Asisto alucinada a la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid respaldando la decisión del instituto Camilo José Cela de Pozuelo de Alarcón de expulsar a una alumna por cubrirse el pelo con un hijab. Un “velo“.
Leo espeluznada una sarta de frases vacías que defienden el reglamento interno de un instituto como si fuesen las leyes sagradas que tanto parecemos despreciar en este laico país. Escucho indignada un run-rún contínuo de voces airadas que consideran extremadamente importante que los y las alumnas de los institutos no se cubran la cabeza ni con gorras, ni con cascos de moto, ni con… mmmm…dejadme pensar… ¡ah, sí! con velos islámicos. Un prenda de ropa como otra cualquiera. Una prenda que, como cubre la cabeza, no se puede admitir en un instituto, ¡dónde iríamos a parar!
Y todos estos argumentos estúpidos, sin sentido alguno, justifican que una alumna haya sido apartada de su instituto y de su comunidad. Y nos parece bien, oiga, justo, comedido, democrático. Civilizado.
A mí todo esto me da asco. Tanta corrección política, tanto lenguaje neutro hasta el surrealismo más enervante, a mí me da asco. Si estamos montando todo este revuelo en un país que se derrumba por culpa de una gorra de béisbol que lleva una chaval en un colegio, es que somos un país definitivamente enfermo. Pero no lo estamos haciendo por una gorra de béisbol. No lo estamos haciendo por una prenda de ropa cualquiera. Lo estamos haciendo por un velo islámico. Musulmán. Reconocer eso es la primera parte necesaria para reconocer que no nos hemos vuelto loc@s del todo.
La segunda parte es más complicada.
Infinidad de veces se nos ha intentado vender estos actos como actos de defensa a las libertades de las mujeres. Tan débil es ese argumento que ya ni esta sentencia se atreve a recogerlo. Infinidad de mujeres con velo nos explican una y otra vez que lo usan porque quieren, porque se sienten mejor, porque forma parte de su forma de ser, de vestir, de presentarse, de entenderse. Pero no las creemos. Nosotras que hemos crecido con las melenas al viento nos parece una insensatez que una mujer escoja cubrirse la cabellera. Están alienadas, anuladas, forzadas, no hay otra explicación.
A mí el tema me recuerda a conversaciones con amigas feministas que reniegan del sujetador. Yo lo uso. Uso sujetador. Sé perfectamente que es una prenda patriarcal, que me oprime, me aprieta, me instrumentaliza y no sé cuantas cosas más. Pero aún así yo que me siento más cómoda llevándolo. Y me cabrearía sobremanera que todas las conversaciones sobre mí derivasen necesariamente hacia una ropa interior que es asunto mío y de nadie más. Precisamente porque el feminismo me ha enseñado que mi cuerpo es mío. Para cubrirlo o descubrirlo. Para tener sexo y para negarme a tenerlo. Para parir o abortar.Mi cuerpo, mi sujetador y mi velo son asunto mío.
Y aquí viene la madre de todas las batallas, la tercera parte: la identidad.
El pañuelo islámico no es una gorra de béisbol y no es un sujetador. Es un pañuelo islámico. Y el islam nos da una mezcla de miedo y repugnancia.
Rafael Hernando, portavoz adjunto del PP en el Congreso y “reconocido” feminista de un partido que ha demostrado también serlo (entendedme la ironía) afimaba en referencia al caso “El velo islamista (sic!) es un signo de sumisión de la mujer al hombre, y no sólo es humillante para quien lo lleva, sino para quien tiene que verlo, y esos no son los valores que deben de aprender los niños en los colegios” (http://www.peatom.info/escaner/125043/el-instituto-camilo-jose-cela-prohibe-el-velo-islamico/)
Nombrarlo como lo que es y dejarnos de marear con el lenguaje sería un primer paso: lo que estamos prohibiendo es el pañuelo musulmán. No los crucifijos, ni las gorras. El velo musulmán. Y entender por qué nos asusta tanto, y por qué tenemos necesidad de prohibirlo podría ser un debate que nos ayudase a entender todas las cargas de prejuicios que llevamos encima y que nos nublan el entendimiento.
Lo hemos dicho en infinidad de veces: es una cuestión de identidad. La identidad de la chica que decide llevarlo y que nos asusta en tanto que identidad en retroceso. Nos parece que aceptamos que una mujer sea sumisa, que reivindicamos el patriarcado si aceptamos que lleve el pañuelo. Pero ¿no nos damos cuenta que una mujer que se enfrenta a la sociedad dominante reivindicando su derecho a ser diferente ya es una mujer empoderada? ¿No entendemos que la libertad de ser lo que quieras es la Libertad con mayúsculas?
Pero el pañuelo musulmán también es una cuestión de una identidad colectiva de la que las mujeres veladas, por mucho que nos disguste, también participan. Somos, como país, como pueblo, lo que estamos siendo. Aunque lo que estamos siendo contradiga unos mitos fundacionales y unas proyecciones llenas de errores históricos y de mentiras. Somos un país, o unos países, diversos, múltiples, complejos. Y este debate pone en juego lo que queremos llegar a ser: un lugar con ciudadanías de primera, segunda y tercera, o un lugar que se construye en la simetría, en la inclusión, en la igualdad de derechos.
Najwa, la PAH, Ester Quintana y todas nosotras, las de abajo, formamos parte de lo mismo. De la lucha por una legalidad que defienda a las personas en su diversidad de vivires y de circunstancias frente a los urdangarines y los werts y los rescates bancarios, los de arriba, que se quisieran dueños de una verdad única, monolítica y se creen con derecho a decirnos de qué manera podemos o no podemos vestir, ser y existir.
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