las paradojas de estos levantamientos, modelados por unos nuevos tiempos políticos en los que las grandes visiones y utopías emancipadoras han dado paso a proyectos fragmentarios, improvisación e imprecisas redes horizontales.
Estrategias transformadoras
¿Estamos realmente viviendo tiempos de revolución? En cierto sentido sí. La crisis de la democracia liberal occidental y la falta de gobiernos responsables en muchos lugares del mundo, junto con el aumento de la desigualdad y una sensación de privación que afecta a grandes sectores de la población mundial, incluyendo estratos de población cultos y cualificados sometidos al giro neoliberal, han creado un verdadero callejón sin salida político y han potenciado la necesidad de un cambio drástico. Una década antes, David Harvey había señalado este malestar, argumentando que el mundo necesitaba, más que nunca, un Manifiesto Comunista. [2] Pero, entonces como ahora, un mundo necesitado de revoluciones no significa que tenga capacidad para generarlas si carece de los medios y la visión necesarios para una transformación fundamental. En otro sentido, por lo tanto, puede que éstos no sean tanto tiempos de revolución como tiempos de paradoja, cuando la posibilidad de la “revolución como cambio” –es decir, de transformación rápida y radical del Estado– ha sido totalmente socavada, a la vez que la “revolución como movimiento” abunda de forma espectacular. Los levantamientos árabes expresaron esta anomalía. No es de extrañar pues que sus trayectorias –salvo los casos de Libia y Siria, que asumieron la forma de guerras revolucionarias mediatizadas por la intervención militar extranjera– no se asemejen a ninguna de las vías conocidas para el cambio político: reforma, insurrección o implosión. Parecen tener un carácter propio.
Históricamente, los movimientos sociales y políticos que siguen a una estrategia reformista suelen organizar una campaña sostenida de presión sobre el régimen en el poder a fin de que éste lleve a cabo reformas, utilizando para ello las instituciones existentes del Estado. Basándose en su poder social –la movilización de las clases populares– el movimiento de oposición obliga a la clase política a reformar sus leyes e instituciones, a menudo a través de algún tipo de pacto negociado. El cambio tiene lugar en el marco de los acuerdos políticos existentes. La transición a la democracia en países como Brasil y México en la década de 1980 fue de esta naturaleza. La dirección del movimiento verde iraní sigue una vía reformista similar. En esta trayectoria, la profundidad y el alcance de las reformas pueden variar: el cambio puede ser superficial, pero también puede ser profundo si toma la forma de una suma de reformas legales, institucionales y político-culturales.
Por el contrario, la vía insurreccional requiere un movimiento revolucionario constituido a lo largo de un período bastante largo de tiempo, y el desarrollo de un liderazgo y una estructura organizativa reconocidos, junto con un plan para un nuevo orden político. Mientras que el régimen en el poder despliega su policía o aparato militar para resistir cualquier cambio, las deserciones comienzan a dividir el bloque gobernante. El campo revolucionario avanza, atrae a los desertores, forma un gobierno en la sombra y construye estructuras de poder alternativas. Todo ello pone límites a la capacidad del Estado para gobernar su propio territorio, creando una situación de “doble poder” entre el régimen y la oposición, que, por lo general, posee un líder carismático del tipo de Lenin, Mao, Castro, Jomeini, Walesa o Havel. Cuando la revolución tiene éxito, la situación de doble poder culmina en una batalla insurreccional en la que el campo revolucionario toma el poder por la fuerza, suprime los viejos organismos de la autoridad y establece otros nuevos. Aquí hay una reforma integral del Estado, con nuevo personal, nueva ideología y un modo alternativo de gobierno. La revolución cubana de 1959, la revolución sandinista en Nicaragua y la revolución iraní, ambas en 1979, fueron ejemplos de la vía insurreccional. El régimen de Gadafi se enfrentó a una insurrección revolucionaria bajo la dirección del Consejo Nacional de Transición que, con el respaldo de la OTAN, desde la liberada Bengasi hasta la captura de Trípoli.
