Los manifestantes retiran a los heridos de la plaza Ramsés, de El Cairo. / K. ELFIQI (EFE)
El desafío islamista a la represión del Ejército dejó ayer a Egipto sumido en el caos propio de un conflicto civil cada vez más irreconciliable. Los islamistas marcharon en varios puntos del país en protesta contra la matanza de más de 600 personas en una carga militar contra sus campamentos, ocurrida el miércoles. Las Fuerzas Armadas tomaron varias calles de El Cairo y bloquearon los accesos a la icónica plaza de Tahrir, epicentro de protestas pasadas. Grupos de civiles armados, a favor y en contra de los islamistas, abrieron fuego en las calles tomadas por los manifestantes, provocando, solo en El Cairo, al menos 50 muertes. Al caer la noche, antes y después del toque de queda declarado junto al estado de emergencia, se oían en la capital de Egipto disparos y ráfagas de fusil.
El resultado del Viernes de la ira convocado por los islamistas fue más muerte. Solo en una morgue improvisada en la mezquita de Al Fatah, en la plaza cairota de Ramsés, se recibieron más de 30 cuerpos de islamistas muertos por armas de fuego, según un recuento de testigos. La mayoría presentaban heridas de bala en la cabeza o el cuello. Varios habían sido alcanzados por la espalda. Y la violencia en El Cairo fue solo parte del desgobierno en el que ha quedado Egipto, primera avanzadilla de la llamada primavera árabe, seis semanas después de un golpe de Estado que anuló el resultado de las elecciones democráticas. Según un recuento de los servicios de emergencia, al menos 90 personas murieron en la capital y otras ciudades como Alejandría o Ismailía.
Aparcados han quedado los planes políticos, las intenciones declaradas por los gobernantes interinos de la nación, tutelados por los militares, de reformar la Constitución y convocar elecciones legislativas y presidenciales. Los islamistas sienten que les han arrebatado el poder que ganaron de forma legítima. Protestaron durante semanas contenidos en dos campamentos en El Cairo, erradicados y aplastados por las fuerzas armadas el miércoles. Ahora, ante la represión del Gobierno, en lugar de callar han extendido su protesta a todo el país, que queda muy lejos ya no de una reconciliación nacional sino ni siquiera del más mínimo atisbo de estabilidad.
“Las cosas han cambiado, esto es una historia completamente diferente. Nuestras marchas son cada vez más grandes, tenemos el apoyo cada vez de más gente”, dijo ayer Gehad el Haddad, portavoz de los Hermanos Musulmanes. “Y que no quede duda de que vamos a mantenernos en las calles, que no vamos a desaparecer, que no nos van a acallar al menos que nos maten a todos. Seguiremos protestando hasta que se reinstaure en el poder al presidente Mohamed Morsi, al que eligieron las urnas, hasta que el Ejército vuelva a sus barracones y Egipto vuelva al proceso democrático”.
Lo cierto, sin embargo, es que los islamistas han quedado cada vez más aislados en sus protestas, sin granjearse la simpatía aplastante de la mayoría de los egipcios, necesaria para que se cumpla esa voluntad de ver volver a la presidencia a Morsi, que sigue en paradero desconocido, detenido por los militares.
Las concentraciones de los Hermanos Musulmanes han sido conflictivas no por el número de gente que ha acudido a ellas, sino por la desmesurada respuesta del Ejército, empeñado en pacificar el país por la fuerza, algo que no está siendo capaz de conseguir, dado el desorden y la violencia que se vieron ayer en las calles de El Cairo.
“Lo que vemos es a los Hermanos Musulmanes empujando al país al borde de la guerra civil, ese es el desafío al que se enfrentan las fuerzas de seguridad y el nuevo Gobierno”, opina Emad Hamdy, analista político en el diario Al Dustour y afiliado a la Universidad de El Cairo. “Los Hermanos Musulmanes no le dejaron al Ejército más opciones, dadas sus acciones. En esos campamentos se estaban formando células terroristas, ahora están exportando ese terrorismo en sus manifestaciones”, según Maha Abu Bakr, organizadora en el movimiento juvenil Tamarrod, que convocó las multitudinarias marchas previas a la deposición de Morsi.
Mientras el Ejército custodiaba varias calles de El Cairo, subidos en sus tanques y parapetados en sus barricadas, varios grupos antiislamistas, armados todos ellos, imponían su propia justicia, ante la pasividad de los soldados. Muchos colocaron puestos de control improvisados en diversos puntos de la capital, cacheando y prohibiendo el paso a quienes se le antojara, según sus propias normas. En los aledaños de la plaza de Tahrir, una turba se dedicaba a descubrir y cazar a extranjeros árabes de los que sospechaba que pudieran ser espías islamistas. “¡Son sirios, islamistas!”, gritaban a dos hombres de mediana edad a los que aprehendieron pasadas las cinco de la tarde, mientras les golpeaban con palos y les apuntaban a la sien con pistolas. Se los entregaron a dos soldados, que se los llevaron, sin cuestionar por qué un grupo de civiles les había entregado a dos hombres detenidos aleatoriamente.
Cuando a las siete de la tarde entró en vigor el toque de queda impuesto por los militares, en virtud del estado de emergencia declarado por la presidencia interina, las calles quedaban en su mayoría desiertas y a merced, en muchos casos, de esos vigilantes. De fondo se oían, constantemente, disparos. La televisión pública, sin hacer ni siquiera un amago de imparcialidad, titulaba en un rótulo sobre imágenes de la capital en oscuridad: “Egipto lucha contra el terrorismo”.
Quedan muchos días de lucha por delante, pues. Después de las concentraciones, los Hermanos Musulmanes anunciaron en un comunicado que durante siete días habrá manifestaciones como la de ayer. “Pedimos a la gente de Egipto que se manifieste a diario hasta que acabe este golpe”, dijo la Hermandad. Con el golpe, el Ejército prometió seguridad y estabilidad, darle a Egipto un Gobierno que atendiera las necesidades de todos los ciudadanos. Ese objetivo queda cada día más lejano, sobre todo dado el desafío, firme y cada vez más encendido, de las fuerzas islamistas, que sienten que ya tienen muy poco que perder.
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