Eduard Soler i Lecha
Coordinador de investigación, CIDOB
04 junio 2013 / Opinión CIDOB, n.º 192 / E-ISSN 2014-0843
Que las unidades antidisturbios de la policía turca utilicen una represión desmesurada para disolver o impedir una manifestación, no es una novedad. Sí lo es que el desalojo violento de los manifestantes que protestaban por la destrucción de un parque cerca de la Plaza Taksim, el epicentro de Estambul, haya provocado una ola de protestas que, lejos de limitarse a esta ciudad y a Ankara, se ha extendido por todos los rincones del país. La virulencia de estas protestas es, además de una sorpresa, un síntoma del malestar y la frustración de una parte significativa y cada vez más diversa de la sociedad turca, ante la forma de gobernar de Recep Tayyip Erdogan y ante el enorme poder acumulado por el AKP, el Partido de la Justicia y el Desarrollo que él lidera.
Desde 2002, el AKP ha ganado tres elecciones legislativas con una cómoda mayoría, mantiene buena parte del poder municipal y desde 2007 también ostenta la Presidencia de la República. Precisamente porque el AKP acumula tanto poder y durante tanto tiempo, parece insensible a las preocupaciones de aquellos que no comparten sus valores, ideología y programa político. Los últimos meses han estado salpicados por decisiones controvertidas y declaraciones desafortunadas del propio Erdogan, que han sido vividas como ataques frontales al modo de vida y a la identidad de algunos colectivos. De hecho, la más reciente de las polémicas, sobre la restricción en la publicidad y venta de alcohol, ha despertado importantes suspicacias no sólo entre sectores laicos, sino también entre creadores de opinión afines al AKP. Éstos advierten que el partido puede reproducir, aunque en sentido inverso, la actitud antiliberal del kemalismo, limitando la capacidad de decisión del ciudadano al imponer unos valores y una forma de vida conservadoras al conjunto de la sociedad.
La movilización en las calles también es síntoma de una frustración generalizada por la ausencia de una alternativa política al AKP. Esta ausencia se debe en parte al éxito de la fórmula del partido de Erdogan, que consiste en haber conectado con los valores de una sólida base electoral a la vez que proporciona un horizonte de crecimiento y progreso al conjunto del país. Pero también es responsabilidad de una oposición que no ha sabido articular un modelo alternativo que resultara atractivo para el votante insatisfecho o incluso para aquellos que confiaron en el AKP no por sus valores, sino por su capacidad de gestión. Resulta especialmente significativo que el principal partido de la oposición, el Partido Republicano del Pueblo (CHP en sus siglas turcas) apenas supere el 25% de los votos (frente al 49% del AKP en las últimas elecciones generales), lastrado en parte por su incapacidad para conectar con el votante de las zonas más conservadoras del país y especialmente con la población kurda. El resto de fuerzas políticas, a ambos lados del espectro político, están atomizadas y tienen grandes problemas para ir más allá de sus feudos tradicionales.
El proceso de reforma constitucional en el que está inmersa Turquía no hace sino aumentar la frustración de quienes no se alinean con el AKP. En la agenda política sobresale el debate acerca del cambio de sistema político, con Erdogan y la mayor parte de su partido decantándose por un modelo presidencialista, mientras que la oposición teme que esto aumente todavía más la concentración de poder. La negociación con el Partido de los Trabajadores del Kurdistan (PKK) para poner fin al conflicto kurdo no es ajena a este debate ya que se ha especulado que una de las contrapartidas al inicio del proceso negociador podría ser el aval del nacionalismo kurdo al sistema presidencialista.
Con todo, las protestas también son síntoma del largo camino que ha recorrido Turquía en los últimos años. Por ejemplo, las Fuerzas Armadas (aficionadas al ruido de sables hasta hace bien poco) se han mantenido esta vez al margen y no han intentado sacar provecho de la situación para reclamar parte del poder que han ido perdiendo a favor de las autoridades civiles. El Presidente, Abdullah Gül, miembro del AKP, también se ha prodigado con mensajes de conciliación y de respeto a las demandas legítimas de los manifestantes. En una clara muestra de que ha entendido el mensaje, Gül ha afirmado que la democracia va más allá de las elecciones. Además, las protestas son un síntoma de que la sociedad turca es una sociedad inconformista y dinámica y esto es positivo para la salud democrática de cualquier país. Lo que piden los manifestantes en las calles y aquellos que les apoyan desde sus casas no es un cambio de régimen, sino otra actitud a la hora de gobernar. Una actitud que reconozca que los valores y forma de vida de la mayoría no pueden imponerse al conjunto de la sociedad. Una actitud que intente acomodar las distintas sensibilidades del país a través del pacto y del diálogo.
Con todos estos síntomas sobre la mesa, el diagnóstico es claro: una parte de la sociedad turca se siente poco escuchada y poco representada por el actual poder político, algunos (que no comulgan con los valores religiosos y conservadores hoy hegemónicos) incluso ven en peligro su modo de vida y se sienten atacados en su identidad. ¿Cómo combatir este malestar? Si se opta, como hasta ahora, por una represión policial violenta e indiscriminada, si persisten las actitudes desafiantes del gobierno y si se acusa a agentes extranjeros de estar detrás de las manifestaciones, se estará dando oxígeno a unos movimientos de protesta que pueden desestabilizar la vida política, acarreando un alto coste para la imagen de Turquía, en general, y del AKP y Erdogan, en particular. En cambio, si se optase por reconocer los errores no sólo en el manejo de esta crisis, sino en la forma de gobernar en los últimos años, la situación podría reconducirse rápidamente y demostrar, dentro y fuera del país, que Turquía está consolidando su sistema democrático.
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