Hay una tercera posibilidad: la “implosión del régimen”. Una revuelta puede cobrar impulso a través de huelgas u otras formas de desobediencia civil, o por medio de la guerra revolucionaria, llegando progresivamente a rodear la capital, por lo que al final se produce la implosión del régimen, su colapso, en medio de la desorganización, las defecciones y el desorden total. En su lugar, las élites alternativas forman rápidamente nuevos órganos de poder, a menudo en condiciones de confusión y desorden, en manos de personas con poca experiencia en la función pública. El régimen de Ceausescu, en Rumania, se desplomó en medio de la violencia y el caos político en 1989, pero fue reemplazado por un orden político y económico muy diferente bajo un organismo recién establecido, el Frente de Salvación Nacional, dirigido por Ion Iliescu. Tanto en la insurrección como en la implosión, los intentos de transformar el sistema político no operan a través de las instituciones estatales existentes, sino al margen de ellas, a diferencia del camino reformista.
Movimientos sui generis
Las “revoluciones” egipcia, tunecina y yemení no han tenido apenas parecido con alguna de estas vías. Una primera particularidad a destacar es su velocidad. En Egipto y Túnez, poderosos levantamientos de masas lograron algunos resultados muy rápidos: los tunecinos en el transcurso de un mes y los egipcios en tan sólo dieciocho días lograron desalojar a gobernantes autoritarios antiguos y desmantelar una serie de instituciones asociadas a ellos –entre otras sus partidos políticos, órganos legislativos y una serie de ministerios–, comprometiéndose con políticas de reforma constitucional y política. Estos avances se lograron de una manera que fue, en términos de los estándares relativos, notablemente cívica y pacífica, así como rápida. Pero estas rápidas victorias –a diferencia de las prolongadas revueltas de Yemen y Libia, o las de Bahrein y Siria, que continúan– dejaron poco tiempo para que las respectivas oposiciones construyeran sus propios órganos paralelos de gobierno, si es que ésta había sido su intención. En cambio, los revolucionarios querían que las instituciones del régimen –el ejército egipcio, por ejemplo– llevaran a cabo reformas sustanciales en nombre de la revolución: modificar la Constitución, celebrar elecciones, garantizar la libertad de los partidos políticos e instituir un gobierno democrático. He aquí una anomalía fundamental de estas revoluciones: gozaban de enorme prestigio social, pero carecían de autoridad administrativa; alcanzaron un notable grado de hegemonía, pero no llegaron realmente a gobernar. Así, los regímenes en el poder continuaron más o menos intactos; hubo pocas instituciones estatales nuevas o medios de gobierno nuevos que pudieran encarnar la voluntad de la revolución. En la medida en que emergían nuevas estructuras, pronto fueron ocupadas no por los revolucionarios sino por oportunistas aprovechados –free-riders–, es decir corrientes políticas tradicionalmente bien organizadas cuyos líderes habían permanecido al principio al margen de las luchas contra las dictaduras.
Es cierto que las revoluciones de Europa Central y Oriental de 1989 también fueron asombrosamente rápidas y, en su mayor parte, no violentas: la de Alemania del Este tomó diez días; la de Rumania, sólo cinco. Lo que es más, a diferencia de Egipto, Yemen o Túnez, realizaron una completa transformación de sus sistemas políticos y económicos nacionales. Esto podría explicarse diciendo que la distancia entre lo que el pueblo tenía –un Estado comunista de partido único y una economía dirigida por éste– era tan radicalmente grande respecto a lo que deseaba –democracia liberal y economía de mercado– que la trayectoria de cambio tenía que ser revolucionaria. Cualquier reforma intermedia y superficial habría sido detectada fácilmente y hubiera tenido que hacer frente a resistencias. [3] Se trataba de algo muy diferente del patrón revolucionario en Egipto o Túnez, donde la demanda de “cambio”, “libertad” y  "justicia social" se definía de manera tan vaga “justicia social” se definía de manera tan vaga que pudo llegar a apropiársela la contrarrevolución. En este sentido, las experiencias de Egipto y Túnez se parecían más a la de Georgia, de la “revolución rosa” de 2003, o de Ucrania, de la “Revolución Naranja” de 2004-2005, donde, en ambos casos, un movimiento popular masivo y sostenido derribó a los gobiernos corruptos existentes. En estos casos, la trayectoria fue, en realidad, más reformista que revolucionaria.
