La comunidad internacional dividida ante un inminente ataque en el tablero de Medio Oriente.
Los presidentes de EEUU y Rusia Barack Obama y Vladimir Putin
por Lic. Rubén Paredes Rodríguez*
La crisis siria se enmarca en un proceso que generó grandes expectativas como así también interrogantes bajo la denominada Primavera Árabe. De Túnez a Egipto, pasando por Libia y Yemen, los gobiernos árabes -especialmente las repúblicas presidencialistas de corte hereditarias- debieron dar respuestas a las demandas de las respectivas sociedades que se movilizaron tomando el control del espacio público, perdiendo el miedo a los regímenes entonces imperantes y exigiendo cambios tangibles de naturaleza política.
El derrotero seguido por cada uno de los países involucrados no ha sido el mismo. Particularmente el caso sirio devino en una sangrienta guerra civil interconfesional que se prolongó en el tiempo hasta nuestros días. Las primeras manifestaciones fueron reprimidas por el gobierno del presidente Bashar al-Assad aduciendo la infiltración de agentes terroristas que buscaban desestabilizar el país, para lo cual la desproporción en la respuesta se evidenció en la utilización del armamento militar pesado sobre la población generando críticas por parte de la comunidad internacional. Los enfrentamientos entre el régimen político gobernante -que representa a la minoría religiosa alauita cercana a los shiítas- y una mayoría rebelde sunnita respaldada por algunos países árabes, sumergió al país en un caos humanitario con una cifra de 100 mil muertos, 2 millones de refugiados y miles de desplazados, sin contabilizar los heridos de los que no se poseen números oficiales.
El camino que transitó la crisis siria hizo evidente la división de la comunidad internacional para encontrar una solución pacífica entre las partes. Por un lado el gobierno sirio contó con el apoyo logístico que recibió de sus aliados estratégicos -la República Islámica de Irán y del grupo armado Hezbollah del Líbano- como así también el apoyo diplomático de Rusia (y el silencio táctico de China) cuando se opuso a toda condena a Siria en el Consejo de Seguridad (CS) de las Naciones Unidas. Por el otro, Occidente volvió a tener un doble rasero. Mientras condenaba la violencia del régimen no sólo financiaba a los rebeldes sino que también miraba para otro lado cuando se detectaron in situ células terroristas con el sello de Al-qaeda. El otrora enemigo, se convertía paradójicamente en un aliado circunstancial frente a un enemigo en común.
Siria en el tablero de Medio Oriente reeditó el denominado “Gran Juego”, una expresión que se emplea para denotar la intervención de actores regionales y extraregionales en un conflicto, donde cada uno por medio de alianzas se encuentra persiguiendo sus propios intereses. Sin embargo, se produjo un punto de inflexión el mismo día que una comisión especial de la ONU ingresó al país con el fin de investigar en tres ocasiones anteriores las denuncias de utilización de armas químicas. Ese mismo día, el 21 de agosto, las noticias que circularon por los medios de comunicación internacionales daban cuenta del uso de las mismas sobre la población civil, generando interrogantes acerca de quiénes fehacientemente las utilizaron, el régimen o los rebeldes.
Desde entonces, la administración norteamericana consideró que se había atravesado la “línea roja” y se debía responder con un ataque “limitado en el tiempo” sin comprometer soldados en el terreno, para no repetir el fracaso de las intervenciones en Afganistán e Irak. Con la negativa del parlamento inglés de participar en un eventual ataque, el presidente Obama buscó no sólo el respaldo interno en la cámara de representantes y senadores sino también el apoyo internacional explícito de Francia, Turquía y Arabia Saudita. En términos morales, se condenó el uso de gases sobre la población civil, pero no se atendió al número de víctimas caídas desde que se inició la crisis. En términos legales, la decisión de atacar se realizaría una vez más violando la legalidad internacional, en virtud de que el CS -paralizado por el veto ruso- es el encargado de autorizar el uso de la fuerza. Por último, en términos militares, se desconocen los planes y la eficacia real de los mismos, sobre todo cuando Siria es uno de los países con mayor número de armas químicas en el mundo. Un ataque podría generar efectos colaterales no deseados sobre la población a la que supuestamente se busca defender pero también una respuesta de naturaleza impredecible de Siria y sus aliados.
En ese contexto, América Latina estuvo dividida en un principio frente a los acontecimientos. Por un lado, el grupo de países del ALBA (Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Honduras, Antigua y Barbuda, Dominica, San Vicente y Granadinas) más Argentina, Paraguay y Uruguay condenaron todo tipo de intervención militar pese a las denuncias internacionales de violación de los derechos humanos, por el otro, México, Chile, Colombia, Perú y Costa Rica brindaron su apoyo a una condena en el CS. Por su parte Brasil, actuó junto a los BRICS condenando la violación de los derechos humanos de ambas partes pero rechazando toda intervención por fuera de la legalidad internacional.
Ante un ataque inminente, América Latina se ha unido al igual que otros actores internacionales en un pedido de resolver de manera política el conflicto, rechazando todo tipo de intervención militar y recomendando esperar los informes de la ONU sobre quiénes emplearon los gases. Mientras tanto los tambores de guerra suenan y las piezas se siguen moviendo con el fin de ganar el Gran Juego en el tablero geopolítico de una región convulsa e inestable como Medio Oriente, donde la Paz continúa siendo la alternativa ausente.
*Director Adjunto del Instituto Rosario de Estudios del Mundo Árabe e Islámico (IREMAI). Universidad Nacional de Rosario.
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