Sin embargo, había un aspecto más prometedor en los levantamientos árabes, un poderoso impulso revolucionario más profundo y de mayor alcance que las protestas en Georgia o Ucrania. En Túnez y Egipto la salida de los dictadores y sus aparatos de coerción                                     
Egipto, la salida de los dictadores y sus aparatos de coerción dieron paso a un espacio libre sin precedentes para los ciudadanos, sobre todo de las clases populares, para recuperar sus sociedades y autoafirmarse. Al igual que en la mayoría de las situaciones revolucionarias, se liberó una enorme energía y una sensación incomparable de renovación transformó la esfera pública. Los partidos políticos prohibidos emergieron de las sombras y se crearon otros nuevos –al menos doce en Egipto y más de un centenar en Túnez–. Las organizaciones sociales se hicieron oír más y empezaron a emerger llamativas iniciativas populares. Desaparecida la amenaza de persecución, los trabajadores combatieron por sus derechos, y huelgas y acciones espontáneas surgieron por doquier. En Túnez, los sindicatos existentes asumieron un papel más destacado.
En Egipto, los trabajadores presionaron para lograr nuevos sindicatos independientes: la Coalición de Trabajadores de la Revolución del 25 de enero afirmó los principios de la revolución: cambio, libertad, justicia social. Los pequeños agricultores pidieron sindicatos independientes; los habitantes de los suburbios pobres de El Cairo comenzaron a construir sus primeras organizaciones autónomas; grupos de jóvenes lucharon por mejorar los asentamientos precarios, elaboraron proyectos cívicos y recuperaron su orgullo. Los estudiantes salieron a las calles para exigir que el Ministerio de Educación revisara sus programas de estudios. Nuevos grupos se formaron –en Egipto, el Frente Revolucionario de Tahrir; en Túnez, el Organismo Supremo para la Realización de los Objetivos de la Revolución– a fin de ejercer presión sobre las autoridades postrevolucionarias para que realizase reformas significativas. Por supuesto, todo ello representaba niveles de movilización popular propios de esos tiempos excepcionales. Pero la extraordinaria sensación de liberación, el impulso de autorrealización, el sueño de un orden social justo; en definitiva, el deseo de “todo lo nuevo”, fue lo que definió el espíritu de estas revoluciones. Sin embargo, a medida que estos estratos sociales de masas se adelantaban en mucho a sus élites, se hizo evidente la principal anomalía de estas revoluciones: la discrepancia entre el deseo revolucionario de lo “nuevo” y una trayectoria reformista que podía conducir al enraizamiento de lo “viejo”.
¿Refoluciones?
¿Así pues, cómo podemos captar el significado de las revueltas árabes, dos años después de la expulsión de Mubarak y Ben Alí? Hasta el momento, las monarquías de Jordania y Marruecos han optado por reformas políticas menores. En Marruecos, el cambio constitucional permitió que el líder del partido mayoritario en el Parlamento formara gobierno. En Siria y Bahrein, prolongadas batallas contra el poder coercitivo de los respectivos regímenes llevaron las revueltas a optar por una vía insurreccional cuyos resultados están por verse. El régimen libio fue derrocado en una guerra revolucionaria violenta. Pero las revueltas en Egipto, Yemen y Túnez tuvieron una trayectoria específica, que no puede caracterizarse ni como “revolución” per se ni simplemente en términos de medidas “reformistas”. En su lugar, puede tener sentido hablar de “refoluciones”: revoluciones que tienen como objetivo impulsar reformas dentro y a través de las instituciones del régimen existente. [4]
Como tales, las “refoluciones” encarnan realidades paradójicas. Poseen la ventaja de asegurar transiciones ordenadas, evitar la violencia, la destrucción y el caos, es decir, los males que aumentan considerablemente el costo del cambio. Los excesos revolucionarios, el “reino del terror” y los juicios sumarios se pueden evitar. Sin embargo, la posibilidad de una verdadera transformación a través de reformas del sistema y pactos sociales dependerá de que la movilización permanente y la vigilancia de las organizaciones populares –capas populares, asociaciones cívicas, sindicatos, movimientos sociales, partidos políticos– ejerza una presión constante. De lo contrario, las “refoluciones” encierran el peligro permanente de una restauración contrarrevolucionaria, precisamente porque la revolución no ha alcanzado a las instituciones clave del poder estatal. Podemos imaginar cómo los poderosos intereses, lesionados por la ferocidad de los levantamientos populares, tratan desesperadamente de reorganizarse, instigando sabotajes y difundiendo “propaganda negra”. Las elites derrotadas pueden propagar el cinismo y el miedo mediante la invocación del “caos” y la inestabilidad, a fin de generar la nostalgia de los tiempos “seguros” del antiguo régimen. Los ex altos funcionarios, los antiguos apparatchiks del partido, los redactores jefe, los hombres de negocios de alto nivel y los agraviados operativos de los servicios de seguridad e inteligencia se pueden infiltrar en las instituciones de poder y propaganda para cambiar las cosas a su favor.
En Yemen, los elementos clave del antiguo régimen han permanecido intactos, a pesar de que un renovado aire de libertad y activismo independiente promete impulsar la reforma política. Los viejos grupos dirigentes y mafias económicas de Túnez están dispuestos a luchar para bloquear el camino a un auténtico cambio, para lo cual tienen a su disposición una densa red de facciones políticas y organizaciones empresariales. En Egipto, el Consejo Supremo de las FFAA fue responsable de la represión generalizada, el encarcelamiento de un gran número de revolucionarios y el cierre de organizaciones críticas de oposición. El peligro de una restauración, o de un cambio meramente superficial, se agrava a medida que desaparece el fervor revolucionario, vuelve la vida a la normalidad y la gente se desencanta, condiciones que han comenzado ya a aparecer en la escena política árabe.
Tiempos diferentes
¿Por qué los levantamientos árabes, a excepción de los de Libia y Siria, asumen este carácter “refolucionario”? ¿Por qué las instituciones clave del antiguo régimen se mantienen intactas, mientras que las fuerzas revolucionarias van quedando marginadas? En parte, esto tiene que ver con la rapidez de la caída de los dictadores, que dio la impresión de que la revolución había llegado a su fin, que había alcanzado sus objetivos, sin un cambio sustancial en la estructura de poder. Como hemos visto, esta rápida “victoria” no ofreció muchas oportunidades a los movimientos de establecer órganos alternativos de poder, aunque hubieran tenido la intención de hacerlo. En este sentido, estas revoluciones tuvieron esta autolimitación. Pero también había algo más en juego: los revolucionarios se mantuvieron fuera de las estructuras de poder porque no entraba en sus planes apoderarse del Estado. Y cuando, en etapas posteriores, se dieron cuenta de que tenían que hacerlo carecían de los recursos políticos –organización, liderazgo, visión estratégica– necesarios para arrebatar el control tanto de los viejos regímenes como de los oportunistas free-riders, como los Hermanos Musulmanes o los salafistas, que habían desempeñado un papel limitado en el levantamiento, pero que en cambio contaban con la capacidad organizativa para tomar el poder. Una diferencia principal entre las revueltas árabes y sus predecesores del siglo XX fue que aquéllas ocurrieron en tiempos ideológicos muy alterados.
Hasta la década de 1990, tres grandes tradiciones ideológicas habían sido las portadoras de la “revolución” como estrategia de cambio fundamental: el nacionalismo anticolonial, el marxismo y el islamismo. La primera, reflejada en las ideas de Fanon, Sukarno, Nehru, Nasser o Ho Chi Minh, concebía el orden social posterior a la independencia como algo nuevo, como una negación de la dominación política y económica del antiguo sistema colonial y de la burguesía clientelista. A pesar de que sus promesas superaron con creces su capacidad de alcanzar logros, los regímenes postcoloniales consiguieron progresos en ámbitos como educación, salud, reforma agraria e industrialización, medidas que se afirmaron en los planes nacionales de desarrollo (Al Mithaq, en Egipto (1962); Declaración de Arusha (1967); Directrices de Mwongozo (1971), en Tanzania). Sus principales logros se alcanzaron en la construcción del Estado: administración nacional, infraestructuras, formación nacional de clases. Sin embargo, los gobiernos nacionalistas comenzaron a perder su legitimidad al no poder hacer frente a problemas básicos como la desigualdad en la propiedad y distribución de la riqueza. A medida que los ex revolucionarios anticoloniales se convirtieron en administradores del orden postcolonial, no fueron capaces, en gran medida, de cumplir sus promesas, y en muchos casos los gobiernos nacionalistas se convirtieron en autocracias cargadas de deudas, y luego obligadas a adoptar programas neoliberales de ajuste estructural, cuando no fueron derrocados por golpes militares o socavados por las intrigas imperialistas. Hoy en día, el movimiento palestino es tal vez el último en seguir luchando por la independencia nacional.
El marxismo fue, sin duda, la corriente revolucionaria más formidable de la época de la Guerra Fría. Las revoluciones vietnamita y cubana inspiraron a una generación de radicales: Ernesto Che Guevara y Ho Chi Minh se convirtieron en figuras emblemáticas, no sólo en Asia, América Latina y el Oriente Medio, sino también entre los movimientos estudiantiles de Estados Unidos, París, Roma y Berlín. Los movimientos guerrilleros llegaron a simbolizar el radicalismo de la década de 1960. Éstos tuvieron un gran crecimiento en África, a raíz del asesinato de Patrice Lumumba y el endurecimiento del apartheid en Sudáfrica. En los años 70 una ola de revoluciones “marxistas-leninistas” derrocó a los gobiernos coloniales en Mozambique, Angola, Guinea-Bissau y otros países. Aunque la estrategia del “foco insurreccional” promovida por Che Guevara no dio frutos en América Latina, hubo insurrecciones exitosas en Granada y Nicaragua a finales de la década de 1970, mientras que El Salvador parecía ser otro posible candidato al avance revolucionario. Los revolucionarios latinoamericanos encontraron un nuevo aliado en la Teología de la Liberación, que inspiró a algunos católicos, incluso miembros del clero, a unirse a la lucha. En Oriente Medio, el Frente de Liberación Nacional expulsó a los británicos de Adén y proclamó la República Popular de Yemen del Sur, y las guerrillas izquierdistas tuvieron un papel importante en Irán, Omán y los territorios ocupados de Palestina. El impacto de estos movimientos revolucionarios en el clima intelectual de Occidente fue innegable, ayudando a detonar en todo el mundo la rebeldía de los jóvenes, los estudiantes, los trabajadores y los intelectuales en 1968. En 1974, la Revolución de los Claveles derrocó a la dictadura en Portugal. Mientras que algunos partidos comunistas en Europa y el mundo en desarrollo tomaban un curso cada vez más reformista –eurocomunismo–, buen número de fuerzas dentro de la tradición marxista-leninista se mantenía comprometidas con la estrategia de la revolución.
Pero el panorama cambió radicalmente con la caída del bloque soviético. El concepto de revolución había sido tan intrínseco al de socialismo que la desaparición del “socialismo realmente existente” con las movilizaciones de finales de Europa del Este a finales de 1980 y la victoria de Occidente en la Guerra Fría, implicaron efectivamente el final de la “revolución” y a la vez del desarrollo dirigido por el Estado. El concepto de étatisme fue anatemizado como ineficiente y represivo, a la vez que conducente a la erosión de la autonomía y la iniciativa personales. Esto tuvo una profunda influencia en el concepto de revolución, con su énfasis en el poder del Estado, que ahora se identificaba con el autoritarismo y con los fracasos del bloque comunista. El avance del neoliberalismo, a partir de 1979 a 1980 con la victoria de Thatcher y Reagan, que más tarde se extendió como ideología dominante en gran parte del mundo, desempeñó un papel central en este cambio de discurso. En lugar de términos como “Estado” y “revolución” hubo un crecimiento exponencial de nuevos conceptos, como “ONG”, “sociedad civil”, “esferas públicas”, etcétera. En una palabra, reforma. El cambio gradual se convirtió en la única vía aceptable de transformación social. Los gobiernos occidentales, los organismos de ayuda y las ONG difundieron sin cesar el nuevo evangelio. La expansión del sector de las ONG en el mundo árabe y el hemisferio Sur en general significó un cambio drástico del activismo social inspirado en los intereses colectivos a un énfasis en la autoayuda individual en un mundo competitivo. En estos tiempos neoliberales, el espíritu igualitario de la Teología de la Liberación dio paso a un arrebato global del cristianismo evangélico, movido por el espíritu del interés personal y la acumulación.
La tercera tradición fue la del islamismo revolucionario, un rival ideológico del marxismo que, sin embargo, llevaba la impronta de su rival secular. Desde la década de 1970, los movimientos islamistas se basaron en las ideas de Sayyid Qutb en su batalla contra los estados laicos del mundo musulmán. Qutb mismo había aprendido mucho del líder islamista hindú Abul Maududi, quien a su vez había quedado impresionado por la estrategia organizativa y política del Partido Comunista de la India. Con su panfleto de 1964 titulado Milestones (Hitos), en el que abogaba por una vanguardia musulmana capaz de asaltar el Estado infiel y establecer un auténtico orden islámico, Qutb se convirtió en el equivalente islámico de Lenin con su ¿Qué hacer?, orientando la estrategia de grupos militantes como Jihad, Gama’a al-Islamiyya, Hizb ut-Tahrir y Laskar Jihad. Una serie de ex izquierdistas –Adel Hussein, Mustafa Mahmud, Tariq al-Bishri–desertó al campo islamista, llevándose consigo las ideas de la tradición marxista-leninista. La revolución iraní de 1979 se basaba tanto en las ideas de la izquierda como en las de Qutb. Milestones había sido traducida por el ayatolá Jamenei, actual líder supremo. El grupo marxista-leninista Fedayan-e Khalq y el “islamo-marxista” Muyahidín-e-Khalq tuvieron un papel importante en la radicalización de la oposición a la dictadura del Shah. Más importante, tal vez, fue el teorizador y divulgador Ali Shariati que, como estudiante del izquierdista francés Georges Gurvitch, habló apasionadamente de la “revolución” en una mezcla de expresiones marxistas y religiosas, invocando una “sociedad divina sin clases”. [5] El concepto de revolución había sido, pues, fundamental para el militantismo islamismo, tanto en su forma sunita como chií. Por consiguiente, esta tradición estaba en claro contraste con la estrategia electoral de islamistas como la Hermandad Musulmana, que aspiraban a lograr un apoyo social suficiente para tomar el Estado por medios pacíficos. [6]
Pero a comienzos del siglo XXI, la creencia de los militantes islamistas en la revolución también había perdido fuelle. En Irán, por ejemplo, el concepto antes tan querido de “revolución” había cambiado, y se equiparaba a destrucción y extremismo, al menos desde el momento de la victoria presidencial de Mohammad Jatami en 1997. El islamismo, entendido como un movimiento que considera al Islam como un sistema integral que ofrece soluciones a todos los problemas sociales, políticos y económicos, con un énfasis mayor en las obligaciones que en los derechos, estaba entrando en crisis. Los disidentes argumentaban que, en la práctica, el “estado islámico” que promovía la línea dura de Irán, Jamaat-e-Islami en Pakistán y Laskar Jihad en Indonesia, entre otros, era perjudicial tanto para el Islam como para el Estado. A finales de los 90 y principios del actual siglo se asistió al surgimiento de lo que he llamado las tendencias postislamistas. Éstas siguen siendo religiosas, no laicas, pero su objetivo es trascender las políticas islamistas, promoviendo una sociedad piadosa y un Estado laico que combine la religiosidad con los derechos, en diversos grados. Corrientes postislamistas como el AKP en Turquía, el partido Ennahda en Túnez y el Partido de la Justicia y el Desarrollo en Marruecos siguen una vía reformista hacia el cambio político y social, y se basan en los conceptos de la post-Guerra Fría, como “sociedad civil”, “rendición de cuentas”, “no violencia” y “gradualismo”. [7]
La rebaja de la esperanza
Así pues, las revueltas árabes ocurrieron en momentos en que el declive de las ideologías opositoras –nacionalismo anticolonial, marxismo-leninismo e islamismo– había ya deslegitimado la misma idea de “revolución”. Era una época muy diferente de, por ejemplo, finales de 1970, cuando mis amigos y yo, en Irán, a menudo invocábamos el concepto, a pesar de parecernos descabellado: pedaleando en nuestras bicicletas por los barrios opulentos del norte de Teherán especulábamos sobre la confiscación de los palacios del Shah y la distribución de las lujosas mansiones. Estábamos pensando en términos de revolución. Pero en el Oriente Próximo del nuevo milenio, casi nadie imaginaba el cambio en estos términos. Pocos activistas árabes realmente proponían estrategias de revolución, aunque pudieran soñar con ella. En general, el deseo era de reforma, de cambio significativo en el marco de la política existente. En Túnez, casi nadie pensaba en la revolución, de hecho, bajo el estado policial de Ben Alí, la intelectualidad había sufrido una “muerte política”, como alguien me dijo. [8] En Egipto, Kefaya y el Movimiento 6 de abril, a pesar de sus tácticas innovadoras, eran esencialmente reformistas, en la medida en que no tenían una estrategia para el derrocamiento del Estado. Algunos de sus activistas supuestamente habían recibido entrenamiento en Estados Unidos, Qatar y Serbia, principalmente en los ámbitos de la observación electoral, la protesta no violenta y la creación de redes. Por consiguiente, lo que surgió con el desarrollo de los levantamientos no fueron revoluciones per se, sino “refoluciones”, es decir, movimientos revolucionarios que pretendían obligar a los regímenes en el poder de reformarse a sí mismos.
En verdad, la gente puede tener o no una idea de la “revolución” para que ésta tenga lugar: que se produzcan levantamientos masivos tiene poco que ver con las teorizaciones al respecto. No son resultado de conjuras y planificaciones, aunque personas concretas puedan conspirar y planificar. Las revoluciones “simplemente” suceden. Ahora bien, tener o no ideas acerca de la revolución influye decisivamente en su resultado, cuando ocurren. El carácter “refolucionario” de las revueltas árabes significa que, en el mejor de los casos, están inacabadas, ya que los principales intereses e instituciones de los antiguos regímenes –y los oportunistas free-riders, Hermanos Musulmanes y salafistas– siguen frustrando las exigencias de un cambio significativo. Este resultado debe de ser doloroso para todos aquellos que esperaban un futuro justo y digno.
Puede servir de consuelo recordar que la mayoría de las grandes revoluciones del siglo XX –Rusia, China, Cuba, Irán– que tuvieron éxito en el derrocamiento de los antiguos regímenes autocráticos rápidamente crearon estados nuevos, igualmente autoritarios y represivos. Otros efectos secundarios de un cambio revolucionario radical son las sustanciales perturbaciones del orden y la administración. Libia, donde el régimen de Gadafi fue derrocado violentamente, no puede ser objeto de envidia para los militantes egipcios o tunecinos.
La combinación de la brutalidad de Gadafi y los intereses occidentales en el petróleo libio dio lugar a una insurrección violenta y destructiva, asistida por la OTAN, que puso fin al viejo régimen despótico de edad. Pero el nuevo gobierno todavía tiene que crear un sistema político más inclusivo y transparente. El Consejo Nacional de Transición (CNT) mantiene en secreto la identidad de la mayoría de sus miembros y su proceso de toma de decisiones. Las divisiones internas entre islamistas y laicos, su falta de autoridad efectiva sobre una serie de grupos de milicias descontrolados, y unas escasas capacidades administrativas hacen al CNT un grupo de gobierno mal equipado. [9] El país experimentó grandes perturbaciones –en materia de seguridad, administración y prestación de servicios básicos de infraestructura– hasta que la autoridad del CNT fue transferida a un organismo civil electo.
No se trata aquí de menospreciar la idea de las revoluciones radicales, ya que hay muchos aspectos positivos en estas experiencias –un nuevo sentido de la liberación, libre expresión y posibilidades abiertas de un futuro mejor, entre los más evidentes–. Más bien, es preciso destacar el hecho de que el derrocamiento revolucionario de un régimen represivo por sí mismo no garantiza un orden más justo e inclusivo. En efecto, las revoluciones radicales pueden llevar en sí el germen de un régimen autoritario, por cuanto la recomposición del Estado y la eliminación de la disidencia pueden dejar poco espacio para el pluralismo y la competencia política amplia. Por el contrario, la “refolución “puede crear un mejor entorno para la consolidación de la democracia electoral, ya que, por definición, es incapaz de monopolizar el poder del Estado. En cambio, la emergencia de múltiples centros de poder –entre otros los de la contrarrevolución– pueden neutralizar los excesos de las nuevas elites políticas. Así, la Hermandad Musulmana de Egipto y el partido Ennahda tunecino tienen pocas posibilidades de monopolizar el poder a la manera que los jomeinistas hicieron en el Irán postrevolucionario, precisamente porque una serie de intereses poderosos, entre ellos los del antiguo régimen, siguen activos y eficaces.
Puede pues valer la pena considerar otra comprensión de la “revolución” con arreglo a las líneas desarrolladas por Raymond Williams en The Long Revolution, es decir, un proceso que es “difícil”, en el sentido de complejo y multifacético; “total“, lo que significa transformador, no sólo en lo económico sino en lo social y cultural; y “humano”, con la participación de las estructuras más profundas de relaciones y sentimientos. [10] En consecuencia, en lugar de buscar resultados rápidos o preocuparse por hacer demandas, podríamos ver las revueltas árabes como “revoluciones largas” que pueden dar sus frutos dentro de diez o veinte años, mediante el establecimiento de nuevas formas de hacer las cosas y nuevas formas de pensar el poder. Sin embargo, lo que está en juego no son las meras preocupaciones semánticas sobre cómo definir las revoluciones, sino los duros problemas de las estructuras de poder y los intereses arraigados. Con independencia de cómo caractericemos el proceso –como “revolución larga” o como un proceso que comienza con la transformación radical del Estado– la cuestión fundamental es cómo conseguir un cambio esencial desde el viejo orden autoritario para inaugurar el cambio democrático significativo, al tiempo que evitamos violenta la coacción y la injusticia. Una cosa es cierta, sin embargo: el trayecto de lo “viejo” opresor a lo “nuevo” liberador no se cubrirá sin luchas y movilizaciones populares incesantes, en ámbitos públicos y privados. En efecto, la “revolución larga” puede tener que comenzar incluso cuando termine la “revolución corta”.
Notas:
[1] Keith Kahn-Harris, “Naming the Movement”, Open Democracy, 22.6.2011; Alain Badiou, “Tunisia, Egypt: The Universal Reach of Popular Uprisings”, disponible en www.lacan.com; Michael Hardt y Antonio Negri, “Arabas are the democracy”s new pioneers”, The Guardian, 24.2.2011; Paul Mason, Why It”s Kicking Off Everywhere: The New Global Revolutions, Londres 2012, p. 65.
[2] David Harvey, Spaces of Hope, Edimburgo, 2000
[3] En el caso de Alemania, las instituciones estatales de la RDA pudieron disolverse fácilmente en el seno de las funciones de gobierno de la RFA.
[4] El término “refolución” fue acuñado por Timothy Garton Ash, en junio de 1989, para describir las etapas iniciales de reforma política en Polonia y Hungría y el resultado de las negociaciones entre las autoridades comunistas y los líderes de los movimientos populares. Timothy Garton Ash, “Refolution, the Springtime of Two Nations”, New York Review of Books, 15.6.1989. En el presente texto, se utiliza el término con un significado claramente distinto.
[5] Asef Bayat, “Shariati and Marx: A Critique of an “Islamic” Critique of Marxism”, Alif: Journal of Comparative Poétics, no. 10, 1990.
[6] Es interesante notar que al-Qaida, el más militante y violento de los grupos yihadistas, se mantuvo en esencia no revolucionario, debido a su forma multinacional y sus difusos objetivos, como “salvar el Islam” o “la lucha contra Occidente”, y la idea de la yihad como un fin en sí mismo. Véase Faisal Devji, Landscapes of Jihad, Ithaca 2005.
[7] Asef Bayat, ed., Post-Islamism: The Changing Faces of Political Islam , Nueva York, 2013
[8] Cf. también Beatrice Hibou, The Force of Obedience , Cambridge 2011
[9] Ranj Alaaldin, ‘Libya: Defining its Future’, en Toby Dodge, ed., After the Arab Spring: Power Shift in the Middle East? , Londres, 2012
10 Anthony Barnett, ‘We Live in Revolutionary Times, But What Does This Mean?’, Open Democracy , 16.12.2011.
Fuente original: http://newleftreview.org/II/80/asef-bayat-revolution-in-bad-times
Traducción por S. Seguí.

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